**Diario Personal**
No podía creer lo que acababa de escuchar. La voz de Javier temblaba de ira frente al notario.
—¿Cómo es posible? —gritó, agitando el testamento bajo la nariz del hombre—. ¡El piso es para el yerno! ¡La casa de campo es para el yerno! ¡Hasta el coche es para él! ¿Y a mí, su hijo, qué me deja? ¡Un garaje y herramientas de jardín! ¿Herramientas?
El notario, un señor mayor de gafas redondas, ajustó sus lentes con calma antes de responder.
—Javier, su padre tenía todo el derecho de repartir sus bienes como considerase justo.
—¡No es justo! —vociferó Javier, los ojos inyectados de rabia—. ¡Antonio solo lleva cinco años casado con mi hermana, y recibe más que yo! ¿Dónde está la equidad?
En un rincón de la habitación, Antonio permanecía callado, las manos apretadas en los bolsillos. Su rostro pálido delataba las noches sin dormir.
Laura, mi hermana y su esposa, intentó mediar.
—Javier, por favor, cálmate. Papá sabía lo que hacía.
—¡Tú cállate! —le espetó su hermano—. Seguro que tu marido te convenció para influir en él mientras estaba enfermo.
Antonio se levantó de golpe.
—Repítelo si te atreves.
—¡Lo repito! —Javier se acercó, señalándolo con el dedo—. Te aprovechaste de un anciano enfermo. Te hiciste el amable, pero solo querías su herencia.
—¡Basta ya! —Laura interrumpió, los ojos brillantes de lágrimas—. Antonio cuidó de papá día y noche en el hospital. ¿Y tú? ¿Dónde estabas, Javier?
—¡Tenía que trabajar! ¡Tengo una familia que mantener!
—¡Pues Antonio también! —gritó ella—. Gastó sus vacaciones en cuidarlo, lo acompañó a cada cita médica… ¡Mientras tú ni siquiera llamabas!
El notario suspiró, cansado del escándalo.
—Por favor, resuelvan esto fuera. El testamento es legal. Su padre estaba en pleno uso de sus facultades cuando lo firmó.
Javier volvió a leer el documento, temblando de furia.
—”Piso en Chamberí: Antonio Martín López. Casa en la Sierra de Madrid: Antonio Martín López. Coche: Antonio Martín López…” —Su voz se quebró—. Y a mí, Javier Ruiz Moreno: un garaje y cincuenta mil euros. ¡Cincuenta mil! ¡Una limosna!
Antonio, incómodo, se acercó.
—Javier, yo no pedí nada. Incluso intenté disuadirlo. Le dije que todo debería ser para sus hijos.
—¡Qué convincente! —soltó Javier con sarcasmo.
Laura intervino.
—¿Sabes lo que papá le respondió? Dijo: “Antonio, aunque no es mi sangre, se ha portado como un hijo. Tú solo aparecías cuando necesitabas dinero”.
Javier palideció.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es —afirmó Laura—. Él esperaba verte más.
—¡No todos podemos vivir pendientes de los mayores! —replicó Javier.
—Antonio lo hizo por amor —dijo ella—. No por obligación.
El silencio se adueñó de la habitación. Finalmente, Javier amenazó.
—Impediré que este testamento se cumpla.
Antonio se encogió de hombros.
—Es tu derecho.
—Por el amor de Dios, Javier —rogó Laura—. ¿Vas a destruir la familia por dinero?
—Fácil decirlo cuando tu marido se queda con todo —murmuró Javier antes de salir, dando un portazo.
Esa noche, bajo la luz tenue del salón, Antonio confesó sus dudas.
—¿Hice mal en aceptar?
Laura le tomó la mano.
—Papá tomó su decisión. Sabía quién lo quería de verdad.
Al día siguiente, Javier llamó para anunciar que llevaría el caso a juicio. Seis meses después, el tribunal dictaminó a favor del testamento. La jueza confirmó que don Manuel, mi padre, había actuado con lucidez.
En la salida del juzgado, Javier se nos acercó, amargo.
—Ganaste. Espero que te sientas orgulloso.
Antonio bajó la vista.
—Lo único que lamento es haber perdido un hermano.
Javier se marchó sin mirar atrás.
Con el tiempo, nos mudamos al piso de papá. La casa de la sierra se convirtió en nuestro refugio familiar. Un día, mi hijo pequeño preguntó:
—Papá, ¿por qué el abuelo no le dejó casi nada a tío Javier?
Antonio lo miró con ternura.
—Porque el legado no son solo cosas materiales, hijo. Es también reconocer a quienes te acompañaron en vida.
Javier recibió lo que sembró: desinterés. Nosotros, en cambio, el cariño de un hombre que nos consideró su familia.
Y eso, al final, vale más que todo el oro del mundo.
**(Fin del diario)**