La llegada de la felicidad en la oscuridad

Isidora miraba por el ventanal el vaivén callejero. Los autobuses de la EMT rechinaban idénticos al frenar, viandantes corrían hacia destinos desconocidos, mientras ella rumiaba la carta recibida ayer. Sobre la mesa camilla, un sobre negro ribeteado en oro llevaba veinticuatro horas burlándose de su indecisión.

—Mamá, ¿estás hecha una estatua? —Guillermo entró como un vendaval, lanzando la mochila al rincón—. Otra vez melancólica. Me muero de hambre, ¿vamos a comer?

—Sí, sí —suspiró Isidora sin apartar los ojos del cristal—. Hay croquetas en el frigorífico. Caliéntalas.

El hijo se detuvo, observando la rigidez de su postura.

—¿Qué pasa? —acercándose—. Te veo… rara.

—Nada importante —ella giró el rostro—. Sólo una carta. Dudaba si abrirla.

—¿De quién?

—Del notario. De Madrid.

Guillermo frunció el ceño. Los notarios nunca traían buenas noticias. Deudas, pleitos, problemas varios.

—¿Qué podría decir? —preguntó cauteloso.

—Quizá algo de la tía Elvira. Vivía allí, tenía un piso. Pero hacía diez años que no hablábamos.

Isidora entró en la cocina. El sobre permanecía inmóvil sobre el azulejo, desafiante.

—¿Lo abrimos? —Guillermo lo tomó—. ¿No es peor la incertidumbre?

—Podrían ser obligaciones, deudas —refunfuñó ella—. No quiero líos.

—¡Quizá algo bueno! —él fingió rasgar el papel, pero ella lo detuvo con un gesto—. Dame tiempo.

El tiempo no cambiaba los hechos. Elvira, prima de Isidora, crecieron juntas en Valladolid hasta que Elvira marchó a la capital. Sin hijos, viuda joven, investigadora en el CSIC. Isidora se quedó, enviudó criando a Guillermo y trabajó treinta años en un colegio público. El último encuentro fue en la misa del abuelo; Elvira lucía un abrigo de Serrano que las distanció más.

—Ábrelo —cedió Isidora—. Pero si es malo, ya te lo dije.

Guillermo extrajo varios folios. Al leer las primeras líneas silbó.

—Mamá, la tía Elvira te dejó un piso en Cuatro Caminos. Y una cuenta bancaria… —ojos redondos al pasar páginas— Una cifra seria.

Isidora se desplomó en la silla, las piernas convertidas en algodón.

—Imposible. Casi no nos tratábamos. ¿Por qué a mí?

—Hay una nota de puño y letra —él entregó un papel doblado.

*«Isi, si lees esto, ya me fui. Culpo mi distanciamiento, siempre creí que habría tiempo para reconciliarnos. Pero el tiempo se esfuma sin avisar. La casa es tuya. Siempre viviste para otros. Ahora vive para ti. Tu Elvira».*

Lágrimas rodaron sin permiso.

—Se murió y yo ni lo supe… —murmuró—. Ni la despedí.

—¿Cómo ibas a saberlo? —Guillermo rodeó sus hombros—. Quizá prefirió irse sin despedidas.

—¿Y por qué no a otros parientes?

—Quizá no tan cercanos. O quizá ella te conocía mejor.

Isidora releyó *«ahora vive para ti»*. ¿Cuándo fue la última vez? Cuidó padres enfermos, crió sola a Guillermo con sueldo miserable. Ahora él, casi treintaño, pronto formaría su propia familia.

—¿Qué hacemos? —balbució.

—Ir a Madrid, ver el piso, tramitar papeles —él articulaba planes—. ¿Entiendes?, tu vida cambia.

—¿Cambia? ¿Cómo?

—Mudarte a la capital, alquilarlo para ingresos extra. O venderlo y comprar aquí algo mejor.

Engranajes oxidados giraron dentro de Isidora. Años de rutina gris se disolvían como azúcar en café. Futuro repentino, abanico de opciones.

—No sé. Mi trabajo, mi barrio…

—Tienes cincuenta y tres años. Vida nueva si quieres.

—¿Y tú? ¿Te dejo solo?

Guillermo rió.

—Tío, ¡soy mayor! Veintiocho tacos. Necesito mi espacio.

—¡Nunca fuiste carga! —protestó ella.

—Mal dicho, pero me entiendes. Ambos merecemos felicidad.

Esa noche, Isidora imaginó el piso madrileño. ¿Balcón al patio? ¿Arriba sin ascensor? Cuatro Caminos… Recordaba el Mercado de San Miguel. ¿Y la tía Elvira? Sola, enferma, demasiado orgullosa para tender puentes.

Al día siguiente, en el despacho notarial, un hombre amable aclaró detalles.

—Buen piso. Lo visité por encargo de la finada. Dos habitaciones, ascensor, zona tranquila cerca del metro —dijo—. Mercadona cerca, parques bonitos.

—¿Por qué a mí? —Isidora interrogó.

—Elvira eligió meses. Quería heredar a quien necesitase ser feliz. Habló de cuando le salvaste del matón del cole. ¿Te acuerdas?

Isidora evocó: dos niñas de once años, Elvira acosada por niños crueles, ella agarrando una rama seca como espada.

—Sí —susurró.

—Dijo que fuiste su única amiga verdadera. Nunca lo olvidó.

En el tren de vuelta, Guillermo intentó charla vana. Solo al llegar rompió el silencio:

—¿Qué piensas?

—De Elvira… De cómo un gesto de infancia teje destinos. ¿Irás conmigo
Rosalía abrazó el frío vaho del cristal, observando los copos danzar como promesas cumplidas, sabiendo que aquella dicha oscura y reluctante se había transformado finalmente en el pan de cada día.

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