**El más cercano aunque no sea de sangre**
—¡Doña Carmen, pero qué está diciendo! ¡Eso no se hace! —La voz de Miguel Esteban temblaba de indignación—. ¡Si yo ni siquiera soy familia suya!
—¿Y quién lo es, entonces? —La mujer se enderezó de golpe, apretando entre sus manos un papel arrugado del hospital—. ¿Mi hijo, que llama cada seis meses desde su Madrid? ¿O mi nieta, que parece haberse olvidado de su abuela? En cambio, tú llevas tres años preguntando cada día cómo estoy, comprándome las medicinas cuando no me llega la pensión…
Miguel Esteban se removió incómodo en el recibidor. Alto, encorvado, con sesenta y cinco años a cuestas, barba canosa y unos ojos bondadosos pero cansados. Había venido por la mañana, como siempre, a ver si necesitaba algo del supermercado, y se encontró con esto…
—Pero ¡lo de la casa no puede ponerse a mi nombre! ¿Qué dirá la gente? ¿Qué pensarán los vecinos? —Nervioso, retorcía su vieja gorra entre las manos.
—¡Y a mí qué me importa lo que piensen! —Carmen pasó a la habitación y se dejó caer en su sillón favorito junto a la ventana—. Siéntate, no te quedes ahí plantado como un poste.
Miguel se acomodó tímidamente al borde del sofá. Fuera, una llovizna otoñal resbalaba por los cristales, haciendo que el ambiente dentro resultara aún más acogedor. En el alféizar florecían violetas—las había traído él en primavera, diciendo que en su casa no sobrevivían pero que aquí, quizá, alegrarían a la dueña.
—Escúchame bien —Carmen juntó las manos sobre las rodillas—. Ayer estuve en el médico. El corazón no anda bien, la presión va como loca. Dice que en cualquier momento podría… Bueno, ya me entiendes.
—¡No hable así! —se apresuró a decir Miguel—. Todavía le queda mucha vida, yo seguiré ayudándola como hasta ahora. Hay medicinas nuevas, más eficaces…
—Miguel —llamó ella en voz baja, y él se sobresaltó. Rara vez lo llamaba por su nombre de puro—. ¿Sabes de qué te hablo? Me da miedo morir sola. Mucho miedo. Contigo no da tanto terror.
Se conocieron tres años atrás, en la cola del ambulatorio. Ella, con un volante para el cardiólogo, se agarraba el pecho, jadeando. Él, sentado cerca, esperaba turno para el urólogo. Al verla mal, se acercó y le ofreció agua de su botella.
—Gracias, cariño —susurró entonces Carmen—. Eres un buen hombre.
Luego resultó que vivían en edificios colindantes. Miguel empezó a pasar a verla, a preguntar por su salud. Primero semanalmente, luego cada vez más. Ella le preparaba la comida; él le arreglaba lo que se estropeaba en casa. Sin darse cuenta, se acostumbraron el uno al otro.
Miguel tenía su propia historia. Su mujer, fallecida cinco años atrás de cáncer. Sin hijos. Solo en un piso vacío donde cada objeto le recordaba el pasado. Trabajó de fontanero en una fábrica toda la vida, con una pensión modesta, viviendo callado, casi invisible.
El hijo de Carmen, Jaime, se marchó a Madrid nada más terminar la carrera. Allí trabajó de informático, se casó, tuvo hijos. Al principio venía en Navidad; luego, cada vez menos. Llamaba por cumpleaños y Nochevieja, preguntaba por compromiso cómo seguía, prometía visitas que nunca llegaban.
—Es que está muy ocupado —justificaba Carmen ante las vecinas—. Tiene un trabajo importante. Y los niños son pequeños, su mujer enferma a menudo…
Lo cierto es que Jaime se había olvidado de su madre. No por maldad, sino porque la vida lo arrastró y ella quedó al margen. Ahí está, en su pueblo, cobrando la pensión, viviendo. Nada más.
