—¡Cómo pudiste! —gritó Lucía, agitando un papel arrugado—. ¡Cómo pudiste firmar esta porquería!
Carmen se sobresaltó, apartó su taza de café y se giró lentamente hacia su hermana. En su rostro no había rastro de arrepentimiento, solo cansancio.
—Lo firmé y ya está. ¿Qué tiene de malo? —se encogió de hombros—. La casa hay que venderla igual, tú misma lo dijiste…
—¿Que lo dije? —La voz de Lucía temblaba de indignación—. ¡Dije que había que decidirlo juntas! ¡Juntas, Carmen! ¡Y tú a mis espaldas, en secreto, te pusiste de acuerdo con los agentes inmobiliarios! ¡Encima fijaste un precio casi la mitad de lo que vale!
—No la mitad, solo un… —intentó protestar Carmen, pero Lucía no la dejó terminar.
—¡Un tercio menos! ¿Y qué más da? ¡Esta casa nos la dejó mamá! ¡A las dos! ¡Y tú decidiste que mandabas tú sola!
La cocina quedó en silencio. Solo se escuchaba el tic-tac del reloj viejo de la pared, el mismo que mamá trajo de su viaje a Francia. Carmen se quedó mirando por la ventana al patio donde ellas jugaban de niñas a la rayuela.
—¿Sabes siquiera lo que has hecho? —continuó Lucía, más baja—. Mi hijo va a empezar la universidad, necesito el dinero. Y tu hija se casa pronto, hay que pagar la boda. ¡A las dos nos hace falta como el aire!
—Por eso mismo —Carmen se volvió—. Por eso me apresuré. Mientras hay compradores interesados en nuestro barrio. Si esperamos, luego nadie querrá esta casa.
—¡Pero lo hablamos! —la voz de Lucía se quebró—. ¡Prometiste que lo decidiríamos juntas!
—Hablamos, hablamos… —Carmen hizo un gesto de impaciencia—. Luego te fuiste una semana, sin coger el teléfono. Los compradores no esperan, tienen dónde escoger.
Lucía se desplomó en una silla, cubriéndose el rostro con las manos. El contrato sobre la mesa parecía burlarse de ella.
—Tuve que irme a cuidar de la tía al pueblo —susurró—. Estaba enferma, sola. ¡Te lo dije!
—Sí, sí… —Carmen se encogió de hombros otra vez—. El trato está hecho. El dinero llegará en un mes, lo dividimos a medias y asunto resuelto.
—¿Resuelto? —Lucía alzó la vista—. ¿De verdad crees que todo acaba ahí?
Carmen se sirvió más café y se sentó frente a ella. Su rostro era impasible.
—¿Qué más quieres? Vendemos la casa, repartimos el dinero. Justo.
—¿Justo? —Lucía soltó una risa amarga—. ¿Fue justo no preguntarme? ¿No esperar a que volviera?
—Lucía, no dramatices —Carmen frunció el ceño—. Al fin y al cabo, ninguna pensaba vivir aquí.
—¿Que no? —los ojos de Lucía brillaron—. ¿Y quién venía todos los fines de semana? ¿Quién arreglaba el jardín, la terraza? ¿Quién ayudaba a los vecinos?
—Vaya, qué sacrificio —Carmen se encogió de hombros—. Era tu pasatiempo. Yo, en cambio, pagué los recibos todos estos años.
Lucía se levantó y fue hacia la ventana.
—Carmen, ¿te acuerdas de cómo crecimos aquí? ¿De cómo mamá nos cuidaba en esta cocina?
—Claro que me acuerdo —respondió Carmen—. ¿Y qué?
—¿Cómo que qué? —Lucía se volvió—. ¡Es nuestro pasado! ¡Nuestra infancia! ¡Y tú lo vendes por cuatro perras!
—No son cuatro perras, es un buen precio. Y la familia que compra tiene niños, les hará falta. Nosotras necesitamos el dinero. Todo limpio.
