Oye, qué lío más gordo. Mira, Carmen, que te llamo a voces desde el salón. “¡Carmen! ¿Dónde te metes, mujer? ¡Ven aquí un momento, que es urgente!”
“¡Voy, voy!” responde ella, secándose las manos en el delantal. “¿Qué pasa? ¿Se está quemando la paella?”
“¡Qué va! ¡Mucho mejor! ¡Muchísimo mejor!” Francisco, su marido, se le da un alegrón cuando entra, le agarra de los brazos. “Escucha esto bien, ¿vale? ¿Te acuerdas de Martínez, mi jefe de antes? Ese que se jubiló el año pasado.”
“Claro que me acuerdo. ¿Qué pasa con él?” Carmen se puso alerta. Cuando Francisco se ponía así de nervioso, solían venir problemas.
“¡Me ha llamado! ¿Te lo imaginas? Tiene un piso en el centro, uno de tres habitaciones, y quiere venderlo. ¡Y nos lo ofrece a nosotros! ¡Casí regalado, Carmen! Dice que nos lo deja por la mitad, porque yo le ayudé con un tema hace tiempo. ¿Recuerdas cuando le coloqué a su sobrino en la empresa?”
Carmen se dejó caer en la butaca. En su cabeza, los pensamientos giraban como hojas en un vendaval.
“Paco, ¿qué piso? ¿De qué estás hablando? ¡No tenemos ese dinero!”
“¡Ahí está la magia del asunto!” Se sentó en el brazo del sillón, hablando rápido, emocionado. “Dice Martínez que se puede pagar a plazos. En cuotas pequeñas, que no tiene prisa. Él se va a vivir con su hija al pueblo, el piso de ciudad no le hace falta. Carmen, ¿entiendes lo que significa esto? Llevamos toda la vida apretados en este pisito de dos ambientes, ¡y se nos presenta esta oportunidad!”
“Paco, espera un momento…” Carmen se frotaba las sienes. “¿Pero para qué queremos uno de tres habitaciones? Los niños ya son mayores, viven cada uno por su lado. Este nos sobra.”
“¿Para qué? ¡Carmen, que eres una mujer muy lista! Vendrán los nietos, ¿dónde van a dormir? Cuando seamos más mayores, quizás los chicos se muden con nosotros para ayudarnos. ¡O contrataremos una cuidadora, que también necesitará su habitación!”
Carmen miraba a su marido en silencio. Treinta años de casados y seguía igual de soñador. Siempre creía que la felicidad grande rondaba cerca, solo había que estirar la mano.
“¿Cuánto dinero hace falta?”, preguntó con cautela.
“Bueno, la entrada no es mucha, unos tres mil euros. Luego, pagaríamos quinientos al mes.”
“¿¡Tres mil euros?!” Carmen casi saltó del sillón. “¡Paco, estás loco! ¿De dónde vamos a sacar ese dinero?”
“Ah, pero ahí está, Carmen, que yo ya lo he pensado todo”, se sentó junto a ella, le cogió las manos. “¿Recuerdas los pendientes de oro con perlas que me dejó mi abuela? Los que valoré en la joyería, que pueden rondar los cuatro mil euros. ¡Los vendemos y listo!”
Carmen retiró las manos de golpe.
“¿¡Los pendientes?! ¡Francisco Martínez, qué estás diciendo! ¡Eso es un recuerdo de tu abuela! ¡Te los dio ella misma en su lecho de muerte!”
“¿Y qué? Mi abuela quería que viviéramos bien. ¡Pues vamos a vivir bien! ¡En un piso grande, en pleno centro!”
“¿Y si no podemos con las cuotas? ¿Si pasa algo? Si nos ponemos enfermos, si pierdes el trabajo…”
“¡No pasará nada! Ni se te ocurra pensarlo. Carmen, ¡esto es una oportunidad! ¿Lo entiendes? ¡Cosas así no se presentan dos veces!”
Carmen se levantó y se acercó a la ventana. Afuera llovía; gotas turbias resbalaban por el cristal. Igual que sus pensamientos ahora, todo mezclado, sin entender nada.
“Paco, ¿has hablado con los niños? ¿Qué dirán?”
“¿Qué van a decir? ¡Les hará ilusión! Imagínate la cara de Marta. ¡O lo orgulloso que se sentirá Javier de que sus padres vivan en el centro!”
Marta, la mayor, era maestra de escuela. Siempre ocupada, siempre cansada. Javier, el pequeño, se fue a Barcelona después de la mili y rara vez llamaba. ¿Se alegrarían ellos del nuevo piso? Carmen lo dudaba.
“Mira”, dijo sin volverse, “¿y si no nos damos tanta prisa? Pensémoslo más, pidamos consejo…”
“¿A quién vamos a pedir consejo? ¡Carmen, que Martínez se va mañana a ver a su hija! ¡Tenemos que decidir hoy! ¡Si no, se lo venden a otro!”
“¿Y por qué nos lo ofrece precisamente a nosotros?”, preguntó Carmen de repente. “¿No tiene otros conocidos?”
“Bueno… Dice que somos gente de fiar. De toda la vida.”
Algo en la voz de su marido la hizo girarse. Francisco evitaba su mirada, jugueteaba con el borde del mantel.
“Paco, ¿me estás diciendo toda la verdad?”
“¡Claro! ¿Qué iba a ocultarte?”
“No sé. Pero tengo la sensación de que te guardas algo.”
Francisco se quedó callado un momento, luego suspiró hondo.
“Vale. Hay un problemilla. El piso… pues no está exactamente en condiciones, digamos. Necesita reforma. Una reforma a fondo.”
“¿Qué tan a fondo?”
“Pues cambiar la fontanería, los cables. Quizá el suelo. El papel pintado, desde luego…”
“¡Paco!” Carmen volvió a sentarse. “¡Eso también cuesta un dineral! ¡Mucho dinero!”
“¡Pero luego viviremos como reyes! ¡Carmen, toda la vida soñé con un piso así! ¡En el centro, con techos altos, quizás con molduras! ¡Como en las películas antiguas! ¡Y ahora se nos da esta ocasión!”
Carmen miraba a Francisco y veía en sus ojos el mismo brillo que treinta años atrás, cuando la cortejaba. Entonces también hacía planes, le contaba cómo vivirían. Y ella se lo creyó. Se casó, se quedó embarazada, trabajó, ahorró en todo. Y él seguía soñando con algo más.
“Vale”, dijo al fin. “Pero con una condición. Primero vamos a ver el p
Aquella enorme soledad, que ya ni siquiera lograban compartir los dos, les hundía en un silencio amargo que jamás se rompió.