Nina Martínez permanecía junto a la ventana, con la palma de la mano apoyada en el cristal, observando cómo el portero, Antonio, barría las últimas hojas amarillas del otoño. Octubre había sido lluvioso, y en su corazón también reinaba la misma grisura y humedad.
“Mamá, ¿otra vez en la ventana?”, entró Laura, su hija, rozando los cuarenta años. “¿Quieres un café?”
“Sí, gracias”, respondió Nina sin girarse. “Lauri, ¿sabes qué hay en el trastero que no para de golpear? Ayer por la noche lo oí, y esta mañana otra vez.”
Laura frunció el ceño mientras colocaba la cafetera al fuego.
“Será un ratón. O las tuberías, que son viejas. Mamá, no te inventes cosas. Este edificio se construyó en los sesenta, todo cruje aquí.”
“No, no es un ratón. Los ratones hacen otro ruido. Esto son golpes, como si alguien estuviera dentro.” Nina se volvió hacia su hija. “¿Vamos a mirar?”
“¡Pero si lo comprobamos ayer! Solo hay tus cosas viejas, las herramientas de papá y los tarros de conserva. Nada más. Estás nerviosa desde que saliste del hospital.”
Nina suspiró hondo. Hacía un mes la habían ingresado por el corazón, y desde entonces Laura no se separaba de ella, como una gallina sobre sus polluelos. Había dejado su piso para mudarse temporalmente e incluso se había cogido una excedencia. Pero Nina se sentía una carga.
“Lauri, ¿por qué no vuelves a casa? Ya estoy bien. Y a Javier le estarás haciendo falta.”
“Javier puede esperar. Pero si te pasara algo, no me lo perdonaría.” Laura sirvió el café humeante. “Tómatelo, que se enfría.”
Se sentaron a la mesa de la cocina cuando, de nuevo, resonaron los golpes. Claros, rítmicos: uno, dos, tres… pausa, y otra vez.
“¿Lo oyes?” Nina agarró el brazo de Laura. “Ahí está otra vez.”
Laura escuchó atenta. Los golpes se repitieron.
“Vamos a ver”, dijo, levantándose con decisión.
El trastero era un cuartucho estrecho detrás de la cocina, repleto de cachivaches. Laura encendió la bombilla y escudriñó alrededor. Estantes con tarros, cajas polvorientas, la caja de herramientas de su padre… Todo en su sitio.
“No hay nada”, aseguró.
“¿Y eso qué es?” Nina señaló una cajita de madera oscura, con refuerzos de latón, que no reconocía.
Laura se acercó. La caja era antigua, con extraños grabados que parecían runas en la tapa.
“¿De dónde ha salido esto? No la recuerdo”, murmuró Laura.
“Yo tampoco. Qué raro…” Nina alargó la mano, pero su hija la frenó.
“No la toques. Quizá la dejó algún vecino. Preguntémosle a Antonio; él sabe todo lo que pasa en el edificio.”
Salieron del trastero, pero Nina no podía evitar volver la mirada. Algo la inquietaba. Los golpes habían cesado desde que entraron.
Esa noche, Laura llamó a su marido.
“Javi, ¿qué tal? Creo que me quedaré un par de días más. Mamá está alterada. Dice que algo golpea en el trastero. Hemos encontrado una caja rara.”
“¿No será por el infarto? A veces la gente tiene alucinaciones después.”
“No son alucinaciones. Yo también la he oído. Y la caja está allí, la he visto. Mañana le pregunto al portero.”
“Lauri… ¿no la habéis abierto?”
“No. Mamá dijo que no la tocáramos. Da mala espina.”
“Hacéis bien. Mejor prevenir…”
A la mañana siguiente, Nina despertó sobresaltada. Los golpes eran más fuertes, más exigentes. Como si alguien reclamara atención. Se puso la bata y salió al pasillo. Laura aún dormía en el sofá.
