Quedé huérfana a los seis años. Mi madre, que ya tenía dos niñas, daba a luz a la tercera. Lo recuerdo todo: sus gritos, las vecinas apiñadas llorando, cómo su voz se apagó… ¿Por qué no llamaron a un médico? ¿Por qué no la llevaron al hospital de La Carolina? Todavía hoy me pregunto si sería por lo lejos del pueblo o las carreteras cortadas por la nieve. Murió en el parto, dejándonos solas a mi hermana y a mí, más la recién nacida Olguita.
Mi padre, abrumado, no supo qué hacer. Toda la familia estaba en el otro extremo de España, en Galicia. Sin nadie cerca que lo ayudara con nosotras, las vecinas le aconsejaron casarse otra vez, ¡y rápido! Ni siquiera había pasado una semana desde el entierro de mamá, cuando ya mi padre salía a buscar novia. Le recomendaron a la maestra del pueblo, diciendo que era buena mujer. Él fue, le pidió matrimonio y ella aceptó. Supongo que le cayó en gracia; mi padre era joven, guapo, alto y esbelto, con unos ojos negrísimos que parecían de gitano.
Al anochecer, llegó con la futura esposa para presentárnosla.
—¡Ahí os traigo una mamá nueva! —anunció.
Me invadió una rabia amarga. Con mi corazón de niña, sentí algo oscuro en aquello. La casa todavía olía a mamá. Llevábamos vestidos que ella había cosido y lavado, ¡y él ya encontraba un remplazo! Ahora, con los años, lo entiendo. Pero entonces lo odié y a ella también. La tal maestra entró del brazo de mi padre, ambos algo achispados, y nos soltó:
—Si me llamáis mamá, me quedo.
Le dije a mi hermana pequeña:
—¡Ella no es mamá! ¡Nuestra mamá murió! ¡No la llames!
Mi hermanita se echó a llorar, pero yo, como la mayor, me planté:
—¡No lo haremos! ¡Tú no eres mamá! ¡Eres una extraña!
—¡Vaya con la parlanchina! Pues entonces, no me quedo con vosotras —dijo la maestra, y se encaminó hacia la puerta. Mi padre hizo ademán de seguirla, pero se quedó paralizado en el umbral. Permaneció un momento cabizbajo, luego se volvió, nos abrazó a las dos y rompió a llorar desconsoladamente. Nosotras nos unimos al llanto, y hasta Olguita en su cuna se quejó. Nosotras llorábamos por mamá, él por su amada esposa, pero nuestras lágrimas guardaban más desdicha. Las lágrimas de huérfano son iguales en todo el mundo; la añoranza por la madre ausente se expresa igual en todas las lenguas. Fue la única vez en la vida que vi llorar mi padre.
Papá se quedó dos semanas más. Trabajaba para la empresa maderera, y su equipo se iba a cortar leña al bosque. ¿Qué hacer? No había otro empleo en el pueblo. Arregló con una vecina, le dejó unos euros para nuestra comida, dejó a Olguita con otra y se marchó al monte.
Allí nos quedamos, solas. La vecina venía, cocinaba algo, encendía la estufa y se iba. Tenía sus propios quehaceres. Y nosotras pasábamos los días enteras en casa: con frío, hambre y miedo.
El pueblo se planteó cómo ayudarnos. Necesitábamos una mujer que salvara la familia, pero no cualquiera, sino una capaz de acoger a hijas ajenas como propias. ¿Dónde encontrar a alguien así? En las conversaciones, supieron de una pariente lejana de una vecina, una joven abandonada por su marido porque resultó ser estéril. O quizás había tenido un hijo que murió, ya nadie lo tenía claro. Consiguieron su dirección, le escribieron y a través de esa tía Angustias, nos trajeron a Inmaculada.
Mi padre aún estaba en el monte cuando Inmaculada llegó una madrugada. Entró tan silenciosamente que ni la oímos. Me desperté al escuchar pasos en la casa. Alguien andaba, ¡igual que mamá! Sonaban platos en la cocina… ¡Y un olor! ¡Churros!
Mi hermana y yo espiábamos por una rendija. Inmaculada trabajaba en calma: fregaba, limpiaba el suelo. Finalmente, por los ruidos, supo que estábamos despiertas.
—¡Vamos, rubitas, a comer! —nos llamó.
Nos extrañó lo de “rubitas”. Nosotras éramos pelirrojas y de ojos azules, como mamá. Reunimos coraje y salimos.
—¡Sentaos a la mesa!
No hubo que decírnoslo dos veces. Nos atiborramos de churros y empezamos a confiar en esa mujer.
—Me llamáis tía Inma —dijo.
Luego, Inmaculada nos bañó a Verita y a mí, nos lavó la ropa y se fue. Al día siguiente la esperamos: ¡y vino! La casa se transformó bajo sus manos. Volvió a estar limpia y ordenada, como con mamá. Pasaron tres semanas, y papá seguía en el monte. Inmaculada nos cuidaba como nadie, pero parecía muy tensa, impidiendo que nos encariñáramos. Verita, sobre todo, se le acercaba. Era lógico, solo tenía tres años. Yo recelaba. La tía Inma era estricta. Poco sonriente. Nuestra madre era alegre, cantaba, bailaba y llamaba a papá “Iñaki”.
—Cuando vuelva vuestro padre del monte, quizás no me acepte. ¿Cómo es él?
¡Empecé a hacer el panegírico de mi padre tan torpemente que casi lo arruino! Le
Y así fue cómo, aunque jamás pude salvar a mamá, en cada parto que atendí sintiendo su mano invisible, comprendí que la verdadera madre fue aquella mujer de cara de pocos amigos que, sin serlo, me enseñó que el amor llega a veces con olor a tortilla y un corazón más grande que sus propias penas, mientras sentía que finalmente se revolvía mi espíritu y, ya mujer, corrí para abrazar a Zenaida llamándole por primera vez “madre”, y así lo fue, para siempre.






