Se fue y se acercó más.

—¡No me vengas con sermones! —Marisa apretaba los puños en medio de la sala, su voz sonaba cortante—. ¡Treinta años a tu lado, treinta! ¿Y tú qué? Callado siempre, como un mueble.

Vicente levantó la vista lentamente del periódico, la miró. Su pelo canoso revuelto, la cara encendida por la ira. Sabía que se avecinaba otro broncón.

—Marisa, cálmate. Hablemos como personas.

—¡¿Como personas?! —exclamó ella, abriendo las manos en un gesto de impotencia—. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste conmigo así? ¿Que te interesó cómo estaba, qué me rondaba por la cabeza? ¡Contesta!

Vicente dobló el periódico, lo dejó con cuidado en la mesa. Se levantó y se acercó a la ventana. Tras el cristal, una llovizna de octubre mojaba las aceras, las hojas de un platanero iban amarilleando y caían una tras otra.

—Tienes razón —dijo bajito—. Hablo poco contigo.

—¡¿Poco?! —Marisa casi se ahogó con la indignación—. ¡Es que no hablas! Llegas del trabajo, comes en silencio, miras la tele. Yo te cuento que la vecina Leonor, que su nieto entró en la Universidad, y tú: “Ajá, bien”. Te digo que quiero ir al huerto a por tomates y tú: “Haz lo que te dé la gana”. ¿Soy una mujer o un bulto sin vida?

Vicente se volvió hacia ella. Las lágrimas asomaban en los ojos de Marisa, pero se contenían con terquedad.

—Perdona —dijo él—. No pensé que fuera tan importante para ti.

—¡No pensaste! —soltó una risa amarga—. ¿Y qué piensas de mí, Vicen? ¿Quién soy para ti? ¿La cocinera? ¿La que plancha? ¿O solo costumbre, como tus zapatillas viejas?

Intentó responder, pero Marisa ya había girado y caminaba hacia la puerta.

—Sabes qué, ni contestes. Ya lo tengo todo claro.

La puerta se cerró de golpe. Vicente se quedó solo en el salón, escuchando cómo su mujer andaba con fuerza por la cocina, dejando los cacharros con estruendo. Luego, allí también se hizo el silencio.

Volvió al sillón, cogió el periódico, pero no podía leer. Las letras se le borraban. Marisa tenía razón: se había apartado de ella. ¿Cuándo empezó? ¿Tras lo de su madre? ¿O antes, al hacerse jefe de sección y cocerse en su propia salsa con el curro?

Recordó cuando se vieron. Marisilla trabajaba en una librería de viejo en Valladolid, él entró a buscar un manual de electricidad. Su sonrisa fue tan luminosa que se le olvidó por qué iba. Se quedó mirándola hasta que ella le preguntó si necesitaba ayuda.

—Algo interesante —dijo él entonces—. ¿Qué me recomendaría?

—¿Qué género le va? —preguntó ella.

—Pues de todo. Técnico, novela negra, clásicos.

Marisa le extendió un libro de Baroja.

—Pruebe con esto. Habla de la vida, del carácter. Está muy bien escrito.

Vicente lo compró, pero no leyó a Baroja; pensó en la chica de ojos amables. Al día siguiente, volvió a la tienda.

—¿Le gustó? —preguntó Marisa.

—Mucho. ¿Me recomendaría algo más?

Así una semana. Iba comprando libros y buscando excusas para charlar. Al final reunió coraje para invitarla al cine.

—Echan la última de Berlanga —dijo—. ¿Quiere ir?

Marisa sonrió.

—Creí que no se animaría nunca.

Se casaron al año. Vicente recordaba su primer piso: un minúsculo estudio en las afueras. Marisa colgaba cortinas, él ponía estantes. Por las tardes, tomaban café en la cocina echando planes.

—Me encantaría tener dos crios —decía Marisa—. Niño y niña.

—Y yo una casa con jardín —respondía Vicente—. Para que tú cuidaras las flores y yo tuneara el coche en el garaje.

—Y que no riñéramos nunca —añadía ella.

—Nunca —asentía él, dándole un beso en la frente.

Pero los niños no llegaban. Los médicos encogían los hombros, decían “cosas que pasan, no se agobien, vivan por ustedes”. Marisa lloraba de noche, convencida de que él no la oía. Y él oía, pero no sabía cómo ayudarla, qué decir. Poco a poco dejaron de hablar de aquello. Y de todo, hablaban menos.

Vicente ascendía en el trabajo, Marisa se metió a bibliotecaria en el instituto. Compraron un piso de tres habitaciones, luego un huerto con casita. Marisa cuidaba sus geranios, él trasteaba con el coche en el garaje. Pero cada vez charlaban menos.

Allí, en el salón vacío, Vicente entendió: los dos tenían culpa. Él se encerró, y Marisa no supo romper ese silencio. Y el resultado era que, tras treinta años casados, se sentía extraño en su propia casa.

A la mañana, Marisa estaba fría y seria. Sirvió el desayuno callada, contestó con monosílabos. Vicente intentó hablarle.

—Marisa, ¿qué tal si vamos al huerto este finde? Te ayudo con las flores.

—No hace falta —replicó cortante—. Yo me apaño.

—¿O al teatro? Dicen que han puesto una obra nueva.

—Tengo cosas.

Vicente desistió. Todo el día en el curro pensó en ella, en lo que pasaba con ellos. Al salir compró un ramo de crisantemos —los prefería Marisa—. Subió, abrió con llave.

—¡Marisa, ya est
Y así, mientras compartían ese café de la mañana, prometieron en susurros no dejar jamás que el silencio volviera a robarse sus corazones.

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MagistrUm
Se fue y se acercó más.