Hace muchos años, en un día como cualquier otro, Carmen fue a visitar a su amiga Lola. Se conocían desde la universidad, y aquel día era el cumpleaños de Lola. Todo era maravilloso, perfecto, simplemente increíble. Una gran casa en Madrid, con cuatro amplias habitaciones.
En el salón, la mesa rebosaba de manjares: quesos curados que brillaban como oro, jamón serrano con sus vetas blancas de grasa, pescado al horno y carne asada en la parrilla, ¡estrenaban el horno nuevo! Tomates aliñados, coles crujientes con ajo, dulces y pasteles… No era una mesa, parecía un bodegón de Zurbarán.
Los invitados eran gente noble. Familia y compañeros de trabajo. Todos brindaban con sinceridad, lanzando palabras de felicitación. La música sonaba de fondo, discretamente. Por las estanterías, figuritas de porcelana; en las ventanas, cortinas bordadas; y en el suelo, una alfombra de vivos colores que amortiguaba los pasos. Todos comían con gusto.
El marido de Lola le regaló un anillo de brillantes. ¡Era un día especial, cincuenta años! Los hijos la felicitaron con cariño, y el nieto pequeño le dio un beso a su abuela. Había espacio para todos. Todos estaban felices, contentos.
Luego, incluso bailaron. Los anfitriones habían despejado una habitación para ello. Los invitados, animados por la comida y el vino, danzaron al ritmo de canciones de su juventud. Y un hombre apuesto, compañero del marido de Lola, invitó a Carmen a bailar.
Ella bailó. Las mejillas enrojecidas, el pelo alborotado. Bailó como en sus tiempos mozos. El hombre sonreía, le hacía cumplidos, nada fuera de lugar. Era agradable escuchar palabras amables.
Pero entonces, Carmen miró el reloj y despertó de aquel sueño. Debía volver a casa. No andar, correr. Ya era tarde. Tenía que darle las medicinas a su suegra, bañarla, su marido solo no podría. Y había que preparar la cena para el día siguiente. Carmen trabajaba por la tarde, pero la mañana estaba llena de obligaciones. Luego llegaría su marido, agobiado también. Cuando hay un enfermo en casa, el trabajo nunca termina.
Y no había dinero. Su marido había perdido el trabajo, la editorial donde trabajaba cerró. Ahora tenía un empleo temporal, mal pagado. Había que pagar el préstamo, el negocio de su hijo había quebrado. Y también visitar a su nuera en el hospital, llevaba dos semanas ingresada con el bebé.
La suegra quedaría con la cuidadora. Pero, ¿saben cuánto cobra una cuidadora por hora? Pues eso. Hacía falta dinero. Y por la noche, Carmen tendría que trabajar en el ordenador, para poder pagar esas horas de ayuda…
Los pensamientos le asaltaron como una ráfaga. Carmen se vistió deprisa, nadie la retuvo. La fiesta continuaba. Lola la abrazó al despedirse. Siempre la ayudaba, pero tenía su propia vida, su propia alegría. Su marido. Sus hijos. Y Carmen debía regresar a su hogar. A su realidad.
Salió a la calle, donde una lluvia fría y despiadada la recibió. Por un instante, le tentó la idea de volver. Regresar a aquella casa cálida, donde la mesa estaba puesta, la música sonaba y todos eran amables y sinceros.
Donde podía hablarse de cine, de recuerdos felices, de anécdotas de juventud. Reírse de chistes sin peso. O bailar un vals lento con un hombre que le sonreía.
Pero Carmen subió al autobús frío que la llevaría a casa. Y al entrar en su pequeño piso, el olor a enfermedad la recibió. Por más que limpiara, ese olor no desaparecía. El olor de la desgracia, difícil de describir, pero ahí estaba. Y también el de la leche quemada, otra vez su marido no la vigiló. Luego costaría limpiar la olla…
Su marido, cansado y envejecido, le contó desde la puerta lo que el médico había dicho de su madre. Y de él mismo. Había que pedir cita con otro especialista, los análisis no eran buenos.
El piso le pareció oscuro, pequeño, cargado de enfermedad, pobreza y mala suerte. Su marido, ya canoso, parecía un anciano. Y una bombilla se había fundido, dejando la casa más oscura. Por todas partes, cajas de medicinas, paquetes de sábanas y pañales, y una bolsa con los usados que debía tirar…
El contraste con aquella casa ajena, llena de felicidad, fue tan fuerte que a Carmen le tembló la voz. Tragó amargo, sonrió, abrazó a su marido.
—Gracias por dejarme ir a casa de Lola. Lo pasé bien, descansé. Prepara el baño, vamos a asear a tu madre. ¿Le diste de comer? ¿Sus pastillas? ¿Y tú tomaste las tuyas?
Y se puso a trabajar. Así era la vida. Había que vivirla, luchar, limpiar, esforzarse. Era solo la vida. Y los seres queridos, sin los que no podía vivir. Había que mejorar lo que tenían, sin compararse con los demás. Cumplir con el deber. Amar. Salvar a los suyos, eso era todo.
Así pensó Carmen. Y su marido cambió la bombilla, iluminando la estancia. El piso pareció más amplio. Su pobre suegra se durmió: tal vez la noche sería tranquila. Todavía quedaban fuerzas para trabajar un poco más. Fuerzas para los suyos.
Cuando Lola le escribió preguntando si podía pasar su número a aquel hombre simpático, Carmen envió un emoticono sonriente y un firme «No». Le agradeció la fiesta. El calor. El descanso. La amistad. Y Lola lo entendió. Solo lo preguntaba.
A veces la vida nos tienta, ofreciendo dulzura en lugar de la carga habitual. Pero seguimos volviendo a los nuestros. A nuestra vida. Hacemos lo que debemos. Aunque estemos cansados. Aunque queramos quedarnos donde hay alegría. Pero volvemos. El amor nos devuelve a los nuestros y no nos deja escapar.
A pesar de las tentaciones.