Lucía volvió a la mesa, tomó el contrato y palideció al leerlo.
—Carmen, ¿qué es esta cláusula? —señaló una línea—. Aquí dice que la vendedora eres solo tú: Carmen María Delgado. ¿Dónde estoy yo?
Carmen desvió la mirada.
—Es… un trámite. Lo pusieron a mi nombre porque vivo en la ciudad, y tú en el pueblo. Más práctico para el notario.
—¿Práctico? —Lucía casi gritó—. ¡Carmen, esto es mi casa! ¿Y luego me das la mitad como limosna?
—¡No grites! —Carmen hizo una mueca—. Los vecinos oirán. Ya te digo, es una formalidad.
Lucía respiró hondo.
—Carmen, somos hermanas. Hijas de la misma madre. ¿Cómo has podido hacer esto?
—¡No he hecho nada malo! —Carmen se encendió—. Vendo la casa, cobramos, tú tendrás tu parte. ¿Dónde está el problema?
—¡Que no confías en mí! —Lucía golpeó la mesa—. ¡Que decides por mí! ¡Que me tratas como a una tonta!
—¡No digas tonterías! —Carmen negó con la mano—. Solo soy más práctica. Siempre lo fui.
—Más práctica… —Lucía sonrió con tristeza—. ¿Te acuerdas de la enfermedad de mamá? ¿Quién iba al médico? ¿Quién dormía en el hospital?
—Yo trabajaba el doble —Carmen apretó los labios—. Ganaba para sus medicinas. Tú estabas libre, por eso podías ir.
—¿Libre? —Lucía se levantó—. ¡Mi marido acababa de morir! ¡Me quedé sola con mi hijo! ¡Pero igual iba cada día a verla!
—¡Y yo pagaba su tratamiento! —Carmen alzó la voz—. Mientras tú llorabas, yo trabajaba como una burra.
Lucía bajó la voz.
—¿Y cuando mamá murió? ¿Dónde estabas tú?
Carmen calló, mirando por la ventana.
—En un viaje de trabajo. Importante.
—¡Un viaje! —Lucía rió, pero sonó desgarrador—. Mamá te llamaba. Sus últimos días preguntaba: «¿Dónde está Carmen? ¿Por qué no viene?».
—Basta —Carmen dijo en voz baja—. No hables de eso.
—¡Hay que hablar! —Lucía golpeó la mesa—. ¡Yo le decía que volverías! ¡Y ella seguía esperando…!
—¡Cállate! —gritó Carmen—. ¡Cállate ya!
—No me callaré —Lucía se acercó—. Porque es la verdad. Mamá murió esperándote. Y ahora vendes su casa como si no significara nada.
—¡Claro que significa algo! —las lágrimas rodaron por el rostro de Carmen—. ¡Pero no soporto estar aquí! ¡Todo huele a ella!
—¿Y yo sí lo soporto? —Lucía preguntó en voz baja—. ¿Crees que no lloro cuando siento su voz?
Carmen se secó las lágrimas.
—Entonces, ¿por qué no quieres vender?
—¡Porque es nuestra casa! —Lucía se sentó junto a ella—. ¡Porque aquí está nuestra historia! ¡Mamá quería que lo decidiéramos juntas!
—Mamá quería… —Carmen susurró—. ¿Y qué quería cuando hizo el testamento? ¿Te acuerdas?
Lucía frunció el ceño.
—¿Qué insinúas?
—Que la casa es de las dos. Pero el terreno… solo tuyo. ¿Verdad?
—¿El terreno? —Lucía vaciló—. Sí… ¿Y qué?
—¡Que vale más que la casa! —Carmen se levantó—. ¡El suelo aquí es carísimo! ¡Y mamá solo te lo dejó a ti!
—Carmen, ¿qué dices? —Lucía negó con la cabeza—. Da igual quién heredó qué.Y así, entre lágrimas y recuerdos, las dos hermanas decidieron que lo más importante no era el dinero ni la casa, sino seguir siendo familia, como su madre siempre había soñado.