“No sé nada, consta usted como padre, venga por los gemelos.” Tres años después del divorcio, de repente era padre de dos niños recién nacidos. Hombre, fue culpa mía, ¡tendría que haber hecho los papeles del divorcio! Pero resultó ser una bendición…
Con Olga estuvo casado diez años. Tuvimos dos hijas seguidas, Sofía y Lucía. Todo normal, como la vida de cualquiera: trabajo de día, familia por la tarde, pero salió que su madre empezó a llegar tarde cada vez más. Una vez que se quedaba con una amiga, otra que había cola en el supermercado, o que con tanto trabajo… Al final, unas “almas caritativas” me contaron que Olga tenía un amante.
Naturalmente, no me quedé callado y le solté mis quejas. Olga enseguida se puso a la defensiva, y la mejor defensa, como se sabe, es un buen ataque. Decía que le faltaba atención por mi parte, que ya no se sentía mujer, que las tareas de casa le robaban todo el tiempo, y que las niñas, oye, resulta que las niñas solo me querían a mí… En fin, gritó un poco y anunció que se iba con su amante. Y se largó, se largó de verdad, dejando a las niñas conmigo.
Al principio, Sofía y Lucía tardaron en entender dónde estaba su madre, pero luego se acostumbraron. Coincidió que en el trabajo me ofrecieron trasladarme a otra ciudad, dirigir una nueva sucursal, así que acepté. Las niñas y yo preparamos el viaje, todo ocurrió muy rápido, y al irme, no tuve tiempo de formalizar el divorcio con Olga.
En mi nuevo trabajo conocí a una mujer estupenda. Alicia Pérez era de mi edad y también criaba sola a sus dos hijas. Sin pensarlo mucho, nos fuimos a vivir juntos y formamos una gran familia. Nuestras hijas tenían prácticamente la misma edad, y por las tardes la casa era un jaleo constante: las chiquillas jugaban todas juntas a veces, otras se peleaban por cualquier cosa, ¡Como Dios manda un auténtico parvulario! Alicia y yo no cabíamos en gozo con las niñas, pero en secreto tratábamos de tener un hijo juntos, aunque no venía.
Para cuando recibí aquella extraña llamada, Alicia y yo llevábamos dos años viviendo juntos y casi habíamos perdido la esperanza de tener un hijo… Bueno, si no hay suerte, pues criaremos a las chicas. Y ahora, lo de la llamada.
Por el número del móvil vi en seguida que llamaban desde un fijo de mi ciudad natal, Valencia:
—¿Nicolás del Castillo?
—Sí, dígame.
—Tengo una mala noticia… Su esposa, Olga Martínez, lamentablemente no salió del coma y ha fallecido hoy. Venga por los niños, los dan de alta mañana. Respecto a lo de Olga Martínez, se lo explicaremos mañana mismo.
—¿Es esto alguna broma? Hace tres años que no veo a Olga Martínez y mis hijos con ella están ahora aquí conmigo.
—¡No sé nada, consta usted como padre, venga por los gemelos!
Al otro lado del teléfono colgaron. Perplejo, busqué el número del que habían llamado por internet: era, efectivamente, la maternidad de mi ciudad.
Alicia me miraba con los ojos muy abiertos, sin entender nada, había oído toda la conversación. Nos preparamos rápido, llevamos a las niñas a casa de sus abuelos y salimos para aclarar qué pasaba con mi ex.
En la puerta del hospital nos encontramos con una amiga de Olga. Fue ella quien nos contó que el amante había dejado plantada a mi exmujer en cuanto le dijo lo del embarazo. El embarazo le había ido fatal a Olga, ¡mellizos al fin y al cabo!, y al final pasó algo muy grave… Salvaron a los niños de inmediato, pero a su madre le dio un coma y a los pocos días falleció. A los mellizos había que inscribirlos al nacer, y la madre no podía proporcionar datos actualizados en su estado, así que apuntaron los datos que constaban en el registro civil, donde yo todavía figuraba como su marido, haciéndome automáticamente padre de los niños.
La amiga de Olga, llorando, nos contó todo esto, prometió ayudarnos si hacía falta, y se fue. Alicia seguía a mi lado, apretándome la mano fuerte, muy fuerte.
—Alicia, ¿qué pasa?
—Nico, nos los quedamos, ¿verdad?
Se le notaba que hacía lo imposible por disimular el gozo y la sonrisa que se le escapaba.
—¿A quiénes? ¿A los mellizos?
—¡Sí, sí, sí! ¡Por favor! Y si nunca podemos tener los nuestros, ¡y estos son dos, ya hechos…!
—Alicia, no son juguetes, para hablar así… no sé…
—Nico, ¡en serio! ¡Y lo que se van a alegrar las chiquillas! Las tuyas, además, son hermanas de sangre por parte de padre… Vamos, Nico…
Total, que no supe decir que no. Recogimos a los gemelos, Javier y Pablo, y despedimos a Olga como tocaba.
Las niñas gritaban de gusto porque les traíamos hermanitos y no paraban de preguntarse cómo no habían notado nunca la tripa de mamá Alicia. ¡Ahora en casa tenemos toda una tropa!
¡No tengo idea, pero ustedes son los responsables de los gemelos!
