**Cómete mi dolor**
A Inés lo que menos le apetece es trabajar con niños. Es complicado, tedioso y arriesgado. El espacio de posibilidades alrededor de un crío aún no está definido, y el peligro de atraer alguna probabilidad indeseable es demasiado alto.
Los niños viven en el campo energético de sus madres, así que toca lidiar también con ellas. Además, los pequeños tienen una imaginación desbordante. ¿Quién no soñó con tener poderes mágicos de niño? ¿O inventarse un amigo fantástico? Cada palabra de ese tipo de «clientes» hay que verificarla, lo cual supone un esfuerzo extra.
Cuando Inés vio en su puerta a una mujer vestida de negro ostentoso, con labios rojo sangre y párpados azul oscuro, la bruja ni pestañeó. Gente excéntrica no le faltaba. Pero el niño de unos diez años, asustadizo y escondido tras ella, hizo que se le erizara el vello. Iba a decir que no atendía a niños, pero la dama la interrumpió con aire autoritario:
—Tenemos cita. Soy Adela, hablé con usted ayer. ¿Recuerda? En mi foto de perfil salgo con mi gata.
Ah, sí, la gata.
—Adelante, pasen.
«A lo mejor el problema es de Adela y ha traído al niño porque no tenía con quién dejarlo», pensó Inés con esperanza, observando discretamente a su clienta. Adela era una mujer entrada en los cuarenta y tantos, con curvas generosas y un atractivo que aún no se había esfumado. De esas que dicen: «está en la flor de la vida». Llevaba un maquillaje llamativo, casi excesivo, pulseras que repiqueteaban con cada gesto y gestos teatrales, como si interpretara una obra. ¿El negro? ¿Quería dar misterio? ¿O era luto? En cualquier caso, lo llevaba con un disfrute indisimulado. «Amante del drama. Ahora me tocará ser espectadora», dedujo Inés.
—Mi marido ha muerto —anunció la mujer con tono trágico. Sacó un pañuelo y secó unos ojos perfectamente secos.
—Lo siento —respondió la bruja con educación—, pero no hago sesiones de espiritismo. Lo considero peligroso e inútil.
Al no obtener la reacción esperada, Adela cambió de táctica.
—En mi familia hubo brujos —susurró con dramatismo—. Mi tatarabuela practicaba la magia, y mi tía séptima…
«Deja que adivine: también hacía conjuros, ¿no?» Inés contuvo a duras penas una sonrisa irónica. La cantidad de «brujos», «chamanes» y «hechiceros» heredados que llamaban a su puerta había alcanzado cotas absurdas. Si rascas un poco, en todas las familias hay alguien que hacía rituales a escondidas. La magia, pese a los prejuicios, siempre ha existido. Pero, ¿acaso alguien es boxeador profesional solo porque su abuelo subió al ring? Pues con la brujería, igual.
—El caso es que en mi familia hay un Don. Pasa de generación en generación. A mí, por suerte —Adela escupió por encima del hombro izquierdo, aunque Inés notó un destello de decepción en sus ojos—, me lo salté. Pero mi hijo Víctor… —sus ojos brillaron con un orgullo que a Inés le resultó incomprensible— ¡ve fantasmas!
«¿Que ve fantasmas? Mal asunto.» Inés barajó opciones. La primera y más probable: debut de esquizofrenia. No entendía por qué los padres llevaban a niños con alucinaciones a videntes en vez de a psiquiatras. La segunda: que hubiera un Don de verdad. Normalmente, ese «Don» era un demonio familiar, heredado como los ojos verdes o la calvicie.
—¡Cuéntale lo de los fantasmas! —ordenó la madre. El niño habló con desgana, solo porque se lo pidieron.
—No son fantasmas, es uno solo. Mi padre viene a verme todas las noches…
Víctor se calló y miró a su madre con expresión suplicante. Como diciendo: «Ya está, ¿nos vamos?». Ella ignoró la mirada, erguida y orgullosa, como cuando alguien presume de las notas de su hijo o de sus trofeos.
¿Una vinculación necrótica? ¿O pura psicología? El niño echaba de menos a su padre y… Inés se interrumpió. Detrás del crío se dibujó una silueta oscura. No era el padre. La criatura la observaba sin pestañear. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero mantuvo la calma. Parecía que el niño sí tenía un demonio. El asunto era más serio de lo esperado.
—Mire, se me ocurre una idea: ¡en «El gran desafío paranormal» nunca han tenido un niño! Sería un bombazo, ¡un niño médium!
Víctor se encogió en la silla, asustado, lamentando haber hablado. Vaya, Adela era más fan de los «show» de lo que Inés había calculado.
—Su energía es muy intensa. Y su aura… demasiado densa. Para evaluar a su hijo, necesito estar a solas con él —Inés despachó a la madre histérica a la calle—. Dele una vuelta, vaya de compras. Vuelva en una hora.
Adela se ofendió un poco, pero las palabras «energía» y «aura» la convencieron. Víctor se quedó solo con Inés. Al principio, no quiso hablar. Se cerró en banda, mordisqueó una galleta y respondió con monosílabos, como diciendo: «Déjame en paz, bruja. Esto no es asunto tuyo.»
Demasiado íntimo. Demasiado doloroso. Inés lo fue sacando con cuidado. Nada de preguntas sobre el padre muerto. Le habló del cole, los amigos, las chicas. Durante veinte minutos, el niño resistió, pero al final se relajó, se sonrojó y bajó la guardia. Al parecer, los adultos rara vez se interesaban por él, así que cualquier atención le sabía bien.
Inés cerró los ojos, sintonizó con su voz y empezó a explorar qué le pasaba realmente a Víctor.
***
Víctor quería a su padre más que a nadie en el mundo. Nadie en el barrio tenía un padre como el suyo. Jugaban a los soldaditos, patinaban, y su padre le enseñó a nadar en el río y a hacer trucos de magia. Cuando sus padres discutían, Víctor siempre estaba del lado de su padre, aunque este olvidara o liara algo. Por los globos y el algodón de azúcar, el niño lo perdonaba todo.
Cuando en el cole les mandaron escribir sobre «Mi mejor amigo», Víctor escribió de su padre. La señorita Pilar lo llamó después de clase. Le preguntó si había escrito de él porque no tenía amigos. Víctor calló, pero pensó: «Qué tonta eres, señorita. En el cole tengo muchos amigos: Manolo, Dani, Pablo. Pero mi mejor amigo es mi padre.»
…Cuando su padre murió en un accidente, su madre lloró, se arrancó mechones, se tiró al suelo gritando que no podía vivir sin él. En el tanatorio, casi se tira dentro del ataúd. Decía que la enterraran con él, y por las noches aullaba como un perro herido.
Víctor no podía llorar. Bueno, lloraba, pero por dentro. Se volvió callado, huraño. No paraba de pensar que su padre lo había invitado a pescar ese día. Pero él prefirió ir con los amigos. «Si hubiera ido, quizá mi padre no habría pasado por esa calle. No le habría atropellado ese borracho.»
Esa idea le roc…Al día siguiente, Víctor despertó sin el peso en el pecho, y aunque recordaba a su padre con cariño, por primera vez sintió que podía seguir adelante, mientras Inés, mirando por la ventana, sonreía al ver cómo la vida, incluso en sus formas más oscuras, a veces elige ser amable.