La tercera habitación no es para invitados
—¡No te atrevas a entrar ahí! —gritó Valentina mientras salía de la cocina con las manos mojadas—. ¡Cuántas veces te lo tengo que decir!
Diego, de diez años, se quedó inmóvil frente a la puerta entreabierta y miró a su abuela con desconcierto y un dejo de tristeza.
—Abuela, ¿qué hay ahí dentro? Solo quería echar un vistazo…
—¡Nada! ¡Solo polvo! —Valentina cerró la puerta con firmeza y giró la llave—. Mejor ve a ver los dibujos o juega con tus legos.
Diego se encogió de hombros y se marchó al salón, pero Valentina notó cómo su mirada volvía una y otra vez hacia la puerta misteriosa. Suspiró y guardó la llave en el bolsillo de su delantal. Otra vez lo mismo. Cada vez que el niño venía de visita, la historia se repetía.
—Mamá, ¿por qué lo asustas así? —Laura salió del baño, secándose el pelo con una toalla—. Es un niño, es normal que sienta curiosidad.
—¿Y tú no la sientes? —replicó Valentina con brusquedad.
Laura se detuvo en seco. La toalla quedó suspendida en el aire.
—A mí… a mí me va bien así, mamá. ¿Para qué remover el pasado?
—Exacto. Y Diego tampoco necesita saber. Mejor que juegue al aire libre en vez de husmear donde no debe.
Laura calló. Conocía ese tono. Sabía que discutir era inútil. Era mejor distraer al niño con otra cosa.
Valentina regresó a la cocina y encendió el hervidor. Las manos le temblaban al sacar las tazas del armario. Veinte años habían pasado, y aún así, el corazón se le encogía al pensar en aquella habitación. En lo que guardaba dentro.
Por la tarde, Diego se tumbó en el sofá con su tablet, Laura leyó un libro en el sillón. Valentina fregaba los platos sin perder de vista a su nieto. El chico era listo, muy observador. Demasiado.
—Abuela —preguntó Diego sin levantar la vista de la pantalla—, ¿por qué tienes un piso de tres habitaciones si solo usáis dos?
El plato se le escapó de las manos y resonó contra el fregadero.
—¿Cómo sabes que el piso tiene tres habitaciones? —preguntó con cautela.
—¡No soy ciego! Sé contar puertas. Ahí está tu dormitorio, el salón donde duermo yo, y esa otra que siempre está cerrada.
Laura alzó la vista del libro y miró a su madre. Valentina les daba la espalda, los hombros tensos.
—Ahí… ahí guardo cosas viejas —dijo en voz baja—. Nada que te interese.
—¿Puedo ver? Prometo no romper nada.
—¡No! —se giró de golpe—. ¡Y no me lo vuelvas a pedir!
Diego se sobresaltó. Hasta Laura arqueó las cejas, sorprendida.
—Mamá, ¿qué te pasa? —se levantó—. Nunca le gritas así a Diego.
Valentina se apoyó en el fregadero y se pasó una mano por el rostro.
—Perdona, cariño. Es que… estoy muy cansada hoy. No te enfades con la abuela.
Diego asintió, pero la confusión no desapareció de sus ojos. Listo el chico. Demasiado listo.
Esa noche, cuando Diego se durmió, Laura se sentó con su madre en la cocina.
—Mamá, ¿no crees que ya es hora?
—¿Hora de qué?
—De… ordenar esa habitación. Han pasado veinte años. Papá ya no está, y tú sigues…
—¡Ni lo sueñes! —Valentina se levantó tan rápido que la silla cayó al suelo—. ¡No te atrevas a entrar ahí!
—Mamá, cálmate, por favor. Solo pienso que no es sano vivir así. Te haces daño sola.
Valentina recogió la silla y volvió a sentarse. Las manos le temblaban de nuevo.
—No me hago daño. Es solo que… me da paz saber que todo sigue en su sitio. Que nada ha sido tocado.
—Pero Diego está creciendo. Pronto necesitará su propia habitación cuando venga. ¿Y qué, siempre lo dejarás dormir en el sofá?
—Aún hay tiempo. Todavía es pequeño.
Laura suspiró. Ella recordaba esa habitación. Recordaba cómo era veinte años atrás, la última vez que había entrado. El escritorio junto a la ventana, las estanterías llenas de libros, la cama estrecha. Y por todas partes, rastros de una vida que se había truncado demasiado pronto.
—¿Te acuerdas de cómo se enfadaba contigo? —dijo Laura en voz baja—. Cuando le ordenabas la habitación. Gritaba que tenía su propio sistema, que no tocara nada.
Valentina sonrió entre lágrimas.
—Lo recuerdo. Tan independiente. Todo lo hacía solo, no dejaba que nadie le ayudara. Incluso llevaba su plato sucio a la cocina. Decía que un hombre debía recoger lo suyo.
—Solo tenía diecisiete años, mamá.
—Sí, solo diecisiete… Y parecía tan maduro. Sabía de todo. ¿Te acuerdas de cómo discutía con su padre de política? Podía hablar durante horas, sacando datos y cifras…
Laura asintió. Recordaba a su hermano pequeño, su risa, su terquedad, sus sueños. Recordaba cómo planeaba entrar en la universidad, cómo imaginaba su futuro.
—A veces sueño que solo se fue de viaje —susurró Valentina—. Que mañana volverá a casa, abrirá su habitación y dirá: «Mamá, ¿por qué cerraste la puerta? Me dejé las llaves dentro».
—Mamá…
—Lo sé, lo sé, son tonterías. Pero me ayuda pensar que está en un viaje largo. Y cuando vuelva, todo será como antes.
Laura le tomó la mano.
—No va a volver, mamá. Y esa habitación no lo traerá de vuelta.
—¿Entonces qué lo hará? —Valentina sollozó—. ¿Qué me hará olvidar cómo estaba en el hospital? ¿Cómo los médicos movían la cabeza? ¿Cómo le rogaba a Dios, prometiéndole cualquier cosa con tal de que mi hijo viviera?
Laura calló. ¿Qué se podía decir? El accidente había sido absurdo. Ricardo cruzaba la calle, el conductor no lo vio en la oscuridad. El chico estuvo tres días en coma sin recuperar la conciencia.
—¿Recuerdas —dijo Valentina de pronto— cómo me enseñó a hacer empanadillas? Decía que no las cerraba bien, que se abrirían al cocer. Se ponía a mi lado, todo serio, con los brazos llenos de harina.
—Lo recuerdo. Y siempre se olvidaba de apagar la luz de su cuarto. Tú le regañabas, y él decía que volvería más tarde.
—Sí, lo decía… Y yo le creía. Pensaba que teníamos tanto tiempo por delante. Que crecería, se casaría, tendría hijos. Y yo sería abuela, los mimaría…
Permanecieron en silencio, cada una perdida en sus pensamientos. Fuera ya había anochecido, y en la cocina solo brillaba la lámpara sobre la mesa.
—Diego se parece mucho a él —dijo Laura de repente.
—Sí, mucho. Igual de testarudo, igual de curioso. Con la misma mirada inteligente.
—¿Por eso a veces te duele mirarlo?
Valentina reflexionó.
—No me duele. Es raro. Como si el tiempo diera marcha atrás. Como si Ricardo volviera a tener diez años y me hiciera mil preguntas al día.
—¿Nunca has pensado que Diego también merece esos recuerdos? Ni siquiera sabe que tuvo unValentina miró a su nieto, que ahora se reía con una de las historias de Ricardo, y sintió que, por primera vez en veinte años, su hijo volvía a vivir en sus recuerdos y en el corazón de su familia.