**EL PAÑUELO**
—¡Otra vez Gregorio ronca! —pensó Verónica, irritada. Apartó el brazo del marido, sobre el que reposaba, y se giró de costado. Al mirar el móvil, confirmó que eran las dos de la madrugada.
—Basta, no voy a dormir más, y mañana tengo trabajo —se quejó mentalmente—. No descansaré y pasaré el día cabeceando. Aunque, bueno, no tengo que madrugar, pero aún así. No tengo veinte años, cuando podías bailar toda la noche y al día siguiente seguir fresca como una rosa. Tampoco son aquellos tiempos de citas bajo la luna, de las que volvías sin sueño, intentando recordar cada palabra inteligente que intercambiábamos. Y, curiosamente, solo quedaban en la memoria unas frases sueltas, acompañadas de una sonrisa tonta y feliz. El rostro de Gregorio, cercano y familiar, desfilaba como en una película, fotograma a fotograma. Sus ojos grises, bondadosos, tranquilos, sin dobleces, los veía tan claramente…
Y él, como si nada, soltó otro ronquido estruendoso sin despertarse, seguido de un suave resuello.
—¿Qué hago ahora? ¿Hablar con él para dormir en habitaciones separadas? —dudó Verónica.
Sin nada mejor que hacer, empezó a repasar viejos rencores y a inventar otros nuevos. Le parecía que las quejas acumuladas llenarían un vagón de tren y aún sobraría para un carrito del supermercado.
¿Qué la motivaba en esa hora? ¿Rabia? ¿Frustración? ¿Decepción? Quién sabía.
—Los hijos ya son mayores. Solo quedamos nosotros dos. Todo parece bien, pero… algo falla. ¿Qué? —Los pensamientos le taladraban la mente como un cincel romo, imposibles de sacar.
En la oscuridad, observó a su marido dormido. Roncaba suavemente, ajeno a la mirada escrutadora de su esposa, que aprovechaba la noche para repasar sus defectos, multiplicándolos por dos y olvidando dividirlos por cero. Aunque, en el fondo, sabía que esa operación no tenía sentido. En el ojo ajeno, hasta una mota de polvo parece enorme, ¿verdad?
—Gregorio está canoso. Y con kilos de más. Las arrugas, como ríos en un mapa, surcan su frente, traicionando los años, las dificultades, las enfermedades. ¡Y pensar que antes era tan guapo!
—Ya no me recibe con la misma alegría al volver del trabajo. Antes venía al recibidor, me quitaba el abrigo, me besaba. Ahora ni siquiera pregunta cómo me ha ido.
—Y el ruido que hace al sorber el té… ¡Me saca de quicio! Además, esconde su ropa sucia, pero yo, en cuanto se duerme, la echo a la lavadora. Por la mañana le dejo prendas limpias, y él se queja:
—”¡Aún no me acostumbro a las camisas viejas! ¡Devuélveme mis cosas!” —se repitió Verónica.
—Claro, me ha herido muchas veces. Pasamos crisis, discutimos, nos reconciliamos. Y su familia… ¡Cuánto me hicieron sufrir! Creían que no era la esposa adecuada para Gregorio. En la boda, solo lo felicitaban a él, como si yo no existiera. Hasta contaban mis vestidos y botas, acusándome de derrochadora. ¡Y eso que siempre trabajé y mis cosas eran baratas! Una amiga me cosía la ropa con patrones de revista. Y Gregorio no me defendía:
—”No les hagas caso, cariño. Es envidia. No entres en su juego.”
—Pero lo más doloroso —siguió atormentándose Verónica— fue cuando nuestra hija, Isabel, enfermó gravemente. La llevé a médicos, hospitales… Hasta que al fin dieron con el diagnóstico. Tuvimos que viajar a Madrid para unas pruebas. Yo no dormía, aterrorizada por lo que pudieran decir los médicos. Y Gregorio… se mostraba frío. No me consolaba.
