—¿Qué estás diciendo, Carmen?! —Francisco arrojó el papel sobre la mesa y golpeó el tablero con el puño—. ¿Qué examen dices? ¿Te has vuelto loca?
—¡No me grites! —Carmen se levantó del sofá, los ojos encendidos—. ¡Tengo derecho a saber la verdad! Lucía se parece menos a ti cada día, y lo sabes.
—¡Esa niña es mi hija! —gritó él—. ¡Nuestra hija! Y si vuelves a mencionar ese maldito análisis, yo…
—¿Qué harás? —desafió ella, apoyando las manos en las caderas—. ¿Echarme? ¡Adelante! Pero primero descubriremos quién es la madre de esta casa.
Francisco se dejó caer en la silla y se frotó el rostro. Jamás habían tenido una pelea así. Ni en los peores momentos hubo gritos como estos.
—Carmen, ¿qué te pasa? —preguntó agotado—. ¿De dónde salen estas ideas? Recogí a Lucía de la Maternidad. ¿No lo recuerdas?
—Lo recuerdo —musitó ella entre dientes—. Pero eso no responde mis dudas.
Sacó fotos familiares del aparador y las extendió ante su marido.
—Mira —señaló las imágenes—. Lucía al año: rulos rubios, ojos azules. A los tres años: igual. Ahora, a los quince: pelo liso oscuro, ojos marrones. Explícame cómo puede ser.
—Los jóvenes cambian —intentó objetar él—. Está en la adolescencia, las hormonas…
—¡Las hormonas no cambian el color de los ojos! —le interrumpió—. ¿Y la altura? ¡Con quince años me saca media cabeza! ¿De dónde sale eso si nosotros somos medianos?
Francisco observó las fotos en silencio. La transformación era real. Aquella rubiecita se había convertido en una adolescente alta, de facciones sureñas y pelo oscuro.
—Quizás heredó de alguna bisabuela —balbuceó—. La genética es complicada.
—¿Qué bisabuela? —replicó ella—. Tus padres y los míos son castaños. Todos nuestros antepasados también. ¿De dónde salen estos rasgos?
Entró Lucía. Alta, esbelta, con larga melena oscura y grandes ojos marrones. Hermosa, pero ajena por completo a sus progenitores.
—¿Por qué gritáis? —preguntó mirándolos alternativamente—. Los vecinos se quejan.
—Nada, cariño —respondió rápido Francisco—. Mamá está nerviosa.
—¿Por el trabajo? —La joven se sentó en el sofá—. ¿Otra vez os agobia?
Carmen examinó a su hija. Serena, sensata, tan distinta a ella misma. Una extraña con sus genes.
—Dime la verdad —preguntó de improviso—, ¿nunca te preguntaste por qué no te pareces a nosotros?
—¡Carmen! —protestó Francisco.
—¿Qué pasa? —ella se volvió hacia él—. Que responda. Es parte de esto.
Lucía encogió los hombros.
—No sé. Nunca lo pensé. ¿Importa? Vosotros sois mis padres.
—Claro que sí, hija —Francisco abrazó a la joven—. No hagas caso, mamá ha tenido un mal día.
Carmen contempló la escena con frustración. Padre e hija se entendían sin palabras. Ella se sentía de más en su propia familia.
—Ve a estudiar —ordenó a Lucía—. Papá y yo debemos hablar.
Lucía asintió y salió. Francisco la siguió con la mirada antes de volverse a su esposa.
—¿Por qué la perturbas? —preguntó en voz baja—. Ella no tiene culpa.
—¿Y quién la tiene? —Carmen se sentó frente a él—. Francisco, necesito la verdad. Si Lucía es nuestra, el análisis lo confirmará. Y si no…
—¿Y si no? —interrumpió él—. ¿La echarás a la calle? ¿Dejarás de quererla?
Ella calló. Ni siquiera sabía qué haría si se confirmaban sus sospechas.
—La amo —reconoció—. Pero necesito saber.
Él se acercó a la ventana. Niños jugando, madres con carritos. Una vida normal ajena a sospechas tan oscuras.
—Carmen, ¿y si la verdad no es lo que esperas? —preguntó sin mirarla—. ¿Entonces qué?
—No lo sé —respondió honestamente—. Pero no puedo vivir en la incertidumbre.
Esa noche Francisco no pudo dormir. Reflexionaba sobre cómo su vida había cambiado en un día. Por la mañana eran una familia normal. Ahora…
Carmen se movía a su lado. También velaba.
—Francisco —susurró—, ¿duermes?
—No.
—Dime la verdad, ¿nunca sospechaste?
Tras un silencio, suspiró.
—Lo hice. Pero lo rechacé. Lucía es mía, sin importar lo que diga un papel.
—Lo entiendo. Yo no puedo.
A la mañana siguiente, Lucía notó la tensión durante el desayuno.
—¿Pasa algo? —preguntó untando mantequilla en el pan.
—Nada serio —contestó Francisco—. Asuntos de adultos.
—¿Puedo ayudar?
Carmen miró a su hija. Rostro franco, mirada bondadosa. Una buena chica, educada y cariñosa.
—No, sol. Lo resolveremos.
Lucía terminó su cola cao y salió hacia el instituto. Tras besarlos, se marchó corriendo.
—¿Ves lo maravillosa que es? —dijo Francisco—. ¿Por qué quieres destruir esto?
—No quiero destruir. Quiero saber.
Después del trabajo, Carmen visitó un consultorio de pruebas genéticas. La asesora explicó el procedimiento y le dio una solicitud.
—Necesitamos muestras de los tres —dijo—. Los resultados estarán en una semana.
En casa, dejó el formulario sobre la mesa.
—Hemos quedado para mañana —anunció a su marido—. Iremos juntos.
Él leyó el papel.
—Última oportunidad, Carmen. ¿Estás segura?
—Segura.
—¿Y si Lucía es nuestra hija? ¿Podrás mirarla a los ojos después?
Carmen reflex
Pasaron los años, el secreto quedó guardado para siempre en sus corazones, y comprendieron que la verdadera familia se construye con el amor de cada día, no solo con lazos de sangre.