La hermana de mi marido cree que somos nosotros quienes debemos mimar a sus hijos
Mi cuñada siempre usa frases ambiguas. Cuando dice: «Haría falta llevar a los niños a ver esa película nueva», en realidad significa que mi marido debe salir corriendo al cine con sus sobrinos. Y si suelta: «Qué buen día hace, y vosotros en casa», en verdad nos está pidiendo que los llevemos al parque de atracciones. Por supuesto, pagando nosotros.
Yo nunca capto los indirectas. Y cuando son demasiado evidentes, finjo no entender. Si quieres algo, pídelo claro y sin rodeos. Pero mi esposo siempre cae.
Él adora a sus sobrinos, aunque a mí me parece que los consiente demasiado. Comprendo los sentimientos de Marina, su deseo de que sus hijos tengan diversión variada. Pero, en mi opinión, es responsabilidad de los padres ocuparse del ocio de sus hijos. Los abuelos, tíos o tías no tienen por qué hacerlo.
Claro, de vez en cuando está bien hacer un detalle a los niños de la familia. Pero no es obligación. Hace poco fue el santo de nuestro sobrino, Javier. Su cumpleaños ya había pasado y le regalamos una bicicleta bastante buena. Pero Marina, como siempre, soltó indirectas. Parecía que una bici de calidad no le bastaba, aunque nos costó un buen dineral. A ella se le ocurrió que al niño le vendría bien un fin de semana en París. Y ella acompañándolo, claro, porque un niño no puede viajar solo.
En su lenguaje de indirectas, sonó así: «Javi siempre ha soñado con conocer París». La traducción real nos la dieron el día del santo, cuando mi marido le entregó una tarta en lugar del viaje. Yo no fui, estaba trabajando. Él le regaló al niño unas almohadas con las letras de su nombre. Buscamos mucho por internet algo especial para esa ocasión, pues no era una fecha que se celebrara mucho en su casa.
Cada año, las exigencias de Marina aumentan, y ya me tiene harta. Pero mi marido quiere demasiado a sus sobrinos, y no puedo hacer nada. Él siempre quiso tener hijos propios, pero no tuvimos suerte. Así que volcó su cariño en los hijos de su hermana. A Marina le bastaba con pedirles que pusieran cara de pena y murmuraran alguna súplica con voz dulce. Y mi marido corría a cumplirles cualquier capricho. Yo lo veía claro, pero él no creía que su hermana usara así a los niños. Hasta que, de repente, quedé embarazada.
Se lo dije enseguida. Se puso como loco de alegría, casi bailando alrededor de mi vientre. Cuando Marina pidió otro viaje, mi marido, por supuesto, le dijo que no y le anunció que pronto tendría su propio hijo. Su hermana se enfadó y le pidió que se fuera. Después me llamó, gritando. Me preguntó cómo me atrevía a quedarme embarazada. Me acusó de hacerlo a propósito, para que sus hijos sufrieran. No aguanté sus gritos y colgué.
Luego vinieron los sobrinos con tarjetas hechas a mano. Decían: «Tío, por favor, no nos abandones» y «¿Para qué quieres hijos si ya nos tienes a nosotros?». Lo esperaron a la salida del trabajo. Me pregunto quién les habría dado la idea. Difícilmente se les habría ocurrido solos. No sé quién pudo ser. Pero a Marina le salió el tiro por la culata.
Mi marido llegó a casa con las tarjetas, enfadado consigo mismo por haber sido tan ingenuo todos esos años.
—¡Soy un auténtico idiota! «Tío, se nos rompió el microondas, no podemos calentar la comida después del cole, tenemos miedo de la cocina de gas. Mamá no tiene dinero para uno nuevo, cómpranos uno, por favor», —imitó a los niños—. ¡Ella siempre hacía lo mismo! Les decía qué pedir, y ellos venían con lágrimas de cocodrilo. Y yo, como un tonto, caía una y otra vez.
Cambió de actitud radicalmente. Antes ayudaba a Marina en todo, incluso daba hasta el último euro por sus sobrinos. Pero esa noche sacó un cuaderno y anotó todo el dinero que había gastado en ellos.
Marina tuvo el descaro de venir a casa a pedir un último favor.
—Como pronto vais a tener vuestro bebé, ¿no podrías darnos una última cosa, hermanito? Necesito un coche para llevar a los niños —soltó nada más entrar.
En vez de responder, mi marido le puso sus cuentas en la mano y le exigió que devolviera todo. Le dio seis meses. Y la echó a la calle.
—Vete. Te queda buscar trabajo —le dijo al cerrar la puerta.
Ahora las amigas de Marina me escriben por todas las redes sociales. Me culpan de que sus hijos pasen hambre y no tengan apoyo masculino. Las mando a paseo. Marina vive bien: mi marido renunció a la herencia de sus padres, y ella se quedó con todo, incluido el piso. Además, su ex le dejó otra vivienda para los niños. Vive en una y alquila la otra, aparte de cobrar la pensión.
No creo que le falte de nada. Y nosotros tampoco lo estamos haciendo mal.
Al final, aprendimos que la generosidad no debe confundirse con la obligación, y que no hay que dejar que otros abusen de nuestro cariño. A veces, decir «no» es la mejor forma de cuidar a quienes realmente importan.