El ruido era ensordecedor. Nina se acercó a la puerta del trastero y apoyó el oído. Procedía del interior, del fondo, del mismo estante.
“¿Quién está ahí?”, susurró.
Silencio. Entonces, un golpe seco, contundente.
Nina retrocedió, con el corazón en un puño. Corrió a despertar a Laura.
“¡Lauri! ¡Despierta!”
“¿Qué pasa, mamá?”
“¡Contestó! Pregunté quién era y golpeó una vez, ¡como respuesta!”
Laura se frotó los ojos, desconcertada. Las seis y media de la mañana.
“¿Estás segura?”
“¡Como que vivo! Llama a alguien. Un cerrajero, o… no sé, a un cura.”
“¿A un cura?” Laura parpadeó. “Pero si nunca has sido religiosa.”
“Hasta hoy.”
Con valentía fingida, salieron a buscar a Antonio. El portero barría el patio, tarareando una copla.
“Antonio, ¿un momento?”, llamó Laura.
“Claro, Laura. ¿Qué ocurre?”
“¿Sabes algo de una caja que vimos en el trastero? Antigua, de madera oscura.”
Antonio palideció. Dejó la escoba.
“¿Con grabados en la tapa?”
“Sí. ¿La conoces?”
“Esa caja era de Doña Carmen, la de la cuarta derecha. ¿La recuerdas?”
Nina asintió. Carmen había muerto hacía tres años. Una mujer solitaria, temida por los vecinos.
“Pues cuando falleció”, continuó Antonio, “me hizo prometerle que nadie abriera esa caja. Que la enterrara lejos. Decía que guardaba algo que jamás debía liberarse.”
“¿Y qué hiciste?”
“La enterré junto a su tumba. Hondo, bajo una piedra. Pero al parecer, ha regresado.”
Las mujeres intercambiaron miradas.
“Antonio, eso no tiene sentido”, protestó Laura.
“No sé cómo ha vuelto. Pero si doña Carmen decía la verdad, es peligroso. Se dedicaba al espiritismo. Invocó algo… y lo encerró allí. Con candados especiales.”
“Supersticiones”, murmuró Laura, aunque su voz temblaba.
“Supersticiones o no, no la abráis.”
De vuelta en casa, la caja seguía en su sitio… o casi. A Nina le pareció que se había movido ligeramente.
“Podríamos tirarla”, propuso.
“¿Y si alguien la encuentra y la abre? ¿O si vuelve?”
El resto del día transcurrió en silencio. Pero al anochecer, los golpes regresaron. Ahora, desde el dormitorio.
Entraron y, sobre la mesilla, estaba la caja.
“¿Cómo ha llegado aquí?”, exclamó Laura.
“Ha venido sola.”
Laura la tomó con firmeza y la devolvió al trastero. Pero la caja no aceptó su encierro. Cada mañana aparecía en un lugar distinto. Los golpes se volvieron insoportables.
Al séptimo día, Laura cedió.
“Vamos a hablar con el padre Manuel.”
El sacerdote escuchó con atención.
“Hay cosas que es mejor no perturbar”, dijo al fin. “Si esa caja contiene algo oscuro, abrirla sería peligroso, pero tampoco podéis conservarla. La bendeciré y la quemaremos.”
“¿Y si al quemarla se libera?”
“Estará débil. Las oraciones terminarán el trabajo.”
Al día siguiente, en el patio, Antonio encendió una hoguera en el viejo brasero.
“No me gusta esto”, masculló.
El padre roció la caja con agua bendita. Nina la sostenía: estaba caliente, vibrante.
“Tiradla”, ordenó el sacerdote.
La caja ardió con un chasquido sobrenatural, seguido de un silbido agudo que erizó la piel.
“No mir**No abras**
Nina giró la llavecita, la tapa saltó… y solo encontró dentro un viejo anillo de plata con una inscripción borrada por el tiempo, recordándole que a veces, los mayores misterios no están en lo oculto, sino en los secretos que decidimos no conocer.