La nuera despide a su jefe

La Suegra Fue Despedida

Silvia Martín miraba por la ventanilla del autobús mientras recorría las calles conocidas de Madrid. Cada mañana, el mismo trayecto al trabajo, las mismas paradas, los mismos rostros de los pasajeros. Pero hoy era distinto. Hoy era el último viaje.

En su bolso guardaba la carta de dimisión por voluntad propia. Una fórmula estándar, sin sorpresas. Pero detrás de esas palabras se escondía una historia que aún le costaba creer.

El autobús se detuvo frente al centro comercial donde estaba la oficina de la empresa de su hijo. La misma empresa en la que había trabajado como contable durante cuatro años. La misma que Javier había fundado recién salido de la universidad, con su ayuda y apoyo.

—Mamá, ¿estás segura? —preguntó Javier la noche anterior, cuando ella le entregó la carta—. ¿No quieres pensarlo un poco más?

—Estoy segura, hijo —respondió ella—. Será lo mejor para todos.

Pero ahora, subiendo las escaleras hacia la oficina, sentía un nudo en el pecho. Cuatro años de esfuerzo, de orgullo por los logros de su hijo, quedaban atrás.

Todo empezó el día que Javier llevó a casa a Lucía. Una chica guapa, inteligente, con un título en economía. Silvia la quiso desde el primer momento, feliz de que su hijo hubiera encontrado a alguien así.

—Mamá, esta es Lucía —dijo Javier, radiante—. Mi prometida.

—Encantada, Silvia —dijo Lucía, estrechándole la mano—. Javier habla mucho de ti.

Se casaron un año después. Una boda sencilla pero llena de amor. Silvia cocinó la comida, decoró el salón, moviéndose como un torbellino. Quería que fuera un día inolvidable.

Lucía se mudó con ellos. El piso era pequeño, de dos habitaciones, pero había espacio para todos. Silvia siempre había soñado con una familia grande, con risas de niños llenando la casa.

—Mamá, ¿y si Lucía trabaja con nosotros? —propuso Javier una noche en la cena—. Tiene formación en economía, podría ayudarnos a crecer.

—Claro que sí —respondió Silvia—. Cuantos más, mejor.

Lucía empezó como responsable de ventas. Dinámica y ambiciosa, rápidamente demostró su valía. La empresa creció, ganó clientes, aumentaron los beneficios.

—Silvia, ¿podemos hablar? —preguntó Lucía un día, entrando en contabilidad.

—Por supuesto, cariño. ¿Qué pasa?

—He pensado que podríamos modernizar la contabilidad. Usar programas nuevos, automatizar procesos.

Silvia asintió. Sabía que sus métodos antiguos quedaban obsoletos.

—Tienes razón, pero a mi edad me cuesta aprender.

—No te preocupes —sonrió Lucía—. Yo te ayudo.

Y así fue. Lucía explicaba, repetía, era paciente. Silvia se esforzó, pero la tecnología se le resistía.

Javier también la animaba, elogiando su dedicación. Pero la empresa seguía creciendo. Más empleados, más papeleo, más presión.

—Mamá, ¿vas bien con tanto trabajo? —preguntaba él.

—Voy tirando, aunque no es fácil.

Silvia se agotaba. Antes llevaba ella sola la contabilidad de una empresa pequeña, pero ahora el volumen se había multiplicado. Trabajaba hasta tarde, llevaba documentos a casa.

—¿Contratamos a otro contable? —sugirió Javier.

—¿Para qué gastar más? —objetó Lucía—. Silvia es experta, solo necesita tiempo.

Pero Lucía empezó a señalar errores. Informes tarde, cálculos mal hechos, papeles mal archivados.

—Silvia, hay que tener más cuidado —decía—. De esto depende la empresa.

—Lo siento, intentaré mejorar.

Silvia revisaba cada número, trabajaba hasta la madrugada. Pero los errores seguían apareciendo. La edad pesaba.

