**Siete Razones para Marcharse**
—¡Basta! ¡Ya no aguanto más! —Valeria arrojó el trapo al fregadero, salpicando agua por toda la cocina. —¿Me oyes, Alejandro? ¡No puedo más!
Su marido levantó la mirada del periódico, frunciendo el ceño.
—¿Otra vez con los nervios? Tómate una tila.
—¡”Tómate una tila”! —lo imitó ella, con las manos en la cintura. —Treinta años igual. «Tómate una tila, Valeria. No grites, Valeria. ¿Dónde está la cena, Valeria?» ¿Qué soy para ti? ¿La criada?
Alejandro dobló el periódico y suspiró hondo. Las mujeres, al jubilarse, se vuelven locas, pensó. Sin trabajo, inventan problemas.
—Doña Valeria —dijo con tono formal—, ¿qué ha pasado? Explíquese.
—¿Qué ha pasado? —Se rió, pero la risa sonó amarga. —Nada, Alejo. Solo he entendido algo. Tarde, pero lo entendí.
Se secó las manos en el delantal, lo desató y lo colgó con cuidado en el gancho. Sus movimientos eran lentos, calculados. Alejandro se alarmó: su esposa actuaba así cuando tomaba decisiones serias.
—Siéntate —dijo ella—. Hablemos.
—¿De qué? —Intentó volver al periódico. —¿No prefieres un café? Habías dicho que hoy habría croquetas…
—Croquetas —repitió Valeria, meneando la cabeza. —Claro, croquetas. Alejo, ¿sabes cuándo fue la última vez que hice algo por mí? No por ti, ni por los hijos, ni por los nietos. ¿Por mí?
Alejandro se turbó. Esas preguntas siempre lo dejaban sin respuesta. ¿Para qué hacer algo por uno mismo si había familia, casa, obligaciones?
—No entiendo.
—No entiendes —asintió ella—. Exacto. Nunca lo entendiste. ¿Recuerdas cómo nos conocimos?
—En el baile del casino —contestó él por inercia.
—Sí. Tenía diecinueve. Quería estudiar Filología. ¿Lo recuerdas?
Alejandro recordaba vagamente, pero para él había sido un capricho juvenil. ¿Para qué necesitaba una mujer estudios si podía casarse bien?
—Sí, algo. ¿Y qué?
—Que no lo hice. Porque tú dijiste: «¿Para qué estudiar si nos casamos? Los hijos llegarán, habrá que cuidar la casa». Y obedecí. Primera razón.
Valeria se acercó a la ventana, mirando el patio donde unos niños jugaban al fútbol. Un día soleado, como aquel en que sintió por primera vez que la vida pasaba de largo.
—Luego nació Lucía —continuó, sin girarse—. Quise trabajar cuando cumplió un año. En la biblioteca. Me encantan los libros, siempre fue así. Tú dijiste: «¿Qué tontería? ¿Quién cuidará a la niña? Quédate en casa».
—¡Y tenía razón! —se defendió él—. ¡Un niño sin madre es un desastre!
—Tenías razón —aceptó—. Segunda razón. Después vino Jorge. Luego tu madre se mudó con nosotros, ¿recuerdas? Enferma, débil. ¿Quién la cuidó? ¿Quién lavó su ropa, compró sus medicinas?
—Tú. Pero es normal, yo trabajaba…
—Normal. Tercera razón. —Se volvió, mirándolo como si lo viera por primera vez. —¿Y cuando enfermé? ¿Recuerdas la neumonía?
Alejandro se rascó la nuca. Recordaba vagamente: ella estuvo enferma, pero él estaba ocupado, con mucho trabajo en la oficina…
—Claro que lo recuerdo.
—¿Quién me cuidó con cuarenta de fiebre? ¿Quién llamó al médico?
El silencio se alargó. Alejandro recordó: solo entraba en el dormitorio para preguntar cómo estaba y luego se iba al salón. Ella se las arregló sola.
