Los invitados llegaron de repente, a Doña Carmen se le torció el gesto. A su hijo le recibió con alegría, pero esa libélula que revolotea alrededor de Paco… y él, el muy bobalicón, con la boca abierta. ¡Ay!
—Mamá, hola, hemos venido de visita con Leticia.
—Ya veo —respondió Carmen, abrazando a su hijo con una sonrisa forzada.
—Mamá… tenemos una noticia feliz.
—¿Cuál?
—Hemos presentado los papeles, ¡ta-chán!
—Vaya, ¿tan pronto?
—¿Tan pronto? Mamá, ¿qué dices? Llevamos un año juntos, hemos decidido casarnos.
—Bueno, ya que está hecho, acomódense. No tengo tiempo, iré a la tienda a comprar algo.
Carmen necesitaba desahogarse, estar sola. ¿Cómo había pasado? Paco, su osito, había crecido, se había ido a la gran ciudad, vivía su vida, trabajaba, y ahora se casaba…
—Mamá, ¿qué tienda ni qué nada? Hemos traído de todo, comida, un montón.
Carmen se dejó caer en una silla, agotada, con ganas de llorar, de acurrucarse en la cama como cuando era niña. Esa libélula —así llamaba Carmen a la novia de su hijo— no le caía bien, por más que lo intentara. Demasiado alborotada. A Paco le vendría mejor una chica tranquila, de por aquí.
Como Anita López, qué buena chica, callada, hacendosa. Estudió contabilidad, trabaja, va a la biblioteca. ¡Hasta compartieron pupitre en el colegio! ¿Por qué no casarse con ella? Podrían vivir en la ciudady volver los fines de semana, traer a los nietos. Los López son buena gente, responsables. Una familia así es un honor.
¿Y él qué hace? Se enreda con esa urbanita, como si llevara un tesoro en la mano. ¡Qué asco! La muy libélula lo tiene embrujado.
Los jóvenes sacaron la comida. Jamones, embutidos, frutas… hasta había que hacer espacio en la nevera. Había que preparar algo para mañana, invitar a vecinos y familia. Aunque quizá ni boda habría, pero las tradiciones son las tradiciones.
¿Dónde estaba otra vez Manolo? ¿Ya comió en el bar de la esquina? Le encanta comer allí. Bueno, iré a preparar algo.
—Mamá, nos vamos al río.
—Vayan, ¿qué más da…?
¡Al río! Qué ganas. Si hubiera venido solo, hasta hubiera ayudado en el huerto. Pero con esta princesa, no hay quien lo mueva.
Carmen dio vueltas como una peonza, llamó a media aldea para celebrar al día siguiente. Cansada, se recostó un momento. Cerró los ojos y, al abrirlos… ¡Santo cielo! ¿Qué estaba pasando?
—¿Y esto qué es?
—Mamá, queríamos ayudar, preparar la cena mientras descansabas.
—¿Cena? ¿Y la vajilla buena? ¡Los platos están en el armario! Manolo, ¿tú qué dices?
—¿Yo? Pues que hacen bien. Esa vajilla solo junta polvo.
—¡Estáis locos! ¿Cómo se os ocurre? ¡Las copas de cristal, los cuencos de porcelana! ¿Qué está pasando?
—Mamá, ¿qué pasa? Estamos poniendo la mesa para una cena en familia, ¿y lloras por unos platos?
Carmen agitó la mano y se fue a su cuarto, viendo de reojo cómo la libélula partía los embutidos. Todo lo guardaba para una ocasión especial… Ahora ni eso.
—Mamá, cámbiate y ven a la mesa —llamó Paco.
Salió y… ¡Dios mío! Hasta el mantel nuevo estaba puesto. Y las copas… ¡Su porcelana, intacta durante años, ahora servida así! Manolo, ¡hasta se había puesto camisa nueva!
—Carmen, venga, cámbiate. Es una celebración.
—¿Celebración? ¿Qué hija? —murmuró entre dientes.
—Mamá, ¿qué te pasa? —Paco la tomó de las manos, pero ella se soltó, histérica. Gritó que era su casa, sus reglas. Que no tocaran su vajilla, que guardaba los embutidos para algo importante…
—¡Basta! —Manolo golpeó la mesa—. ¿Qué tontería es esta? ¿Cuándo será ese día especial? —se golpeó el cuello—. ¿Lo ves aquí?
Llevamos años comiendo en platos feos, bebiendo en vasos viejos, ¡y tenemos tres vajillas enteras! Esto es de todos, Carmen. Paco también puede usarlas. ¡Y saca esa alfombra! Lleva años enrollada, ¡la polilla se la está comiendo! Y tú, ponte ese vestido nuevo.
Carmen parpadeó, confundida… pero al final se vistió con su mejor traje, pendientes de oro, medias de nailon…
Entró la tía Rosario, la vieja del pueblo.
—¿Qué milagro es este? ¡Carmen de gala! ¿Se ha muerto alguien?
—¡Qué dices, tía! —Carmen contuvo el “libélula” a tiempo—. Es que Paco y… mi futura nuera están aquí. Pasa, siéntate.
—Carmen —la anciana la miró recelosa—, ¿seguro que no te ha dado un aire?
—Por Dios, tía. Toma, come algo. Lo trajeron los niños.
—Vaya… Yo tampoco voy tan arreglada.
—Mañana sí —dijo Manolo—. Mañana es la fiesta.
—¿Mañana? ¿Y hoy qué?
—Solo cenamos, tía Rosario.
—Vaya señoritos…
La anciana se fue corriendo a esparcir el chisme: los Quintero se habían vuelto locos, comiendo en porcelana, bebiendo en cristal, vestidos como para una boda.
Al día siguiente, la casa estaba llena de curiosos. Todos querían ver a Carmen y Manolo, que se atrevieron a romper las normas.
—¡Eh, este anís sabe mejor en copa de cristal! —dijo el compadre Pepe.
Su mujer, Luisa, se rió.
—Te vas a enterar, Pepe…
—¡Venga, Luisa, que hoy nos permitimos todo!
—¡Sí! —rió Luisa—. Hoy sí, Pepe.
La revolución se extendió por el pueblo. Las mujeres sacaron manteles bordados, guardaron los platos feos. Hasta las ancianas desempolvaron sus vestidos.
—Manolo, ¿cuándo llegará ese día especial? Vivimos como pordioseros, comiendo mal, durmiendo en sábanas viejas…
—Pues ya llegó, Carmen.
—Bueno… algo hay que guardar. Por si acaso.
—Claro…
***
—¡Al diablo todo esto!
—¡Rosario, estás loca! ¿Por qué sacas la ropa del baúl?
—¡Porque de ahora en adelante dormiremos en sábanas buenas! ¡Y pondremos la alfombra! ¡Toda la vida esperando…!
—Pero… ¡son los bordados de tu suegra!
—¿Y para qué los hizo, viejo chocho? ¡Tu madre lleva muerta treinta años! ¡Yo ya no espero más!
—Rosario… estas toallas, las tejía mamá… Mira los gallos bordados…
—¿Crees que no lo sé? ¡Los bordé yo misma hace medio siglo! ¿A que son bonitos, eh?
—Pues… sí…