Me salvó la vida, pero yo la destruí

—¡Lucía! Lucía, ¿pero qué estás haciendo? —la voz de Javier temblaba de desesperación—. Sabes muy bien cómo me siento por ti. ¿Por qué me haces esto?

—¡Basta ya, Javier! No lo compliques —Lucía giró hacia la ventana para evitar su mirada—. Todo está decidido. Alfonso es un buen hombre, tiene una posición excelente y viviremos con dignidad.

—¿Y el amor? ¿Lo que hubo entre nosotros? ¿Eso no significa nada?

Lucía apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Claro que significaba algo. Más de lo que quería admitir. Pero su madre estaba hospitalizada tras un segundo infarto, y el tratamiento costaba una fortuna que ella y Javier jamás tendrían.

—Fue bonito, pero la vida no es un cuento de hadas —respondió con frialdad.

Javier dio un paso hacia ella, tendió la mano pero se detuvo sin tocarla.

—Luci… ¿Recuerdas aquel día en el lago? Cuando te caíste por el hielo. Te saqué, y juramos…

—¡Calla! —dio media vuelta brusca—. No lo recuerdes. Lo pasado, pasado quedó.

Javier la miró como si la viese por primera vez. Asintió lentamente.

—Entendido. Así que así será. Bueno… —tomó su chaqueta de la cómoda—. Te deseo felicidad, Lucía Fernández.

Salió sin portazos. Lucía escuchó sus pasos apagarse en la escalera antes de permitirse llorar.

Alfonso Martínez era un buen hombre. Viudo de cincuenta años, director de una gran empresa, le ofreció matrimonio y estabilidad. Cuando su madre enfermó, él cubrió todos los gastos sin pedir nada más que un “sí”.

—Eres joven, guapa, inteligente —decía tomándole la mano—. Yo ya no lo soy tanto, necesito compañía. Encajamos.

Lucía asentía sintiéndose mercancía. Pero no había elección. Su madre mejoraba y los médicos prometían recuperación total con cuidados costosos.

La boda fue discreta, en un círculo íntimo. Alfonso fue un esposo atento. No exigía amor, le bastaba respeto y gratitud. Lucía se esforzaba por ser buena esposa.

Pasaron tres meses hasta que vio a Javier en el centro de salud.

—¿Qué tal? —preguntó él con cortesía de conocido.

—Bien. ¿Y tú?

—También. Mucho trabajo.

Había adelgazado, lucía bronceado y traje nuevo. Lucía contuvo las ganas de preguntar por el dinero.

—¿Tu madre? —Javier siempre la había querido.

—Mejor. Se recupera.

—Salúdala.

—Lo haré.

En el pasillo, recordó con nitidez aquel día invernal cuando Javier la salvó. Ella con diecisiete, él diecinueve. Patinaban sobre el lago helado cuando el hielo cedió lejos de la orilla.

El crujido fue leve, pero Javier lo oyó. Gritó que no se moviese y reptó sobre el hielo. Cuando ella cayó, la agarró de la muñeca. Tras minutos forcejeando en el agua helada, logró izarla y arroparla con su chaqueta.

—Todo irá bien —murmuraba frotándole las manos—. Nunca te abandonaré. N-nunca.

Allí juraron amarse eternamente. Lucía tenía diecisiete y creía en el amor perpetuo.

—Debo irme —dijo Javier trayéndola al presente.

—Claro.

Él partió. Ella permaneció allí con su volante médico.

La vida con Alfonso transcurría estable. Construyó a su madre una casa en las afueras, contrató cuidadores y colocó a Lucía en un puesto en su empresa. Gestoraba documentos, ganaba bien y se sentía inútil.

—Hoy estás triste —comentó él cenando.


Y así, Marina vivió sus días en aquella casa tan grande y vacía, llena de todos los lujos que el dinero de Álvaro le había dado, pero con un corazón que jamás volvió a encontrar la paz ni el consuelo de aquel amor que, por miedo y desesperación, ella misma había ahogado para siempre.

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Me salvó la vida, pero yo la destruí