—Yo misma —respondió Valeria—. Cuarta razón.
Se sentó frente a él, con la espalda recta. Alejandro notó de pronto que había adelgazado. Y que tenía más canas. ¿Cuándo había ocurrido?
—¿Qué más? —preguntó en voz baja.
—Luego vinieron los nietos. Lucía tuvo a Martita, Jorge a Dani. ¿Y quién los cuidaba cuando los padres trabajaban? Yo. ¿Quién les ayudaba con los deberes, les daba de comer?
—Las abuelas están para eso.
—Las abuelas. Claro. ¿Y los abuelos? —Valeria sonrió con ironía. —En el bar con los amigos. O de pesca. Porque «yo trabajé toda la vida, ahora descanso». Quinta razón.
Alejandro se removió en la silla. La conversación tomaba un rumbo incómodo. Ella iba a algún lado, pero ¿a dónde?
—Valeria, ¿a qué viene esto?
—No quiero probar nada. Solo explicarte. —Se levantó, sacó una jarra de gazpacho del frigorífico. —¿Quieres?
—Sí.
Sirvió el gazpacho en dos vasos. Él bebió en silencio mientras ella continuaba:
—Sexta razón: no me ves. Estoy aquí, pero no me miras. No sabes cuál es mi vestido favorito, ni mi cumpleaños sin que te lo recuerden. No te interesa lo que pienso, lo que leo. Soy parte del mobiliario. Cómoda, invisible.
—¡Qué dices! ¡Llevamos treinta años juntos!
—Juntos —asintió—. Pero no unidos. ¿Sabías que llevo seis meses yendo a un taller de teatro?
Alejandro se quedó perplejo. ¿Taller? Su esposa siempre estaba en casa, ocupándose de los quehaceres…
—No lo sabía —admitió.
—Allí hay gente que me escucha. Que sabe mi nombre. No «mamá», ni «abuela». Valeria.
Bebió el último sorbo y dejó el vaso vacío.
—Y la séptima razón, Alejo: estoy harta de ser infeliz. Cada mañana pienso: otro día igual, otra vez cocinar, limpiar, tu cara de disgusto si la cena se retrasa… La soledad en mi propia casa.
Alejandro sintió un nudo en el pecho. ¿Era tan malo? Él no era un monstruo. Trabajó duro, mantuvo a la familia, no bebía…
—No exageres, Valeria. Tenemos una vida normal. Casa, hijos, nietos…
—Normal. Ese es el problema. Normal es no sentir nada. Ni alegría ni tristeza. Solo existir. Tengo sesenta y dos años. Y quiero vivir, antes de que sea tarde.
Valeria abrió el armario, sacó una maleta pequeña. Alejandro se heló.
—¿Qué haces?
—Me voy. A casa de mi hermana, a Zaragoza. Tiene un taller literario en el centro cultural. Quiero escribir. Aunque no sea buena, quiero intentarlo.
—¿Y yo? ¿Y la casa?
—Aprenderás a vivir solo. Cocinar, planchar. Los nietos crecerán sin mí. La casa… —miró alrededor— seguirá aquí.
Alejandro se levantó, se acercó a ella. Por primera vez en años, no supo qué decir.
—Valeria, hablemos. Puedo cambiar…
—¿Qué cambiarás, Alejo? ¿Tu carácter a los sesenta y ocho? ¿Tus costumbres? Es tarde. Demasiado.
—Pero nos quisimos.
—Sí. Hace mucho. Luego dejaste de verme, y yo dejé de respetarme. ¿Qué queda de ese amor? La costumbre. El miedo a estar sola.
Cerró la maleta. En sus ojos no había ira, solo cansancio y alivio.
—No te abandono. Me voy a buscarme a mí misma. A la Valeria que quería estudiar, crearY cuando la puerta se cerró tras ella, Alejandro se quedó con el eco de sus palabras, comprendiendo, por fin, que el amor no era solo costumbre, sino elección.