La mujer llegó a casa de su amiga, con quien compartió años de universidad. Era el cumpleaños de su amiga, y todo era maravilloso, alegre, simplemente perfecto. Un piso amplio, cuatro habitaciones espaciosas.
En el salón, la mesa estaba repleta de manjares: ¡qué variedad! Un queso curado que derretía lágrimas doradas, auténtico y de buena calidad, con sus agujeritos. Jamón serrano de primera, veteado con finas hebras de grasa. Pescado al horno, carne asada al espetón —estrenaban el horno nuevo—. Tomates en conserva, crujiente col fermentada con ajo, dulces, pasteles… No era una mesa, era un bodegón flamenco.
Los invitados eran encantadores: familiares y compañeros de trabajo. Todos felicitaban con sinceridad, brindaban con cariño. La música sonaba suave de fondo. Estatuillas de porcelana en las estanterías, cortinas elegantes en las ventanas, una alfombra floral bajo los pies que amortiguaba los pasos… Todos comieron con gusto.
El marido de la amiga le regaló a su esposa un anillo delicado con un brillantito. ¡Era una fecha especial, cincuenta años! Los hijos felicitaron a su madre con cariño. El nieto pequeño le dio un beso a la abuela… Había espacio para todos, y todos estaban contentos, felices.
Luego incluso bailaron. Los anfitriones habían despejado una habitación para ello. Los invitados, animados por la comida y el vino, movían lentamente los pies al ritmo de las canciones de su juventud. Y a Dácil también la sacó a bailar un hombre simpático, compañero del marido de la cumpleañera.
Dácil bailó. Se sonrojó, el pelo se le despeinó un poco —bailaba con gracia, como en sus años jóvenes—. El hombre sonreía, le hacía cumplidos. Nada fuera de lugar, solo palabras bonitas que eran agradables de escuchar.
Pero entonces Dácil miró el reloj y volvió a la realidad. Debía irse a casa. No irse, ¡correr! Ya era tarde. Tenía que darle la medicación a su suegra, bañarla, su marido no podía solo. Y cocinar para el día siguiente: mañana trabajaba por la tarde, pero por la mañana había mil cosas que hacer. Luego llegaría su marido, también agobiado por sus responsabilidades. Cuando hay un enfermo en casa, nunca faltan las tareas. Y no terminan.
Y faltaba dinero. Su marido había perdido el trabajo, la editorial cerró. Por ahora, apenas ganaba algo con empleos temporales. Había que pagar un préstamo, el negocio de su hijo había quebrado. Y visitar a su nuera en el hospital, llevaba dos semanas ingresada con el bebé.
La suegra se quedaría con la cuidadora. ¿Y sabes lo que cobra una cuidadora por hora? Exacto. Hacía falta dinero. Y por la noche tendría que sentarse frente al ordenador, trabajar un poco más, para poder pagar esas horas de cuidados…
Estos pensamientos invadieron su mente. Dácil se vistió rápido —nadie la retuvo—. La fiesta seguía. Su amiga la abrazó al despedirse. ¡Siempre la ayudaba! Pero tenía su propia vida, su celebración. Su marido. Sus hijos. Y Dácil debía volver a su casa, a su vida.
Caminó hacia la parada del autobús bajo una lluvia fría que la sacudió de golpe. Por un instante, pensó en regresar. Volver al calor de ese lugar donde la mesa seguía puesta, donde la música seguía sonando, donde todos eran tan amables y sinceros.
Donde se podía hablar de películas, no de enfermedades ni de dinero. Recordar anécdotas divertidas de la juventud. Reírse de chistes. Bailar despacio, con una melodía suave, en brazos de alguien agradable…
Pero Dácil subió al autobús frío que la llevaba a casa. Al llegar, el olor a enfermedad la recibió en su pequeño piso. Por mucho que limpiara, ese olor nunca desaparecía. Un aroma a desgracia —difícil de describir—, pero ahí estaba. También olía a avena quemada, otra vez se le pasó vigilando la olla. Después costaría limpiarla…
Su marido, cansado, le contó desde la entrada lo que el médico había recetado para su madre. Y para él. Había que pedir cita con otro especialista, los análisis no eran buenos.
El piso le pareció oscuro, pequeño, impregnado de enfermedad, pobreza y mala suerte. Su marido, envejecido, con canas —parecía un anciano—. Y una bombilla de la lámpara se había fundido. Había menos luz. Cajas de medicamentos por todas partes, paquetes de sábanas y pañales nuevos, una bolsa grande con los usados que había que tirar…
El contraste con aquel hogar ajeno, lleno de felicidad, fue tan brutal que Dácil apenas logró contener las lágrimas. Un nudo le apretó la garganta.
Lo tragó. Sonrió. Abrazó a su marido. Le dijo: “Gracias por dejarme salir con Feli. Lo pasamos genial, descansé un poco. Prepara el agua, bañaremos a tu madre. ¿Le diste de comer? ¿La medicación? ¿Y tú tomaste la tuya?”…
Y se puso manos a la obra. Así era la vida. Había que seguir adelante. Había que trabajar, luchar, limpiar, cocinar, ganarse el pan. Así era vivir. Con los suyos, sin los cuales no podía ser. Y mejorar lo que tenían. Sin compararse demasiado con los demás. Cumplir con su deber. Amar. Cuidar de los suyos, eso era todo.
Eso pensaba Dácil. Mientras su marido cambiaba la bombilla, y la luz volvía. El piso pareció agrandarse, más amplio. La pobre enferma se durmió, lo que significaba una noche tranquila. Aún podía trabajar un poco más. Le quedaban fuerzas. Para los suyos, siempre quedaban fuerzas.
Cuando su amiga le escribió preguntándole si podía dar su número a aquel hombre simpático, Dácil envió un emoji sonriente y un firme “¡No!”. Y le agradeció la fiesta. El calor. El descanso. La amistad y el cariño. Su amiga lo entendió. Solo era una pregunta.
A veces la vida nos tienta, ofreciéndonos algo dulce en lugar de la rutina agotadora. Pero al final, volvemos a los nuestros. A nuestra vida. Y hacemos lo que debemos. Aunque estemos cansados. Aunque a veces queramos quedarnos donde hay luz y risas. Pero regreamos. El amor nos devuelve a los nuestros —y no nos deja escapar, irnos—.
A pesar de los cantos de sirena de la vida.