Las amigas tenían madres jóvenes y guapas, pero yo no. La mía parecía más una abuela, y eso me dolía mucho.
—Lucía, ¡Lucía! ¡Ahí viene tu abuela a buscarte! —Lucía asomó la cabeza al pasillo y frunció el ceño— junto a la pared estaba su madre.
—Mamá, ¿por qué vienes a recogerme? Ya puedo volver sola, ¿sabes? No soy una niña pequeña —dijo Lucía, mirando enfadada a su madre.
—Cariño, ya está oscuro. No es seguro que las chicas caminen solas de noche —se justificó la madre.
—Mamá, ¡qué noche ni qué noche! Son las siete de la tarde y vivimos a dos pasos. Ya soy mayor, casi tengo trece años —la niña agarró su mochila y salió corriendo de la escuela de música.
…Lucía nació cuando sus padres ya habían perdido toda esperanza. El primer aviso de que Marta esperaba un bebé la pilló por sorpresa cuando ella y su marido estaban a punto de salir a casa de unos amigos.
—Juan… No me encuentro bien… Me duele el estómago, estoy débil. A lo mejor he comido algo en mal estado… Voy a tumbarme un rato. Ve tú sin mí si quieres… Pero claro, él no fue sin ella.
Pasó dos días en cama, tratándose con remedios caseros— lavados de estómago, infusiones, ayuno… Pero no mejoraba, y al tercer día, su marido, a pesar de sus débiles protestas, llamó al médico.
El enfermero la auscultó con atención, le golpeó la espalda, le miró la garganta. Le tomó la temperatura y le hizo preguntas que a ella le parecieron raras, como si no vinieran al caso. Incluso la miró con cierta sospecha, como si no se lo tomara en serio. Marta estuvo a punto de estallar y llamarle la atención por su falta de profesionalidad, pero no tenía fuerzas…
A la mañana siguiente, siguiendo el consejo del médico, fueron al ginecólogo.
Juan se quedó en el pasillo, nervioso, caminando de un lado a otro… Cuando Marta salió, se asustó al ver su expresión. Su rostro tenía algo extraño. Primero sonrió con los labios temblorosos, y después, sin razón aparente, rompió a llorar mientras le tendía un papel. Él lo cogió con miedo, temiendo leer algo horrible…
—Juan… Juanito… Vamos a tener un bebé —dijo Marta entre lágrimas, tapándose la cara con las manos. Él la abrazó y se quedó callado, aturdido por la noticia, sin creer lo que oía y con miedo de romper aquel momento mágico…
Tenían cuarenta y dos años. Marta dio a luz casi a los cuarenta y tres, y era la mujer más mayor de todo el hospital. Las enfermeras, entre ellas, la llamaban “la señora mayor de la habitación ocho”…
En la fecha prevista, Marta tuvo a una niña. Para sorpresa de los médicos y de ella misma, el parto fue fácil, sin complicaciones. Más sencillo que el de muchas madres jóvenes. La bebé era grande, sana y llorona.
Cuando Lucía era pequeña, no veía diferencia entre su madre y la de su amiga Sara. Una madre era una madre. Pero al crecer, y no era tonta, escuchó por primera vez la cruda realidad en la guardería.
—Mamá, mamá, la mamá de Lucía es vieja y se va a morir pronto. Los viejos se mueren, ¿verdad? —dijo Pablo, un niño de su clase.
Lucía, sin pensarlo dos veces, le dio un golpe en la cabeza con un muñeco. Menos mal que era de plástico. Solo le dejó un chichón, pero la madre de Pablo armó un escándalo en toda la guardería.
—¡Tener hijos a su edad! A ella ya no le toca pedir la pensión, sino criar a una hija, ¡como si no tuviera bastante! ¡Y encima no saben educarla! ¡Voy a poner una queja! ¡Que vengan los servicios sociales! —gritaba la madre de Pablo, secándole la nariz a su hijo mientras lloraba.
