**Alimentó, acogió, traicionó**
La lluvia repiqueteaba en el tejado de la casita de campo cuando doña Carmen escuchó unos golpes tímidos en la puerta. Dejó a un lado su labor de punto y aguzó el oído. Los golpes se repitieron, frágiles, casi suplicantes.
—¿Quién es? —gritó acercándose a la entrada.
—Por favor, ábrame —respondió una voz femenina débil—. Estoy perdida…
Doña Carmen abrió la puerta con la cadena puesta. Fuera, empapada, había una joven de unos veinticinco años. El pelo oscuro pegado al rostro, la chaqueta ligera calada hasta los huesos. En sus manos, un pequeño bolso.
—¡Santo cielo, estás hecha una sopa! —exclamó quitando la cadena—. Pasa, no vayas a enfermarte.
—Muchas gracias —dijo la chica al entrar, dejando charcos en el felpudo—. Soy Lucía. Iba por el sendero y me metí sin querer en el bosque. El móvil se quedó sin batería, no sé dónde estoy.
—Anda, quítate esa ropa ahora mismo —se apresuró doña Carmen ayudándola—. ¡Gotas por todas partes! ¿Qué haces sola por aquí con este tiempo?
Lucía bajó la mirada.
—Discutí con… mi novio. Me dejó en mitad de la carretera y dijo que caminara. No sabía que estaba tan lejos del pueblo.
—¡Vaya sinvergüenza! —se indignó la mujer—. ¿A quién se le ocurre dejar a una chica así? Anda, vamos a la cocina, te haré un té. Estás temblando.
La cocina, pequeña pero acogedora, olía a albahaca. Doña Carmen puso la tetera y sacó una bata de toalla.
—Ponte esto mientras se seca tu ropa. ¿De dónde eres?
—De un pueblo cercano —respondió vagamente Lucía, agradecida—. Trabajo en la ciudad, en una oficina.
—¡Está la juventud que no se respeta! —meneó la cabeza la anciana—. En mis tiempos, los hombres tenían más educación. Siéntate, que te prepararé algo de comer.
Rebuscó en la nevera: huevos, queso, pan de ayer. En un santiamén, tenía hecha una tortilla.
—Come, no seas tímida —puso el plato frente a Lucía—. Se te ve hambrienta. ¿Cuándo comiste por última vez?
—Esta mañana, poco —admitió la chica devorando la comida—. Llevábamos todo el día discutiendo…
—¿Y de qué fue la pelea? Si no es indiscreción.
Lucía masticó lentamente.
—Quería que viviéramos juntos. Pero yo tengo mis planes, mi trabajo… Aún no estoy preparada. Se enfadó y me soltó de todo.
—Haces bien en no apresurarte —asintió doña Carmen—. Yo a tu edad me casé con el primero que me dijo algo bonito. Creí que el amor lo aguantaba todo. No fue así. Me dejó con un niño pequeño.
—¿Tiene un hijo? —preguntó Lucía.
—Tuvo —la cara de la mujer se ensombreció—. Ya adulto, con su familia. Pero no nos llevamos bien. Casi no nos vemos.
Sirvió té y removió el azúcar pensativa.
—¿Y vive aquí sola? —preguntó Lucía con cuidado.
—Sola. Esta casa la construyó mi segundo marido, que en paz descanse. Ahora solo vengo en verano, no todos los años. En la ciudad tengo mi piso.
La lluvia amainó, pero la noche caía rápido.
—Quédate a dormir —propuso doña Carmen—. Por la mañana te acompañaré a la parada. Ahora no hay modo de irse.
—¿Está segura? No quiero molestar…
—¡Qué va! Me hace compañía. El sofá del salón es cómodo.
Pasaron la noche charlando. Lucía habló de su trabajo en una tienda, de lo difícil que era alquilar en la ciudad. Doña Carmen contó historias de su juventud y se quejó de la soledad.
—Las amigas se han ido muriendo o se mudaron con sus hijos —suspiró—. Los vecinos también mayores, siempre enfermos. Aburrido estar sola…
—¿Y por qué no lleva bien con su hijo? —preguntó Lucía con tacto.
El rostro de doña Carmen se endureció.
—A su mujer no le caigo bien. Dice que me meto en sus asuntos. ¿No puedo interesarme por mis nietos? Hasta en Navidad me evitan.
Por la mañana, el sol asomó. Doña Carmen le preparó un tupper para el camino y la acompañó a la parada.
—Muchísimas gracias —dijo Lucía con emoción—. ¡Me salvó!
—¡Bah! Vuelve cuando quieras. Apunta la dirección.
Lucía la guardó en el móvil y se despidió desde el autobús.
Pasaron semanas. Doña Carmen casi la había olvidado cuando volvió a escuchar aquel golpe conocido.
—¡Lucía! —sonrió abriendo—. ¿Qué tal, niña? Pasa.
—¿Podría quedarme un día? —pidió tímidamente—. En mi piso están reformando, no se puede vivir. La casera dijo que me fuera con familiares, pero…
—¡Claro! Quédate lo que necesites.
Lucía se instaló en la habitación de arriba. Ayudaba en las tareas, cocinaba, limpiaba. Doña Carmen estaba encantada.
—Mejor que una hija —le confesó a la vecina—. Cocina de maravilla y hasta sabe coser. Ojalá mi nuera fuera así.
Los días pasaban tranquilos. Lucía iba y venía del trabajo. Por las noches, veían la tele juntas.
—Oye, Lucita —dijo una tarde doña Carmen—, quiero hacer testamento. Al hijo le dejaré el piso, y esta casa… ¿Qué tal a ti? Total, a él no le interesa.
Lucía se ruborizó.
—¡No diga eso, doña Carmen! Es pronto para pensarlo. Además, tiene familia.
—Familia que me ignora. Tú eres como una hija.
El tiempo pasó. Lucía se integró en la casa como si siempre hubiera estado allí. Doña Carmen floreció con su compañía.
Hasta que todo cambió.
Un infarto la llevó al hospital. Lucía la visitaba cada día, le llevaba comida, le leía.
—El médico dice que pronto la darán de alta —le explicó en una visita—. Se recuperará en casa.
—Lucita —murmuró la mujer débilmente—, en el cajón de la mesilla hay un sobre. Documentos importantes. Por si me pasa algo…
—¡No hable así! Todo irá bien.
Pero su estado empeoró. Los médicos hablaban de cirugía.
Lucía volvió del hospital agitada. Buscó el testamento en el cajón. La casa estaba destinada a ella.
Marcó un número en el móvil.
—¿Javier? Soy Lucía. Nos conocimos… Sí, exacto. Tu madre está grave. Deberías venir.
Al día siguiente, llegó un hombre cincuentón con su esposa y dos adolescentes. El hijo de doña Carmen tenía sus mismos ojos grises y la misma mandíbula testaruda.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó secamente.
—En el hospital. La operan hoy —respondió Lucía.
—¿Y tú quién eres? —intervino la mujer, escrutándola.
—Vivía aquí temporalmente. Doña Carmen me lo permitió.
—Ajá —bufó la mujer—. Otra aprovechada.
Javier recorrió la casa, registrando cada detalle.
—Mucho ha cambiado —refunfuñó—. ¿Se ha vuelto rica mi madre? Tele nuevo, nevera…
—Lo compramos juntas —susurró Lucía—. Yo ayudaba.Y al final, doña Carmen murió sin saber que su verdadera familia no era la de sangre, sino aquella chica a la que una vez abrió la puerta en una noche de lluvia.