Alberto permanecía ante la puerta conocida sin atreverse a pulsar el timbre. Su bolsa de viaje pesaba en una mano, mientras las llaves del piso tintineaban en su chaqueta, intactas. Tres días atrás, había marchado tras una disputa, cerrando de un portazo y gritando a Carmen que no volvería. Ella le había lanzado una zapatilla a la espalda, vociferando que se largase adonde le diera la gana. Una pelea más de tantas en treinta años de matrimonio. Pero esta vez fue distinto.
Pulsó el timbre. Tras la puerta se oyeron pasos, luego la voz de Carmen:
—¿Quién es?
—Soy yo, Carmela. Ábreme.
Silencio. Largo y opresivo.
—¿Me oyes? – insistió él.
—Te oigo —respondió ella con frialdad—. ¿Qué quieres?
—¿Cómo que qué? He vuelto a casa.
—Esta ya no es tu casa.
Alberto se quedó helado. En tres décadas, Carmen jamás había ido tan lejos, ni en las peores broncas.
—Carmen, deja de hacer el tonto. Ábreme y hablamos con calma.
—No te abro. Y nada que hablar.
—¿Pero que te pasa? ¿A qué viene este lío?
—Tú lo sabes muy bien.
Él lo sabía. Carmen había hallado en su chaqueta un papel con un número de teléfono, letra de mujer. Una historia banal: Isabel Fernández, de contabilidad, le dio el número por un tema laboral. Pero explicárselo a una esposa encolerizada era imposible.
—Te lo expliqué, Carmen. Es Isabel de la oficina. Un asunto del trabajo.
—Del trabajo, claro —sarcasmo en su voz—. ¿Llamadas a las diez de la noche?
—¿Qué diez? ¡Si no le llamé jamás!
—Mentira. Lo vi en tu móvil.
Alberto sintió un vacío en el estómago. Había llamado a Isabel, cierto, pero por otro motivo: la hija de ella aspiraba a Medicina. Él tenía un contacto en la universidad y prometió ayudar. Un favor inocente.
—Carmen, déjame entrar y te lo aclaro.
—No. Habla desde ahí.
Él miró alrededor. Los vecinos podían aparecer, y detestaba airear sus problemas.
—Oye: llamé a Isabel, es cierto. Pero no por lo que crees. Su hija va a la universidad y yo…
—¿Y esperas que me crea ese cuento?
—¡Es la verdad!
—¿Verdad? ¿Por qué me lo ocultaste?
Él titubeó. No se lo había mencionado. No por malicia, sino porque no parecía relevante.
—No lo oculté. No le di importancia.
—Ajá, como lo otro. A ver, ¿por qué saliste con esa mujer a un café? —Alberto palideció—. ¿Cómo sabías…? —Doña Julia de abajo los vió —cortó ella—. Dice que estaban muy cariñosos. —¡No nos tocamos! ¡Y solo fue media hora! Me invitó a un café por la ayuda. —Claaaro. ¡Vaya gratitud! El tono de Carmen hervía de rabia. Él comprendió que no cedería. —Carmen, por Dios. ¿Para qué querría yo a otras? Te tengo a ti. Tenemos familia. —Teníamos familia. Ya no. —¿Cómo que no? ¡Qué dices! —Estoy cansada de vivir con un infiel. —¿Infiel? ¡No he hecho nada! —¿Nada? ¿Trasteando con otras? Alberto apoyó la frente contra la madera. El diálogo era un callejón sin salida. —Reunámonos mañana, cuando te calmes. Hablaremos. —No me calmo. Ni te veré. —Carmen… —Vete a casa de tu Isabel. A ver si te acoge. —Pero ¿qué delirio es ese? ¡Tengo sesenta años, soy abuelo! ¿Romances? —¿Y los cafés? —¡Por educación! ¡Una vez! —¿Solo una? Alberto entendió la trampa: cualquier réplica tendría refutación. —Vale —dijo exhausto—. Me voy. Luego hablaremos. —Nada que hablar. Bajó a la calle, donde le aguardaba su hijo Javier. —¿Y, padre? ¿Te dejó entrar? —preguntó al ver su rostro. —No. —¿En serio? —sorprendió Javier—. ¿Madre se ha vuelto loca? —No lo sé, hijo. Javier le condujo a su hogar. En el coche, Alberto intentó explicar la situación con Isabel. Javier lo observó serio: —¿Padre?, ¿me juras que es verdad? —Te lo juro. —Entonces no entiendo su reacción. Solía calmarse pronto. —Yo tampoco. Durante la noche, Alberto reflexionó. A la mañana, decidió intentarlo de nuevo. —Llévame a casa. —Quizá no convenga ahora —dudó Javier. —Treinta años juntos, hijo. No destruyremos esto por una necedad. Carmen volvió a negar su entrada, fría como mármol. Él insistió: —¡Abre, Carmen! ¡Somos marido y mujer! —Fuimos. Ya no. Cuando mencionó “la visita” de una mujer —supuestamente vista por Doña Julia—, Alberto recordó a Manolo, el vecino del 3º, quien subió a por un destornillador y tomaron té. Pero Carmen solo gritó: —¡Mentiroso! — y colgó. Incapaz de más desgaste, Alberto partió. En casa de Javier, llamó a su hija Elena. La joven habló con Carmen y después
Y así, con el corazón encogido pero sin bajar la cabeza, Vicente se alejó para siempre, comprendiendo demasiado tarde que las palabras no dichas y la soberbia pueden destruir en días lo que el amor construyó durante décadas.