En casa, Lucía tuvo una seria conversación con sus padres. Pero desde entonces, empezó a pegarle a Pablo y a cualquiera que dijera algo parecido. Aunque también se dio cuenta de que había algo de verdad en sus palabras, y sin darse cuenta, comenzó a avergonzarse de sus padres…
Lucía creció y fue al colegio. Las reuniones de padres eran un suplicio. Temía que la profesora se dirigiera a ellos por cualquier razón. Se imaginaba a su madre, ruborizada, o a su padre canoso, incómodo… Pero esto también le sirvió. Nunca dio motivos para que la regañaran y sacaba excelentes notas.
Claro que sus padres eran maravillosos, los mejores del mundo. Los quería con toda su alma. Pero ¡cuánto deseaba que su madre luciera como la de Laura, que parecía más su hermana mayor! O que su padre fuera como el de Mario, con sus pantalones de cuero y su coche deportivo.
Pero no… Sus padres no eran jóvenes, ni modernos. A su madre no le gustaba arreglarse. Prefería un libro a unos tacones. Su padre adoraba su viejo Seat, pasaba los fines de semana en el taller, “perfeccionándolo”, como él decía… También le encantaba la filosofía, leía novelas históricas, debatía de política y hacía la mejor escabeche de berenjenas del mundo.
Lucía creció, terminó el instituto y entró en la facultad de medicina. Su hábito de estudiar duro dio frutos. Se licenció con matrícula y empezó la residencia en un hospital cercano. Le encantaba su trabajo, sobre todo porque su tutor le hizo amar la odontología. Su padre, riéndose, la llamaba “la generala de las sonrisas blancas”.
Un día, mientras asistía al dentista, entró un chico quejándose de dolor de muelas. Resultó que se la había roto comiendo nueces. Estaba avergonzado por la presencia de Lucía, pero todo salió bien y se resolvió el problema. Al salir del trabajo, se lo encontró esperándola a la puerta…
—Hola otra vez, doctora manos de oro. Averigüé tu hora de salida y quise esperarte. ¿Te molesta? —Daniel, que así se llamaba, le entregó un ramo de rosas.
Lucía se sonrojó, pero desde el primer momento en la clínica le había gustado. Caminaron despacio hacia su casa, charlando. Sintió como si lo conociera de toda la vida. Cada palabra suya resonaba en ella… Se sintió tan a gusto que, al llegar a su portal, ninguno quería separarse.
Empezaron a salir y, un mes después, Daniel le propuso matrimonio. La presentó a sus padres, gente amable y encantadora. Su madre era profesora de infantil, su padre ingeniero…
Para Lucía llegó el momento que siempre había temido y esperado: presentar a Daniel ante sus padres.
—Mamá, papá, tengo que deciros algo… Tengo novio y me ha pedido que me case con él… Y he dicho que sí. Quiero invitarlo el domingo a comer. ¿Os parece bien? —soltó de golpe, temiendo su reacción.
—Lucía, nunca nos habías dicho que tenías novio… ¿Por qué no nos lo presentaste antes? ¿Y no es demasiado pronto para casarte? —su madre la miró sorprendida.
—Marta, por Dios, cálmate. Si no nos lo presentó, sería por algo. ¿Demasiado pronto? ¡Nuestra hija ya tiene casi veinticuatro! Tú a su edad ya estabas casada conmigo. Lucía, no hagas caso a tu madre, lo ha dicho sin pensar. ¡Por supuesto que venga, encantados de conocerlo! —su padre la abrazó y le dio un beso en la frente.
—Lucita, hija mía, claro que traigas a tu chico. Dios mío, qué alegría… Qué felicidad… —Marta sacó un pañuelo y se secó las lMientras Lucía abrazaba a sus padres esa noche, comprendió que la verdadera felicidad no está en las apariencias, sino en el amor que tejen los años y los momentos compartidos.







