En el pasillo del hospital de mujeres, sentada en un banco, había una anciana. Junto a ella, una chica delgada de unos 15 años, con una falda corta de la que asomaban sus rodillas afiladas. La abuela había llevado a su nieta para abortar.
La abuela no dejaba de suspirar con pesadumbre. La nieta miraba a su alrededor con ojos asustados. A su lado, había una bolsa de papel. Se acercó una mujer de unos 30 años y se sentó cerca.
—¿Vais a esa consulta?
—Sí… Dime, ¿duele mucho?
—Es incómodo, claro, pero te pondrán anestesia. Lo importante es que es rápido, cinco minutos si el plazo es corto. O eso dicen. Yo también es mi primera vez, la verdad es que tengo miedo. Y en el fondo pienso… el niño no tiene culpa de nada.
—Dios mío, qué desgracia… Mire, es mi nieta, está en tercero de la ESO, y el chico la engañó, la dejó… Y ahora está embarazada. Él no quiere saber nada del bebé. ¿Qué vamos a hacer? Tiene que terminar el instituto… Sus padres no están, yo la crié sola… Ay, qué tragedia…
—Abuela, basta ya, no me partas el corazón, que ya es duro… Mira, esa señora dijo que no duele, que en un momento se acaba…
—Hija, pero ahí dentro hay un niño, vivo, y tú quieres acabar con eso… La señora tiene razón, el pequeño no tiene culpa. Sabes qué, levántate, vámonos. Lo criaremos. En la guerra la gente paría y salían adelante. Nosotras también podremos. Y ese tal Paco no te hace falta, ¡vaya padre que iba a ser! Vamos, coge la bolsa y marchémonos, aquí no pintamos nada.
La chica parecía estar esperando esas palabras. Agarró la bolsa y se dirigió hacia la salida, seguida por su abuela. La mujer en el banco sonrió al verlas irse, perdida en sus pensamientos.
Veinte años después
—Mamá, lo quiero de verdad, ¡esto es serio! David es un buen chico, tiene mucho futuro.
—¿Qué futuro si os casáis ahora? Acabad la universidad, y luego ya veremos.
—Mamá, ya tenemos 20 años, no somos niños. La boda no va a estorbar los estudios, además no gastaremos mucho. Firmaremos en el registro y ya está, ¿para qué tanta ceremonia? Cenaremos en un restaurante con los padres de David y su abuela, y luego celebraremos con amigos. David quiere mucho a su abuela, ella lo crió.
—Ay, Mari… ¿Qué no haría una por su hija? Hay que conocer a los padres de David, al fin y al cabo seremos familia. Invítalos a casa.
—Buenas tardes, pasad. Soy Julia, la madre de Mari. Sentaros a la mesa.
Al mirar a la abuela de David, a Julia le pareció haberla visto antes. La madre de David, Ana, era muy joven, apenas mayor que su hijo. En la conversación, supieron que lo tuvo a los 16 años, con un compañero de clase que al principio no quiso reconocerlo, pero luego se casó con Ana para evitar problemas legales. Solo fueron marido y mujer en el papel, nunca vivieron juntos y al final se divorciaron.
—Sabe, Julia, me da vergüenza decirlo, pero al principio queríamos deshacernos del pequeño… Ana era una cría, ¿qué madre iba a ser? No tenía padres, su madre murió joven y su padre desapareció en la cárcel. Yo la crié sola. Y luego llegó ella con el niño en el vientre… ¿Dónde iba a parir? ¿Para quién?
Cuando fuimos al hospital, esperando turno para… eso, se nos acercó una mujer. También iba a abortar. Nos dijo que los niños no tienen culpa de nada, y fue como si me golpearan en la frente… ¿Cómo iba a matar a un inocente? Fue una señal del cielo para detenernos y salvar al niño.
Aquella mujer fue un ángel enviado por Dios. Nos fuimos del hospital. Ana siguió yendo al instituto hasta terminar la ESO, no necesitábamos más. Nació David, yo lo cuidaba mientras Ana estudiaba en la escuela de hostelería. Se hizo pastelera. Paco, su padre, nunca ayudó, ni sus padres tampoco.
Pero salimos adelante. Ana luego se casó con un buen hombre, tuvieron una hija. Ahora hace tartas por encargo y gana bien. No se preocupe, si David y Mari se casan, tendrán donde vivir. Les daré mi piso y yo me iré con Ana. Esa es nuestra historia.
Julia no daba crédito. Eran la misma abuela y nieta que abandonaron el hospital aquel día. Gracias a ellas, ella misma había decidido tener a su hija, su querida Mari.
Después de aquella conversación, de pronto sintió calma. Comprendió que debía dar a luz, que todo iría bien. El bebé era de un hombre casado, su primer amor. La vida los separó, y cuando volvieron a verse, él ya tenía familia. Solo una vez estuvieron juntos, y después supo que estaba embarazada.
No quiso destruir su matrimonio, no le dijo nada, convencida de que no tenía derecho a traer una criatura al mundo para sufrir. Pensó que el aborto era la mejor opción. Pero aquella abuela y su nieta cambiaron su mente en cinco minutos. Si ellas podían, ella también. Lo tomó como una señal del cielo.
Julia salió del hospital tras ellas. El embarazo y el parto fueron bien, nació su única hija, la persona más importante de su vida.
Y ahora el destino las unía de nuevo, esta vez por algo feliz. Los hijos que pudieron no existir, iban a casarse. ¿No era eso una señal del destino?
A menudo, la vida nos da señales. Unos las escuchan, otros no. A veces, cinco minutos bastan para cambiar una vida. Como la decisión de tener un hijo no deseado… y luego no imaginar la vida sin él, con el terror de pensar que pudo no haber nacido.
La vida es impredecible, pero si sientes que estás cometiendo un error, no te apresures. A veces, cinco minutos lo deciden todo…