El regalo que arruinó mi matrimonio

El Regalo que Me Costó un Matrimonio

María paladeó en el bolsillo de su bata una pequeña caja de terciopelo y la apretó con fuerza en su mano. El corazón le latía tan fuerte que parecía resonar por toda la casa. Tras la pared, el zumbido monótono del televisor sonaba: Antonio veía las noticias de la tarde, como cada noche desde hacía veintisiete años de matrimonio.

—María, ¿quieres té? —gritó su esposo desde el salón.

—Ahora voy —contestó ella, todavía agarrando la cajita—. Dame un momento.

Estaba junto a la ventana de la cocina, observando el patio donde los niños del vecindario jugaban al fútbol entre los coches aparcados. Una escena cotidiana, pero hoy todo le parecía distinto, como si lo viera por última vez.

La cajita en su bolsillo ardía en su mano. Dentro había unos gemelos de oro con pequeños diamantes: un regalo que llevaba tres meses preparando para Antonio por su aniversario. Ahorraba de su sueldo cada mes, recortando gastos, incluso en sus cremas y medicinas. Quería sorprenderle, demostrarle cuánto lo valoraba.

Pero todo cambió ayer.

—¿Vienes o no? —preguntó Antonio, impaciente—. El programa ya empezó.

María respiró hondo y entró en el salón. Su marido estaba sentado en su sillón favorito, con una camiseta gastada y pantalones de estar por casa. Sobre la mesita, dos tazas de té y el periódico desplegado.

—Oye, ¿te acuerdas de Lucía Roldán de nuestra clase? —preguntó él sin apartar los ojos de la pantalla.

María se quedó inmóvil, la taza temblándole en las manos. Precisamente de esa Lucía no había podido dejar de pensar toda la noche.

—La recuerdo —respondió con cautela—. ¿Por qué?

—La vi hoy junto al supermercado. Dice que se divorció hace poco. Su marido la dejó por una más joven. ¿Te imaginas? Después de treinta años juntos…

María dejó la taza sobre la mesa. Le temblaban las manos.

—¿Y qué hace ahora?

—Vive sola en un piso pequeño, trabaja de limpiadora. Pobre mujer. Era buena chica en el colegio.

Antonio negó con la cabeza y cambió de canal. En la pantalla aparecieron anuncios.

María calló. No podía decirle que había presenciado ese encuentro. Que estaba en el pasillo contiguo y escuchó cada palabra. Que vio cómo Antonio abrazaba a Lucía, cómo ella se acurrucaba contra él, cómo quedaban en verse al día siguiente.

—María, ¿por qué tan callada? —Antonio finalmente la miró—. ¿Estás enferma?

—No, solo cansada —intentó sonreír—. Hoy fue un día largo en el trabajo.

—Ya. Acuéstate temprano.

Volvió a mirar el televisor. María se levantó y fue a la cocina, fingiendo limpiar. La caja de los gemelos ahora pesaba como una piedra.

Recordó cómo, tres meses atrás, los vio en el escaparate de una joyería. Cómo imaginó la cara de felicidad de Antonio. A él siempre le gustaron las cosas finas, aunque rara vez se las compraba. Decía que la familia era lo primero.

Familia. Qué ironía.

Sacó la caja y la abrió. Los gemelos brillaban bajo la luz de la cocina. Hermosos, caros. Justo los que su marido nunca se habría comprado.

—Cariño, voy al mercado —oyó su voz desde la entrada—. No queda pan.

—Vale —contestó.

La puerta se cerró. María miró por la ventana y lo vio caminar hacia la parada del autobús, no al mercado. Justo donde quedó con Lucía.

Cerró la caja y entró en el dormitorio. Sobre el tocador, fotos de su boda, del nacimiento de su hijo Javier, de sus primeras vacaciones en la costa. Rostros felices, abrazos, sonrisas. ¿Acaso todo había sido mentira?

Tomó la foto de su boda. Antonio, de traje blanco; ella, con un vestido largo y velo. Jóvenes, enamorados, llenos de planes. Tenían veinticuatro años, toda una vida por delante.

—¡Mamá! —sonó la voz de Javier tras la puerta—. ¡Abre, soy yo!

Escondió la caja en el cajón y fue a abrir. Su hijo estaba en el umbral, con bolsas de la compra.

—Javi, qué alegría verte —lo abrazó.

—Hacía tiempo que no os veía —dijo él mientras dejaba las bolsas en la cocina—. ¿Y papá?

—Fue al mercado —mintió María—. Volverá pronto.

Javier llenó la tetera y la puso al fuego.

—Mamá, ¿estás bien? Te veo pálida.

—Solo cansada, hijo.

—Bueno… Oye, te presenté a Carlos, ¿verdad? Mi compañero nuevo. Un buen tipo, soltero. ¿Por qué no vienes con papá el finde? Quiero enseñaros el piso.

María asintió, aunque apenas escuchaba. Su mente giraba en torno a las mismas preguntas: ¿Cuánto llevaba su marido con Lucía? ¿La amaba? ¿Pensaba irse?

—Mamá, ¿me escuchas? —Javier le hizo señas.

—Claro, lo del piso.

—No, te preguntaba si queréis un perro. ¿Te acuerdas de cuando era pequeño y lo pedíamos? Ahora tenéis tiempo.

—¿Un perro? ¿Para qué?

—Para haceros compañía. Ya no sois jóvenes, debe ser aburrido estar solos.

Solos. Qué certero.

—Javi, dime algo —se sentó frente a él—, ¿eres feliz en tu matrimonio?

Su hijo alzó las cejas.

—¿Qué clase de pregunta es eso? Claro que sí, Lola es una esposa maravillosa.

—¿Y si descubrieras que te engaña?

—¡Mamá! —casi se atraganta con el té—. ¡Qué dices! Lola jamás… ¿Por qué piensas eso?

María se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

—Tonterías mías. Vi un programa sobre infidelidades.

—Pues… no sé —encogió los hombros—. Supongo que me divorciaría. No podría vivir con alguien que me traiciona.

Traiciona. La palabra exacta.

Hablan un rato más hasta que Antonio regresó, con una barra de pan y una sonrisa amplia.

—¡Javi está aquí! —lo abrazó—. ¿Qué tal, hijo?

—Bien, trabajando y viviendo.

—Me alegro. Oye, hoy vi a Lucía Roldán, ¿te acuerdas? De nuestra clase. Se divorció, pobre mujer.

María lo observó atentamente. Sin vergüenza, sin incomodidad. Tan natural, como si realmente fuera un encuentro casual.

—No me suena —dijo Javier—. ¿Qué le pasó?

—El marido la dejó. Ahora vive sola, malviviendo. Da pena.

—Bueno, son sus problemas. Cada uno con su vida.

Antonio asintió y volvió al salón. Javier se marchó poco después, no sin antes preguntar:

—Mamá, ¿seguro que estás bien?

—Sí, hijo. Ve con cuidado.

Tras su partida, el silencio llenó la casa. Antonio miraba la televisión; ella fingía leer. Pero las letras se difuminaban.

A la mañana siguiente, Antonio se fue al trabajo como siempre. Un beso en la mejilla, un “que tengas buen día”. Todo normal, como si nada hubiera cambiado.

María no pudo concentrarse. Sus compañeros preguntaron si estaba enferma, pero ella solo murmuró sobre cansancio.

Esa noche,Y al anochecer, mientras miraba las llamas de las velas consumirse, comprendió que el mayor regalo no eran los gemelos, sino la libertad de empezar de nuevo.

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El regalo que arruinó mi matrimonio