Ella llegó primero
Valentina Martín se levantó a las cinco de la mañana, como siempre. La costumbre de cuarenta años trabajando en la fábrica no la había abandonado, aunque llevaba tres años jubilada. En silencio, para no despertar a Miguel Sancho, pasó a la cocina y puso la tetera. Afuera aún estaba oscuro, pero sabía que pronto amanecería.
Hoy era un día especial. Hoy era el primer día de colegio, y su nieta Lucía empezaba primero de primaria. Valentina estaba más nerviosa que la propia niña. Toda la semana había revisado el uniforme escolar, la mochila y contado los cuadernos. Miguel solo movía la cabeza y decía que se estaba volviendo loca.
—¿Por qué te agitas como una gallina sin cabeza? —refunfuñó él—. Nuestro hijo fue al colegio solo y sobrevivió.
—Quiero ser la primera —respondió Valentina—. La primera en esperarla a la salida, la primera en felicitarla.
Miguel no entendía ese deseo de su mujer. Le parecía que las abuelas solo estorbaban en estos asuntos. Pero Valentina pensaba distinto. Recordaba cómo, treinta años atrás, había llevado a su hijo Javier a su primer día de colegio. Entonces trabajaba en turnos dobles y apenas llegaba a casa. Fue su suegra quien acompañó a Javier al acto de bienvenida. Mientras, Valentina lloró de impotencia frente a las puertas de la fábrica.
—No llores —le dijo entonces su vecina Clara—. Tu hijo crecerá, tendrá nietos y entonces podrás compensarlo.
Ahora era el momento de hacerlo.
El té estaba fuerte y aromático. Valentina lo sirvió en su taza favorita, la de flores rosadas, y se sentó a la mesa. En el alféizar había tres ramos: uno comprado en el mercado, otro cortado de su jardín y el tercero, que Miguel trajo la noche anterior, avergonzado, como si fuera una tontería.
—Tres ramos son demasiados —le dijo ella.
—¿Y si hay más de una profesora? —se encogió él—. No se sabe.
A las siete, Valentina ya estaba bajo la ducha. Se puso su mejor vestido, el azul con lunares blancos que guardaba para ocasiones especiales. Se peinó, se pintó los labios. En el espejo, una mujer elegante con ojos nerviosos la miraba.
—¿Te has vestido para una cita? —preguntó Miguel al despertar.
—Quiero estar bonita para mi nieta —contestó ella.
—Ya lo eres —murmuró él contra la almohada.
A las siete y media, Javier llamó.
—Mamá, ya salimos. Lucía está nerviosa, no ha dormido bien.
—Yo tampoco —confesó Valentina—. Voy al colegio, la esperaré.
—Mamá, el acto empieza a las nueve.
—Lo sé. Pero quiero ser la primera.
Javier suspiró. Ya estaba acostumbrado a las manías de su madre. Desde que nació Lucía, Valentina parecía haberse rejuvenecido diez años. Corría con la niña, la llevaba al parque, le compraba juguetes. Javier y su mujer no daban crédito.
—Vale, mamá. Pero no te resfríes, hace fresco.
Valentina tomó los ramos, metió caramelos en el bolso para Lucía y salió hacia el colegio. A pie eran quince minutos, pero no tenía prisa. Quería saborear la mañana, la emoción del reencuentro.
En la puerta del colegio ya había una mujer con un ramo. Valentina se desilusionó: no sería la primera. Al acercarse, reconoció a Ana Ruiz, su vecina del tercero.
—¿También viene por el primer día? —preguntó Valentina.
—Mi nieto empieza primaria —asintió Ana—. ¿Y usted?
—Mi nieta. Lucía.
Las mujeres charlaron sobre hijos, colegios y lo rápido que pasa el tiempo. Ana había trabajado como enfermera y se jubiló hace poco.
—Sabe —confesó—, siempre soñé con llevar a mi nieto al cole. Mi hija se casó tarde. Pensé que no llegaría a verlo.
