No quiero una hija así

–¡No quiero una hija así! –gritaba Valentina Martínez agitando una hoja arrugada–. ¡Eres una vergüenza familiar! ¿Cómo miraré a la gente a la cara?

–Mamá, cálmate, por favor –suplicaba Catalina, en el umbral de la cocina con los ojos rojos–. Hablemos con calma.

–¿De qué vamos a hablar? –la voz maternal se agudizaba–. Abandonaste la universidad, no encuentras trabajo decente, ¡y ahora esto! Te juntaste con cualquiera, ¡escándalo para todo el barrio!

La vecina Doña Carmen asomó cautelosa al oír los gritos. Valentina notó su mirada curiosa y se enfureció más.

–¿Ves? ¡Hasta las vecinas lo saben! –arrojó el papel sobre la mesa–. Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, ¡y así me pagas!

Catalina recogió el folio temblorosa. Era una solicitud de matrimonio. La suya.

–Mamá, pero soy feliz –intentó explicar–. Alejandro es un buen hombre, me quiere…

–¿Bueno? –Valentina soltó una risa amarga–. ¡Divorciado con un niño, sin trabajo fijo, diez años mayor! ¡Un mantenido cualquiera!

–¡No es verdad! Álex tiene un taller mecánico…

–¡Taller! –bufó la madre–. ¡Querrás decir un garaje! ¿Y vas a pasar la vida oliendo gasolina?

Catalina se desplomó en una silla, las piernas flojas. Había ensayado este discurso días enteros. Nada salió como planeaba.

–Mamá, ya no soy una niña. Tengo veinticinco.

–¡Exacto! –exclamó Valentina–. A tu edad yo ya estaba casada con tu padre, trabajaba en la fábrica y teníamos piso. ¿Y tú? De acá para allá, con quien sea.

–Papá también te dejó –murmuró Catalina, arrepintiéndose al instante.

El rostro de Valentina palideció de rabia.

–¿Cómo te atreves? ¡Tu padre murió en un accidente! ¡No nos abandonó!

–Perdona, no quise decir eso…

–¡Claro que sí! –Valentina recorrió la cocina como una tigresa–. ¿Quieres repetir mi historia? ¿Quedarte sola con un crío? ¡Ese tal Alejandro ya destruyó una familia!

–Se divorciaron de mutuo acuerdo. Simplemente no funcionó.

–¡Claro que no funcionó! –su madre la fulminó con la mirada–. ¿Contigo sí? ¿Sabes en qué te metes? ¡Tiene un hijo! ¡Pensión alimenticia! ¿Qué te quedará a ti?

Catalina frotaba las sienes. El dolor de cabeza y del pecho eran insoportables. Soñaba con compartir su felicidad, elegir el vestido juntas…

–¿Dónde lo encontraste? ¿En qué antro os conocisteis?

–En el cumple de Marta Fernández. ¿Te acuerdas?

–¡Marta Fernández! –Valentina alzó las manos–. ¿Esa pícara que va por su tercer marido? ¡Vaya amistades!

–Mamá, ¿qué tiene que ver Marta? Alejandro estaba allí porque un amigo…

–¡Casualidad! Esos tipos siempre buscan ingenuas como tú.

Catalina se levantó de un salto.

–¡Basta! ¡Ni siquiera lo conoces!

–¿Para qué quiero conocerlo? –Valentina se alzó también–. Lo veo en tu aspecto. Ojeras, has adelgazado… ¿Eso es tu felicidad?

–Adelgacé por los nervios. Sabía que te opondrías.

–¡Pues claro! No te crié para que regalases tu vida al primero.

Sonó el timbre. Ambas guardaron silencio.

–¿Es él? –siseó Valentina.

–Sí, quedamos.

–¡Jamás! ¡No lo recibo!

–¡Por favor! Conócelo. Quizá cambies de opinión.

–¡Nunca!

El timbre repitió, insistente.

–Lina, soy yo –dijo una voz.

–Mamá, cinco minutos –rogó Catalina.

Valentina vaciló, pero la curiosidad pudo.

–Que pase. Solo cinco minutos.

Catalina abrió. Un hombre alto, de unos treinta y seis años, pelo oscuro y mirada cansada sostenía rosas blancas.

–Buenas tardes –saludó al entrar–. ¿Valentina Martínez? Álex.

La madre lo escudriñó. Pantalones vaqueros, chaqueta de cuero, manos de trabajador. Como imaginaba.

–Buenas –respondió secamente.

–Son para usted –ofreció las flores–. Catalina habla tanto de ti…

–No se moleste –cortó Valentina, aunque aceptó las flores–. Pasen a la cocina.

Sentados a la mesa, la tensión se palpaba. Álex sereno, pero con los hombros tensos.

–Pues quiere casarse con mi hija –inició Valentina sin rodeos.

–Sí. La amo.

–¿Y podrá mantenerla?

–Tengo trabajo. Ingresos fijos.

–En un garaje.

–Taller mecánico –rectificó él–. Con tres empleados.

–¿Y paga la pensión?

–¡Mamá! –Catalina se sonrojó.

–Sí –respondió Álex–. Y seguiré pagándola. Es mi hijo.

–Justo. ¿Y mi hija con qué vive?

–Valentina, entiendo su preocupación. No usaré a Lina. Quiero protegerla.

–Bonitas palabras. ¿Y con su ex? ¿También fue así?

Álex buscó las palabras.

–Nos casamos jóvenes, sin pensarlo. Éramos incompatibles. Ella buscaba lujos, yo empezaba mi negocio. Discutíamos. Decidimos separarnos.

–Entendido. ¿Y con Catalina será distinto?

–Sí. Somos almas gemelas.

Valentina se acercó a la ventana.

–Lina, sal. Hablaré con tu novio.

Catalina obedeció a regañadientes. Valentina se sentó frente a Álex mirándolo fijo.

–Escúcheme bien. Catalina es mi única hija. Lo di todo por ella. ¿Qué le ofrece?

–Amor. Lealtad. Una familia.

–Solo palabras. ¿Dónde vivirán? ¿En mi piso?

–No, alquilo un apartamento. Pondré el contrato a nombre de ambos.

–¿Alquilado? ¿Y propiedad?

–Estoy ahorrando para una entrada. En un año solicitaré hipoteca.

Valentina negó.

–¿Si no logra? ¿Siempre de alquiler?

–Lo lograré –aseveró.

–¿Seguro?

–Tengo clientes fijos. No bebo ni juego. Todo es para la familia.

–Como su ex.

Álex susp
Años después, sentado junto a mi esposa Valeria mientras Leonor, ya abuela, mecía a nuestro hijo en el salón de casa propia, comprendí el peso inmenso de sus dudas iniciales y el valor aún mayor de su amor al confiar, dejando que el tiempo le diera la razón a través de nuestra lucha por construir juntos este hogar sólido y feliz. Hoy, en mi diario, anoto que la madre siempre teme por su hija, pero la prueba de su verdadero amor no está en no equivocarse, sino en darle alas cuando vuela hacia su propia vida, aunque duela, para demostrar que su corazón no se equivocó.

Rate article
MagistrUm
No quiero una hija así