La nieta, Lucía, a veces enviaba fotos por el móvil. Una niña guapa, ojos listos… pero completamente ajena. Apenas recordaba a su abuela.
—Miguel, ¿tú nunca quisiste tener hijos? —preguntó Carmen una tarde, tomando té con el bizcocho que había horneado esa mañana.
—Sí. Mucho —revolvió lentamente el azúcar en la taza—. Pero no pudo ser. Mi mujer, que en paz descanse, estuvo años yendo a médicos. Luego ya fue tarde… Me decía: «Cásate con una joven, ten hijos». ¿Pero cómo iba a querer a otra? Ella era… la única.
Carmen extendió la mano y cubrió la suya.
—Eres un buen hombre, Miguel. De los que ya no quedan.
Él enrojeció, apartó la mirada.
—Bah, qué va. Un tipo normal.
—No. Lo normal es la indiferencia. Tú, en cambio, sufres por todo el mundo.
Y era cierto. Miguel no sabía pasar de largo ante el dolor ajeno. En el vecindario lo sabían: si había un problema, se llamaba a Miguel. A la señora Antonia del primero se le rompió el grifo—lo arregló él. A la joven madre del quinto le destrozaron el carrito unos gamberros—él le compró otro. La abuela del segundo ingresó en el hospital—él cuidó de su gata.
—Te sientes responsable de todo el mundo —le decía Carmen—. Así te agotarás.
—¿Y cómo no hacerlo? —respondía, sincero—. La gente lo pasa mal.
Los vecinos lo respetaban, pero también se reían a sus espaldas: «Demasiado bueno, como un bendito». Carmen, sin embargo, sabía que personas como él escaseaban.
Ella tampoco era fácil. Trabajó en una biblioteca toda la vida, leyendo, reflexionando. Su marido murió joven; crió a Jaime sola, dándole todo. Y él creció y voló lejos, como un pájaro. Una historia común, pero no por ello menos dolorosa.
—¿Sabes qué es lo que más me duele? —confesó una noche a Miguel—. No que se marchara. Los hijos deben labrarse su vida. Sino que se volvió un extraño. Cuando llama, su voz suena… educada, distante. Como si hablara con una conocida cualquiera.
—Quizá no sabe cómo actuar distinto —aventuró él—. Los jóvenes hoy van a lo suyo.
—No, Miguel. Sabe. Pero no quiere que forme parte de su vida. Le da vergüenza, supongo. Una madre de pueblo. Su mujer es madrileña, con padres catedráticos. Y aquí, una bibliotecaria de providencia.
—Pues es un tonto —dijo Miguel con inusual firmeza—. Perdóneme la franqueza, pero lo es. Vergüenza debería darle no valorarla.
Carmen lo miró sorprendida. Él casi nunca criticaba, siempre justificaba. Pero esta vez…
—No te enfades por mis palabras —se disculpó—. Es que no lo entiendo. Una madre solo hay una. ¿Cómo pueden apartarse de ella?
—Es que nosotros, Miguel, somos de otra época. La familia era lo primero.
Ahora, en esa misma habitación, Carmen volvía al tema del testamento. Miguel seguía torciendo la gorra, sin saber qué decir.
—Mira —continuó ella—. Ya lo he pensado. A Jaime no le hace falta el piso. Lo vendería, gastaría el dinero, y adiós. Tú, en cambio, vivirías aquí, regarías mis flores, quizá ayudarías a alguien más. Eres así, no puedes evitar socorrer.
—Doña Carmen —suspiró él—. Sé que lo dice de corazón… pero ¿y las apariencias? Dirán que vine por interés.
—¿Y viniste por interés?
—¡Por Dios! ¡Jamás! Es que… es que me sentía solo. Con usted se está en casa.
—Y yo contigo también.Y así, entre el aroma del bizcocho recién horneado y el repiqueteo de la lluvia en el cristal, los dos comprendieron que la familia, a veces, no es la que teje la sangre, sino la que teje el corazón.