Carmen se sentaba al lado de la ventana observando el tráfico callejero. Los autobuses chirriaban al frenar de manera idéntica, los transeúntes se apresuraban hacia sus compromisos, mientras ella seguía dándole vueltas a lo mismo: aquella carta recibida el día anterior. El sobre negro con ribetes dorados llevaba veinticuatro horas sobre la mesa de la cocina, pero aún no hallaba el valor para abrirlo.
—Mamá, ¿por qué estás ahí como un poste? —David entró como un vendaval, lanzando su mochila a un rincón—. ¿Otra vez triste? Mejor vamos a comer, que tengo más hambre que un gamo.
—Come, come —suspiró Carmen sin apartar los ojos de la calle—. Hay croquetas en el frigorífico, caliéntalas en el microondas.
Su hijo se detuvo en mitad de la sala, observándola con atención. Algo en su postura le resultó extraño, demasiado rígida.
—¿Qué pasa? —David se aproximó—. Te veo… no sé, rara.
—Nada importante —Carmen le miró—. Solo me llegó una carta. Dudé si abrirla o no.
—¿Qué carta? ¿De quién?
—De un notario. Desde Madrid.
David frunció el ceño. Las cartas de notarios rara vez traían buenas noticias: deudas, pleitos o algún quebranto.
—¿Y qué podría decir? —preguntó cauteloso.
—Quién sabe. A lo mejor la tía Clara dejó algo. Vivía sus últimos años en Madrid, tenía un piso. Pero ni hablábamos, hace casi diez años ya.
Carmen se levantó y entró en la cocina. La carta seguía en su sitio, burlándose de su indecisión.
—Mamá, ¿por qué no la abrimos? —David cogió el sobre—. ¿Acaso es peor saber la verdad?
—Lo peor siempre puede pasar —refunfuñó ella—. Quizás hay obligaciones, sus deudas… No quiero problemas.
—¿Y si es algo bueno? —David estaba a punto de rasgarlo cuando ella le detuvo con un gesto.
—Espera. Déjame reflexionar.
Aunque poco había que pensar. Clara, prima hermana de Carmen, crecieron juntas en el mismo barrio, pero sus vidas divergieron. Clara marchó a la capital tras la universidad, se casó, trabajó en un centro de investigación. Sin hijos, viuda hacía años. Carmen permaneció en Toledo, crió a David, enviudó joven y trabajó de educadora infantil.
La última vez fue en el funeral del abuelo, diez años atrás. Entonces Clara le pareció una señora ajena, ataviada con un costoso abrigo, mirando con condescendencia a los parientes provincianos.
—Bueno, ábrela —decidió finalmente Carmen—. Pero si es malo, ya te avisé.
David abrió el sobre con cuidado. Sus ojos recorrieron los folios y silbó sorprendido.
—Mamá, aquí dice que la tía Clara te dejó un piso en Madrid.
—¿Qué? —Carmen estuvo a punto de soltar la taza de té—. ¿Qué piso?
—De dos habitaciones, cerca de Chamberí. Y también hay una cuenta bancaria… —David volvió las páginas con ojos cada vez más abiertos—. Mamá, hay una cantidad importante.
Carmen se desplomó en una silla; sus piernas parecían de trapo.
—No puede ser. Si apenas nos tratábamos. ¿Por qué me dejó esto?
—Aquí hay una nota escrita a mano. —David pasó a su madre un papel doblado.
«Carmencita, si lees esto, ya no estoy. Sé que nos apartamos, y mucho fue mi culpa. Siempre pensé que tenía tiempo para arreglar las cosas con mi familia. Pero el tiempo acaba sin avisar. Quiero que este piso sea tuyo. Siempre fuiste generosa, viviste por los demás. Es hora de pensar en ti. Con cariño, Clara.»
Carmen leyó la nota varias veces, incrédula. Lágrimas rodaron solitarias por sus mejillas.
—¿Entonces qué? —musitó—. Murió y yo ni siquiera lo supe. Ni al funeral fui…
—Mamá, no te culpes. ¿Cómo ibas a saber? —David le rodeó los hombros
Y allí, mientras la tarde dorada se fundía en el crepúsculo sobre el parque del Retiro, Elena abrazó la verdad de que la valentía para abrir puertas cerradas siempre trae una nueva luz al corazón.