Isabel Martínez, con cuchara en mano y ceño fruncido, miró a su nuera con expresión de suficiencia.
—Sofía, hija, qué bien echo de menos a tu madre. Tu pescado asado rebosografía perfecta y hasta la mesa está impoluta. El Anto tuvo mucha suerte de encontrarte. ¡Como dice mi difunto, el que se case con una mujer que sepa gestionar el hogar no sufre nunca! —Isabel apuró el vaso de cava y señaló el escabeche español sobre la mesa—. La belleza, eso sí, es como el tiempo: se cuida, pero no basta.
Sofía sonrió sin encantarse y se levantó para recoger más ensalada de la heladera. Había aprendido a leer entre líneas: después de los cumplidos, la confrontación.
—A veces me pregunto por qué ahí, en Madrid, las chicas no buscan un trabajo decente. Solo bailan y visten como en la tele. ¡Aunque claro, vosotras ya estáis mejor! —Isabel ignoró las miradas de reproche de su hijo y continuó—. En nuestro tiempo, las chicas antes de los treinta tenían una cría y el otro al año siguiente. Ahora, siempre es: “Tengo mucho事业发展”, ¿qué mujer no tiene?
Antonio miró a Sofía, quien recién volvía de la cocina, y suspiró.
—Mamá, prueba este ceviche. Lo hice con camarones como te gustan.
— ¡Sí, cariño! —Isabel cogió una cucharada con entusiasmo—. Mira, Sofía, eres una mujer de casa muy moderna. Aunque, ¿sabes? Cuando Antonio y tú os casasteis, me pregunté si con esa diferencia de edad…
—Solo cuatro años, mamá.
— ¡Exacto! —Isabel soltó una carcajada ruidosa—. Pero ya ves: tiempo suficiente para que te establezcas y… ¡Cosechas! —Su mirada se iluminó—. ¿Proyecto de una maternidad?
Sofía apretó la mandíbula. Presionaban cada reunión familia. Tres intentos de in vitro en el Centro Médico de Villanueva habían sido un calvario. Ella y Antonio habían optado por no contarle a Isabel hasta que fuera evidente. La mención de la “maldición de la familia” con edad reproductiva limitada no ayudaba.
—Mamá, ¿ya no vas a la academia de canto? —Antonio trató de desviar el tema.
— ¿Qué academia? ¡Te das cuenta de que con mi artritis no puedo encorvarme a doblar ropa como antes! Ahora la vecina me ayuda. ¡O la amenazo con mandarla a Villanueva a comprar pastel de manzana! —Isabel se recostó una almohada—. A tu edad, cuando perdí a tu padre, tuve que criar solo. Nadie ayudó.
Sofía regresó a la sala, con el corazón acelerado. La conversación fluía como siempre: con el agua helada de sus complejos.
— ¿Mamá, ya sabes que nos ofrecimos para ayudarte con el acondicionamiento de la casa?
— ¡Que sí, guapo! Pero vosotros os alimentan como hormigas, con miedo de que se les funda la lavadora. —Isabel puso los ojos en blanco.
Cuando la conversación derivó en el tema de una amiga de los cuarenta años que jamás dejaba de insistir en tener hijos como su “triunfo”, Sofía no aguantó más. Se disculpó y salió a la terraza.
Antonio caminó tras ella.
— ¿Por qué insistes, mamá? — preguntó con voz contenida.
— ¡Yo solo quiero que estén felices! —Isabel se abrazó las rodillas—. Y si no les llenan el hogar con magdalenas de horno eléctrico, que por lo menos… ¡que no estén solos!
— Mamá, vuelves a lo mismo. Ya vimos con los médicos. No necesitamos más presión.
— ¿Y quién me dice que no sea mejor un consejo tradicional? Una amiga me habló de una sanadora en Burgos que con hierbas….
— Mamá, ¡ya! —
La tensión se rompió cuando Isabel, con lágrimas en los ojos, admitió:
— ¡Es que, Antonio, tengo la casa vacía! En Villanueva toda mi vida estuvo aquí. Ahora… solo veo árboles y nada más.
Sofía reapareció con una taza de té, como si nada hubiera sucedido.
— Mamá, ¿puedes probar este? — ofreció con una sonrisa tierna.
— ¡Claro, niña! —Isabel aceptó el taza con manos temblorosas—. Aunque con mi hipertensión…
La noche finalizó con abrazos forzados y un silencio que pesaba más que la semana anterior. En cuanto se despidieron, Sofía se sentó en el sofá, temblando.
Inesperadamente, el teléfono sonó. Isabel.
—Sofía, lo siento. —Su voz era ronca, sin su habitual autoridad—. Tuve tres abortos espontáneos. Perdí a una niña que ni siquiera conocí. Por eso… Por eso te presiono. Sandeces, ¿no?
— Isabel… —Sofía tragó saliva.
— ¡Hija, si no podemos, no importa! —Isabel ahogó un sollozo—. Hay orfanatos. O adoptación. Pero no quiero que sufráis vosotros.
Una semana después, Isabel ya dormía en la habitación de invitados.
—Hija, ¿por qué no vienes a ayudarme? —preguntó, mientras repasaba una receta de ganchillo.
— ¡Voy ahora, abuela! —Sofía sonrió.
Tres meses más tarde, cuando vieron que Sofía estaba embarazada, Isabel se desmayó de alegría.
— ¡Ya veis, incluso las amargas florecen! —exclamó, acariciando el vientre de Sofía.
Antonio, sentado a un costado con una sierra, soltó una carcajada:
— ¡Cuidado, mamá! Aunque si quieres, también podemos hacer bisabuelos.
Isabel lo miraba con cariño y una lágrima resbaló por su mejilla:
— Lo más bonito no es tener nietos. Es tener familia que cuida. Y tú, Sofía, eres mi…, ¿cómo dirían ellos? Mi viabilidad real.
Mientras los adornos de Navidad colgaban en el balcón y los vecinos saludaban con el gato en brazos, Sofía miró a Isabel con ternura. Por fin, conversaban sin máscaras. Por fin, habían conectado.