—Solo quería que me abrazara y me dijera: “Todo saldrá bien”.
Pero no lo hizo. Nos distanciamos. Hasta que, al superar la crisis, lloramos juntos, pidiéndonos perdón.
—¡Y cómo me cortejaba al principio! ¡Cómo nos conocimos! Iba yo por una calle desconocida, llorando. No quería volver a casa. Hasta el cielo lloraba conmigo. Sin paraguas, empapada, el vestido pegado a las piernas.
Estudiaba en la universidad. Época de exámenes. Las compañeras decidieron comprar flores y regalos a los profesores. Cinco euros por cabeza. Yo no los tenía. Mi madre se negó a dármelos: “Estudia más, no necesitas sobornarlos”.
Mi beca, que era buena, se la daba a ella, y me daba un euro para tres días de comida. “No necesitas más”, decían mis padres. Aunque no les guardo rencor: me enseñaron a ahorrar.
Iba llorando, furiosa con el mundo, preguntándome dónde conseguir el dinero. Solo tenía dos euros y treinta y cinco céntimos. Treinta y cinco céntimos que ahorré al no almorzar. Mi abuela, mi aliada, no cobraría la pensión hasta la semana siguiente. Me dio dos euros, pero no podía ayudarme más.
Y entonces, un paraguas se abrió sobre mi cabeza. Negro, con mango de madera.
—”¿Qué hace una chica sola a estas horas, sin paraguas? Podría resfriarse… o algo peor” —oyó una voz masculina.
—”¡No es asunto suyo! Déjeme en paz” —protestó.
—”Solo quería ofrecerle mi pañuelo. Está limpio. Permítame secar esas lágrimas” —dijo Gregorio (aunque aún no sabía su nombre).
Sacó un pañuelo grande, blanco con cuadros azules. Aún lo guardo en el cajón. Olía a colonia, un aroma que me mareó. O quizá fue eso lo que me conquistó.
Lo lavé y lo conservé como una reliquia.
—¿Cómo supo que lloraba, si la lluvia caía a cántaros?
—”Lo sentí con el corazón” —me confesó después—. ¿Cómo iba a dejar a una chica tan bonita sola, triste, bajo la lluvia? Jamás me lo perdonaría.
—”¿Cómo te llamas, preciosidad?” —preguntó.
—”Verónica” —respondí.
—”Yo, Gregorio. Ya nos conocemos. ¿Puedo llamarte Vero? Te invito a una cafetería cercana. Tomarás algo caliente, te arreglarás y me contarás qué te aflige. Te prometo que soy un caballero, y tu secreto quedará conmigo” —dijo, guiándome del brazo hacia la puerta.
Verónica, sin querer, contuvo una risa para no despertar a su marido.
—Allí lo conté todo. Yo, tan reservada, me desahogué. Gregorio escuchó en silencio. Al terminar, insistió en acompañarme a casa. Ya en la puerta, sacó cinco euros:
—”Tómalos. No permitiré que una chica como tú sufra por dinero. El dinero viene y va, pero la tristeza no vale la pena.”
Los acepté. Una semana después, mi abuela me dio el dinero. En el parque, radiante, se lo ofrecí a Gregorio.
Se negó, ofendido:
—”Un hombre debe ser útil. Gracias a ti me sentí importante. Si me lo permites, seguiré solucionando tus problemas.”
Nunca volvimos a hablar del tema.
Amanecía. Verónica, aún despierta, recordaba su vida juntos.
Había de todo: bueno y malo. Pero Gregorio nunca la dejó sola ante los problemas. Sin quejas, cargó con sus preocupaciones y las de ella.
TambY al amanecer, mientras el aroma del café inundaba la cocina y Gregorio le sonreía con esos ojos que aún guardaban el mismo brillo de aquella noche lluviosa, Verónica supo que, después de todo, los ronquidos, las arrugas y los rencores no eran más que pequeñas grietas en un amor que seguía siendo tan sólido como el primer día.