—¡Bárbara, ven aquí! —gritó Javier mientras saltaba del coche y corría hacia la perra que yacía al borde de la carretera.
Pero Bárbara no se levantó, no movió la cola… La comprensión de lo irreparable golpeó a Javier como un puñal: la perra había muerto. «¿Qué le digo ahora a mi madre?», pensó, acuclillándose junto al cuerpo sin vida de Bárbara, mientras lágrimas caían sobre su hocico canoso.
***
Desde el principio, la vieja perra de Doña Carmen no simpatizó con su nuera, Lola. La primera vez que se vieron, Bárbara gruñó desde lo hondo, sacudiendo nerviosa su cola contra las tablas del porche. Lola le tenía miedo y, en silencio, la odiaba.
—Asco de bestia inútil… Si fuese por mí, ya la habrían dormido —amenazó Lola, señalando a Bárbara.
—Cariño, no digas eso —intentaba calmar Javier—. Quizá no le gusta tu perfume o el ruido de tus tacones. Es una anciana, los viejos siempre tienen sus manías…
Doña Carmen solo observaba con desaprobación. «Si esta presumida supiera todo lo que Bárbara ha hecho por esta familia…», pensaba.
***
Doña Carmen nunca se entrometió en la vida de su hijo. Ni siquiera cuando este le presentó a Lola, su prometida, aunque no le cayó bien. Había algo falso en ella: sonreía, pero su sonrisa no transmitía calor. Cuando Javier le preguntó:
—Mamá, ¿qué te parece Lola? Una belleza, ¿verdad?
Ella solo respondió:
—Tú eliges a tu esposa… Lo importante es que sean felices. Yo solo puedo daros mi bendición.
Luego lo abrazó fuerte y lo besó con ternura.
Después de la boda, los jóvenes se instalaron en el piso que Lola heredó. Javier casi no visitaba a su madre en el pueblo, aunque la echaba de menos. A Lola no le gustaba ir: prefería la comodidad, y él evitaba discutir. Pero este verano, Lola tuvo la repentina idea de pasar las vacaciones en el campo.
—Leí que el ecoturismo es bueno para la salud y los nervios. La ciudad estresa, y el sedentarismo nos mata. ¡Además, está de moda! Pero es caro… Así que pensé en tu pueblo —explicó mientras hacía las maletas.
Javier se alegró. Llevaba tiempo sin ver su hogar, y si eso significaba ser ecoturista, estaba dispuesto. Podía trabajar a distancia, así que en dos días ya estaban allí.
—¡Por fin vinieron! —les recibió Doña Carmen—. Aquí descansarán mejor que en ningún balneario.
—Bueno, no exageremos —dijo Lola—. Oye, Doña Carmen, ¿tienes animales? El turismo rural implica sumergirse en la vida auténtica.
Su suegra no entendió muy bien, pero contestó:
—Pues Bárbara y una docena de gallinas. Teníamos una cabrita, pero el año pasado se nos fue…
Lola miró con desdén a la perra tumbada al sol y torció el gesto.
—Me refiero a animales útiles, no a esta vieja. Francamente, me sorprende que siga viva.
—¡Pues tengo una huerta enorme! Ahí puedes sumergirte todo lo que quieras —respondió Doña Carmen, molesta.
—Mañana empezamos —dijo Javier—. Cortaré leña, arreglaré la valla… Pero ahora, a descansar.
Subió las malas mientras Lola, hundiendo sus tacones en la tierra, maldijo en voz baja. Al llegar al porche, Bárbara levantó la cabeza y gruñó. Lola chilló y se escondió detrás de Javier.
—No te enfades, Bárbara —dijo él, acariciándola—. Es que Lola no te ve útil… No lo hace con mala intención.
La perra movió la cola, feliz de ver a su dueño de la infancia.
***
Por la mañana, Doña Carmen llevó a Lola a conocer la huerta.
—Esto es un desastre —se quejó Lola, incapaz de distinguir las malas hierbas.
—¡Es un ojo de niño! —exclamó Doña Carmen—. ¡Saquémoslos!
Lola sudaba, su ropa deportiva se manchó, y sus uñas acabaron destrozadas. A la hora, su espalda protestó.
—¡Basta! Esto no es ecoturismo, es esclavitud —dijo, renqueando hacia la casa.
Pero Bárbara seguía en el porche. Mostró los dientes y Lola pasó de puntillas.
—¡Esa perra me odia! —se quejó esa noche—. ¡Podría morderme!
—Bárbara nunca ha mordido a nadie —respondió Javier—. Solo te avisa. La ofendiste.
—¡¿Qué, le pido perdón?! —se burló Lola.
—No estaría mal…
Ella giró un dedo en la sien: su marido estaba loco.
Doña Carmen intentó reconciliarlas:
—Háblale con cariño, que vea que no eres una amenaza.
—¡No me importa lo que piense un animal! —replicó Lola.
Doña Carmen suspiró. Bárbara siempre supo ver la mala gente.
***
Una noche, Lola salió a admirar las estrellas. De repente, algo se movió entre los arbustos… Un gruñido. Asustada, corrió y cayó en un barranco lleno de ortigas.
—¡Por qué andas de noche! —Javier la rescató, pero ella estaba furiosa.
—¡Tu “inofensiva” perra intentó matarme!
—Solo te asustó. No sabía quién eras.
Lola no discutió, pero no perdonó a Bárbara. Al día siguiente, contrató a un hombre para que se la llevase.
—Llévala lejos, que no vuelva —ordenó—. Si sobrevive, bien; si no, peor para ella.
El hombre asintió. El dinero no olía.
***
—Javi, ¿dónde está Bárbara? —preguntó Doña Carmen, angustiada—. Nunca se aleja…
Javier ayudó a buscarla, pero fue inútil.
—¿Adónde habrá ido? —lloró Doña Carmen, desplomándose en el porche.
—No es para tanto —dijo Lola—. Era vieja. Quizá se fue a morir. Pueden tener otro perro.
—Bárbara no era un perro cualquiera —susurró Doña Carmen—. Fue un ángel…
Le contó a Javier cómo, de pequeño, Bárbara lo salvó de un incendio que se llevó a su abuela.
—Si no llega a ser por ella…
Lola se fue, despreciando su sentimentalismo.
—¿Sabes algo? —preguntó Javier, serio.
Ante su mirada, Lola confesó.
—¡Dime quién fue!
***
Javier encontró al hombre y lo obligó a llevarlo al lugar. Finalmente, vio a Bárbara en la cuneta.
—¡Ven aquí! —llamó, pero la perra no se movió.
Había muerto.
—Caminó mucho —dijo el hombre—. Era fuerte.
Javier la cargó, llorando. «¿Cómo se lo digo a mamá?».
Doña Carmen gritó al ver el cuerpo sin vida. Lo enterraron bajo el manzano, junto al porche. Javier abrazó a su madre en silencio. Lola se fue horas antes.
—¿Tanto drama por un perro? —dijo, sincera.
Javier empacó sus malas y la llevó a la estación.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó ella.
—No lo sé… ni si volveré.
***
Al final del verano, Javier pidió el divorcioAños después, bajo el mismo manzano, un nuevo perro llamado Bárbara II corría feliz, llevando en su mirada el mismo brillo leal de su antepasada.