La luz del atardecer se filtraba suavemente a través de las cortinas. Lucía colocó en la mesa dos platos con la cena y miró el reloj. Las ocho de la tarde. Javier había prometido llegar a las siete, pero sus promesas valían menos que nada en los últimos meses. Lucía llamó a su marido: el teléfono estaba fuera de cobertura. Suspiró y guardó uno de los platos en la nevera. Otra vez cenando sola.
Desde fuera, su familia parecía perfecta. Más de diez años juntos, una casa bonita, ingresos estables. Sus amigos los veían como la pareja ideal en comparación con sus propios problemas. Lo más extraño era que Lucía también lo había creído. Hasta hace poco.
Todo empezó como algo sin importancia. En febrero, Javier olvidó por primera vez en diez años su aniversario. Esa noche, Lucía le preguntó directamente:
—¿Sabes qué día es hoy?
—Miércoles —respondió Javier, sin levantar la vista del móvil.
Lucía no dijo nada, solo se fue, intentando calmar la inquietud que sentía.
Después notó que Javier llegaba más tarde cada día. A sus preguntas, respondía con monosílabos y evitaba su mirada: «Demasiado trabajo». Lucía quería entender, creía en el cansancio de su marido y cedía. Poco a poco, las cenas en solitario y la segunda ración en la nevera se volvieron algo normal.
A mediados de marzo, Lucía notó cambios en su aspecto: un corte de pelo nuevo, camisas caras, una colonia desconocida.
—¿Decidiste cambiar de look? —preguntó.
—En el trabajo exigen más formalidad —contestó Javier, pero en sus ojos Lucía vio el miedo de un niño que ha mentido.
Y luego llegó aquella noche. El móvil de Javier pitó mientras se duchaba. Lucía pasó por delante, pero el nombre del remitente llamó su atención:
«V».
Y un mensaje breve: «¿Hoy como siempre?»
No leyó más. Su intuición no la engañaba. Esa noche llamó a su amiga Elena, que le aconsejó: «O le preguntas de frente, o decides qué harás si te está engañando».
Abril trajo la claridad definitiva. Javier se volvió distante, educado y un completo extraño en casa. El miércoles en que todo se decidió, Lucía llegó antes del trabajo. Javier entró sobre las siete y, al verla, se quedó inmóvil.
—Tenemos que hablar —dijo con seriedad.
Lucía asintió.
—Me voy —afirmó él sin rodeos—. Hay otra mujer. La amo.
Así de simple. Tres frases cortas lo resumieron todo.
—¿Se llama Verónica? —preguntó Lucía.
Javier se estremeció.
—¿Desde cuándo?
—Unos tres meses —murmuró, mirando al vacío—. Lo siento, pero esto es real.
—Vale —dijo ella, levantándose—. Solo recuerda: no habrá vuelta atrás. Nunca. Puedes quedarte esta noche, pero mañana te vas.
Las lágrimas llegaron después, cuando ya era de noche. A la mañana siguiente, Javier recogió sus cosas y se marchó, dejando las llaves sobre la mesa. El piso parecía extrañamente vacío, pero Lucía sintió alivio. El aire se volvió más ligero.
Pasaron dos semanas. Lucía se sumergió en su trabajo. Todo cambió cuando se encontró con Daniel, un compañero de Javier.
—Hola, Daniel. ¿Qué tal está Javier?
—¿No lo sabes? Lo despidieron hace tres semanas. Arruinó un proyecto.
—Qué raro —comentó Lucía.
—El amor lo ciega, supongo. Verónica sabe cómo distraerlo —dijo Daniel.
—¿La conoces desde hace mucho? —preguntó Lucía.
—Desde la universidad —respondió él, y se calló al darse cuenta de que había dicho demasiado. Se despidió rápido y se fue.
La verdad llegó dos días después gracias a Nuria, la contable de la empresa.
—Fue una trampa, Lucía. Daniel quería el puesto de Javier. Verónica es su amiga de toda la vida. Lo envolvió para distraerlo y luego filtró documentos a la competencia. Javier fue el chivo expiatorio. Ahora Daniel es el jefe de departamento.
Esa misma noche, llamaron a la puerta. Era Javier, pálido y demacrado.
—Hola. ¿Puedo quedarme esta noche? No tengo a dónde ir.
Lucía lo dejó pasar en silencio.
—El sofá está libre.
A la mañana siguiente, él confesó: «Verónica me dejó en cuanto me despidieron. No tengo dinero».
—Verónica y Daniel. ¿Se conocían, verdad? —preguntó Lucía.
La mirada de Javier se volvió vacía.
—Lo sabes. Me tendieron una trampa. Yo mismo lo arruiné todo.
—Puedes quedarte. En el sofá. Pero no creas que lo he olvidado o perdonado.
Así continuaron. Javier dormía en el salón, Lucía en el dormitorio. Él no se inmiscuía, limpiaba, cocinaba y arreglaba cosas en silencio. Había cambiado por completo.
Pasaron dos meses. Javier encontró un trabajo menos prestigioso. Lucía se apuntó a un curso de fotografía y empezó a hacer yoga. Una tarde, él llegó con una caja. Dentro había su postre favorito.
—Gracias —dijo Lucía—. No creas que volvemos a lo de antes. Simplemente me gusta.
—Lo sé —respondió él—. No espero nada.
Una semana después, Lucía preparó la cena para los dos. Fue la primera vez en mucho tiempo que comieron juntos. El dolor empezaba a atenuarse. Pasó otro mes. Una noche, sentada en el balcón, Javier se acercó.
—Sigo pensando —dijo— si podré recuperar tu confianza algún día.
Lucía guardó silencio un momento.
—No lo sé. La confianza es difícil de reconstruir. Quizá sea imposible. Pero ya no quiero vivir en el pasado.
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir que no prometo nada —lo interrumpió—. Tal vez algún día pueda perdonar. O no. Pero ahora la decisión es solo mía.
De pronto, Lucía sintió algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo: una firmeza interna. Estaba parada sobre sus propios pies. Ese sentimiento valía todo el dolor pasado. Fuera lo que fuera lo que viniera después, ella seguiría siendo fiel a sí misma. A la nueva versión que había encontrado tras la pérdida y el dolor. Y eso era lo que importaba.