Él era solo un chaval —con pecas, un poco torpe, con la corbata mal anudada y unos ojos brillantes que la miraban como si no existieran otras chicas en el mundo. La primavera acababa de empezar. En el patio del colegio, los montones de nieve se derretían, y de la tierra húmeda asomaban tímidamente pequeñas flores amarillas.
—Esto es para ti —dijo, extendiéndole un ramillete diminuto. Prímulas.
—¿Quieres ser mi novia? —preguntó en voz baja, casi un susurro, como si temiera que el viento lo escuchara antes que ella.
No eran amigos, pero a veces charlaban de tonterías. Él pasaba a menudo por su casa, llamándola cada vez para saludarla con la mano.
Ella se rio —de la sorpresa, de la vergüenza.
A su alrededor, todas las niñas de la clase presumían de rosas; algunas llevaban claveles traídos de casa, otras lucían enormes ramos de tulipanes. Y ella, esas flores raras y humildes que nadie consideraba bonitas.
—¿Prímulas? —sus amigas se taparon la boca para no reírse—. ¿Es que no podía comprar flores de verdad? ¡Qué cutre!
No supo qué contestar y guardó el ramillete en la mochila. No dijo nada. Se fue corriendo con sus amigas. Ni siquiera miró atrás. Aunque quería hacerlo. Pero ¿y si se daban cuenta?
Él dejó de pasar por su ventana. Ella lo sabía —lo esperaba, aunque no se lo admitía ni a sí misma.
Lo evitaba. Para que no la llamara ni sus miradas se encontraran.
Le daba vergüenza lo que había hecho. Si es que esa era la palabra.
Y luego, el chico se fue.
Su familia se mudó a otra ciudad. Lo supo por esas mismas amigas. Nunca más lo volvió a ver.
Solo a veces, en las cálidas tardes de primavera, le parecía oír su voz otra vez: *¿Quieres ser mi novia?*, y veía aquellos pétalos amarillos tan pequeños.
Pasaron los años.
La niña se convirtió en una mujer —guapa, segura, inteligente. Estudió en la escuela de arte, luego en la universidad, y un día asistió a una conferencia sobre porcelana inglesa.
El ponente colocó sobre la mesa una taza fina, con filetes dorados y delicadas flores amarillas.
—Colección Royal Albert, serie *Friendship*, años setenta —dijo—. Aquí aparece la prímula. En el lenguaje de las flores inglés, simboliza la amistad, los primeros afectos, el cariño que los años no se llevan. Solo alguien especial regalaría estas flores… porque, si se dan con amor, su luz amarilla se queda contigo para siempre. Es como si el sol tocara tu corazón.
Y, de pronto, su corazón se encogió. Ante sus ojos apareció aquella mañana: el patio del colegio, el chico con su sonrisa torpe y su mano cálida ofreciéndole un ramillete que nadie supo valorar.
Cerró los ojos y sonrió entre lágrimas.
—¿Dónde estarás ahora, en otra ciudad…?
Y, mirando la taza con prímulas amarillas, entendió de repente: aquel chiquillo, sin saberlo, le había dado algo que nadie más logró después.
Su pequeño ramo se convirtió en un hilo invisible que brillaba a través de los años.
Y en ese momento, tuvo la sensación de que, en algún lugar lejano, al otro lado de calles y casas ajenas, él también estaba tomando té… y recordando a la niña a la que una vez le entregó el sol de primavera en sus manos.
Quizás… su taza también tenía prímulas.
Algunos guardan una prímula. Otros recuerdan una margarita. O una conchita, una piedra pequeña. Algo que no se puede repetir, ni comprar con todo el dinero del mundo…