–¿Estás loca? No podemos invitarlos– Víctor golpeaba con los nudillos nerviosamente la encimera.
–¿Por qué no podemos? Mi hermano, por cierto– Clara frunció los labios y se alejó hacia la ventana.
–¡Un hermano que no has visto en quince años!– Víctor se levantó de la mesa y se acercó a su esposa.
–¡Él no apareció de la nada!– Clara intentaba no alterarse, pero su voz temblaba.
–Vale, ya está de vuelta de Valencia. Su negocio fracasó, ¿y qué pretendes?
–¡No es eso!– exclamó, aunque su mirada evitaba cruzarse con la de su marido.
Clara fingió ocuparse del fregadero, aunque la vajilla ya estaba impecable.
–Es mi hermano.
–Y yo soy tu marido, y esto no me gusta.
Clara suspiró y se volvió hacia Víctor.
–Pues ya los he invitado. Raúl, María y Alonso llegarán esta noche.
Víctor cerró los ojos y exhaló con impaciencia.
–¿Y desde cuándo sabías esto? ¿Cinco minutos antes de que lleguen?
–Pues…
No tuvo tiempo de responder cuando el teléfono sonó. Al ver la pantalla, Clara frunció el ceño.
–Es Lucía.
–Ahora falta solo ella para completar el jolgorio– masculló Víctor.
–¿Sabes algo de su tío Raúl?
–No. Hemos estado enfadosas semanas tras aquel malentendido.
Clara atendió la llamada.
–¿Aló? ¿Lucía?
La voz alegre de su hija llegó a través del auricular.
–Mamá, ¿no os importa si pasamos después a cenar? Tengo una noticia importante que contaros.
Víctor enarcó las cejas al oír “noticia”, pero Clara sonrió como si hubiera ganado.
–¡Claro que no! Estaremos encantados.
–¡Perfecto! Entonces a las siete. Y, por cierto, vendrá alguien más con nosotros.
Antes de que Clara pudiera preguntar quién era ese “alguien más”, ya la había colgado.
–¡Qué emocionante, Víto!– exclamó Clara.
–No veo por qué te entusiasmes tanto– gruñó.
Clara, mientras Víctor se retiraba, sacó de la nevera la carne para el asado, las patatas y los pimientos. El aroma de la cena pronto impregnó toda la cocina.
–Entonces, ¿tú sí has decidido todo?– murmuró Víctor al salir de la ducha.
–¡Víto, no es nada malo, al fin toda la familia está reunida!
–¿Qué familia? ¿El hermano que no nos visitó quince años? ¿La hija que no da señales de vida semanas enteras? ¿Y ese cuñado que ni siquiera conocemos?
–Puede que hoy cambie todo– murmuró Clara con esperanza.
Víctor simplemente negó con la cabeza y se encerró en el salón, murmurando algo sobre su cita en el teatro.
La cena fue un caos organizado. Clara, viendo la cara de su madre Dolores en la puerta, rogó una ayuda.
–Clara, llevaba días buscando una excusa para invitar a mi sobrino Nicolás. Acaba de retirarse del ejército, está buscando oficio y vive solo. ¿Por qué no lo haces venir också?
–Pues… claro– aceptó Clara.
Nicolás, un hombre serio que había servido en Guinea Ecuatorial, se sintió aliviado al unirse a la tertulia.
La conversación, pausadamente, giró hacia memorias compartidas. Raúl, el hermano ausente, habló de sus días como corredor de apuestas en Málaga, de cómo su empresa en Valencia se arruinó. De cómo María, su segunda esposa, trabajaba en un almacén.
Lucía, con su marido Alvaro y su hija Pola, les presentó un mundo de bollos y cafés, de turnos en la churrería de Alvaro.
Y Nicolás, entre bocados de tortilla y trago de vino, propuso una idea: un negocio común.
Clara, Víctor, María, Lucía, Alvaro, Raúl y Nicolás terminaron trazando planos para un café colectivo.
–Podríamos llamarlo “Casa Grande”– sugirió Lucía–, como aquellos que tenían mis abuelos en Extremadura.
–¡Es genial!– apoyó Nicolás.
Clara miró a Víctor y, por primera vez en décadas, vio en sus ojos una chispa de entusiasmo.
Cuando el último invitado se marchó, bien entrada la medianoche, Clara se quedó con Víctor en la cocina.
–¿Ya no estás enfadado por cancelar la obra en el Teatro Principal?
–¿Te refieres a esta obra?– preguntó Víctor señalando el desastre de platos sucios.
Y así, mientras fregaban los platos y soñaban con el café, comprendieron que el destino había escrito ese guion perfecto: una cena improvisada que, sin intentarlo, unió lo que el tiempo había separado.