—Javier, tenemos que hablar —dijo Lucía una noche, creyendo que Silvia no escuchaba—. Tu madre no da abasto.

—No exageres, trabaja mucho.

—Sí, pero no es eficiente. Esto es un negocio. No podemos mantener a alguien que no rinde, aunque sea familia.

Silvia lo oyó y sintió un vacío. “Ineficiente”. Así la veía ahora su nuera, a la que había querido como a una hija.

Al día siguiente, Javier entró en su despacho con cara de culpa.

—Mamá, tengo que hablarte. La situación es complicada. Quizá deberías… tomarte un descanso.

—¿Quieres que me vaya?

—No es eso, solo… un respiro. Te lo has ganado.

—Lucía cree que no sirvo.

Javier bajó la mirada.

—No es ella. Es que la contabilidad ahora exige otro ritmo.

—Ya entiendo. Estoy vieja.

—¡No! Solo es que las cosas cambian muy rápido.

Silvia se levantó y miró por la ventana. Abajo, la gente caminaba rápido, con propósito.

—Está bien. Escribiré mi dimisión.

—Mamá, no es que te echemos…

—Lo sé, hijo. Haces lo mejor para la empresa.

—Te ayudaremos económicamente.

—Gracias.

Javier se fue, y Silvia escribió la carta con manos temblorosas. Cuatro años reducidos a unas líneas.

Esa noche, Lucía fue especialmente cariñosa.

—Silvia, hice tu gazpacho favorito —dijo, sirviendo la cena.

—Gracias, cariño.

—Javier me contó lo de tu dimisión. Es bueno que descanses. Tendrás tiempo para tus cosas.

—Sí, supongo.

—Y quizá puedas cuidar a los nietos. Javier y yo queremos tener un bebé pronto.

Silvia alzó la vista. Nietos. Siempre los había deseado. Pero ahora sonaba como un trabajo no pagado.

—Claro, estaré encantada.

Javier comió en silencio, mirándola de reojo. Sabía que sufría, pero también que había elegido a su esposa.

—Mamá, ¿por qué no visitas a la tía Carmen? —propuso—. Hace tiempo que no la ves.

—Buena idea —apoyó Lucía—. Un cambio de aire te vendrá bien.

La tía Carmen vivía en un pueblo, era diez años mayor que Silvia. Una mujer sabia.

—Sí, iré —aceptó Silvia.

Al día siguiente, entregó su trabajo a la nueva contable. Una chica joven, rápida, segura. Como ella misma había sido.

—Hola, soy Marta —se presentó—. Javier dijo que me explicarías todo.

—Claro. Empecemos con los documentos.

Silvia enseñó, respondió dudas. Marta aprendía veloz. La juventud y la formación hacían su magia.

—¿Y esta carpeta? —preguntó Marta, señalando una pila de papeles.

—Es el archivo. Los guardo por si acaso.

—¿Hay copias digitales?

—No todas. Antes trabajábamos más en papel.

Marta asintió, como quien sabe cómo deben hacerse las cosas ahora.

Para el mediodía, todo estaba entregado. Silvia guardó sus cosas en una caja: una foto de la empresa, una taza que decía “Mejor Contable”, un calendario que Javier le regaló.

—Gracias por todo —dijo Marta—. Javier contó que ayudaste a fundar la empresa.

—Sí, en los primeros días.

—Debes estar orgullosa.

“Orgullosa”. Sí, quizá. La empresa había triunfado. Que lo hiciera a costa de su salida, era lo de menos.

Javier la acompañó a la parada del autobús.

—Mamá, no te enfades, ¿vale? Sé que es duro.

—No estoy enfadada. Cada cosa a su tiempo.

—Pero te veo triste.

—Duelen los cambios, nada más.

El autobús llegó. SilviaEl autobús arrancó, y mientras las calles de Madrid se desdibujaban tras la ventana, Silvia respiró hondo, sabiendo que, al final, la vida siempre encuentra la manera de seguir.

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