—Yo al revés —dijo Valentina—. No pude acompañar a mi hijo. Trabajaba mucho. Ahora quiero compensarlo.
Poco a poco, llegaron más abuelos. Todos elegantes, nerviosos, con flores. Valentina los observaba y pensaba que cada uno tenía su historia, su motivo para estar allí.
Apareció Teresa del edificio de al lado. Cuidaba a su nieta sola desde que su hija murió en un accidente. La niña, Marta, era tímida. Teresa temía que le costara adaptarse.
—¿Cómo está Marta? —preguntó Valentina.
—Preocupada. Dice que se reirán de su vestido. Pero es precioso, lo hice yo —se entristeció Teresa.
—Los niños son buenos —la calmó Ana—. Lo importante es que Marta se sienta segura.
Un abuelo con un ramo de gladiolos se acercó. Se presentó como Víctor. Su nieta era adoptada.
—Carla es muy lista —dijo con orgullo—. Ya lee y cuenta hasta cien. Pero es muy tímida.
—En el colegio se adaptará —dijo Valentina—. Los niños hacen amigos rápido.
A las ocho y media, llegaron los padres con los niños. Valentina vio a Javier, su nuera y Lucía. La niña llevaba una blusa blanca, falda azul marino y moños blancos. Su mochila nueva tenía un dibujo de unicornios.
—¡Abuela! —gritó Lucía, corriendo hacia ella.
—¡Mi princesa! —la abrazó Valentina—. ¿Cómo estás? ¿Nerviosa?
—Un poco. ¿Por qué viniste tan temprano?
—Quería ser la primera en verte —sonrió Valentina.
Lucía se abrazó a ella. Siempre había sido más cercana a su abuela, que le leía cuentos y le enseñaba a hacer magdalenas. Sus padres trabajaban mucho.
—Gracias por venir, mamá —dijo Javier—. Lucía estaba nerviosa, pero ahora está más tranquila.
La nuera, Laura, también estaba agradecida. Trabajaba en un banco y Valentina les ayudaba mucho.
—Mira mi mochila, abuela —dijo Lucía.
—¡Qué bonita! ¿Qué llevas dentro?
—Cuadernos, lápices… Y mamá me puso galletas.
Valentina le dio unos caramelos en secreto.
—Para que tengas valor.
—Mamá, no la malcríes —protestó Laura, pero Javier la detuvo.
—Hoy es un día especial.
El patio se llenó de familias. Los niños buscaban a sus profesoras. Valentina vio a la maestra, una joven nerviosa llamada Elena. Era su primer año enseñando.
—Es muy joven —susurró Ana.
—Sí, pero parece buena —dijo Valentina—. La conocimos en la reunión.
Empezó el acto. El director habló, los mayores actuaron. Los pequeños escuchaban con ojos brillantes. Valentina no apartaba la vista de Lucía, que se comportaba muy bien, aunque buscaba a su abuela de vez en cuando.
Al entrar al colegio, Javier dijo que podían irse, pero Valentina se quedó con otras abuelas.
—Es como si volviéramos al cole —dijo Teresa.
—Aún me tiemblan las manos —confesó Ana.
Víctor fumaba cerca de la valla.
—Carla está ahí sola —murmuró—. ¿Y si algo sale mal?
—Todo irá bien —lo tranquilizó Valentina—. Los niños se adaptan rápido.
Media hora después, salieron los padres. Javier y Laura estaban contentos.
—¿Cómo está Lucía? —preguntó Valentina.
—¡Genial! Se sentó al frente, hizo amigas. La maestra dijo que va muy avanzada.
—¿Lloró?
—No, fue valiente. Solo se aleg—Me alegro —sonrió Valentina, sintiendo un nudo en la garganta mientras imaginaba a Lucía descubriendo ese mundo nuevo, sabiendo que, al final, lo más valioso es estar ahí para quien te necesita, incluso cuando creen que pueden volar solos.