El aire gélido cortaba como agujas, pero Diego no sentía el frío. Dentro de él todo estaba helado, su corazón convertido en un bloque de hielo más frío que cualquier ventisca. Estaba en medio del parque nevado, envuelto en la penumbra del atardecer, escudriñando febrilmente a los transeúntes buscando aquella pequeña figura con un mono de color fucsia. Pablo. Su nieto.
Para Diego, ese niño era su mundo entero. Apretando el teléfono en su mano, maldecía mentalmente el momento en que se distrajo con una llamada de negocios. Un solo minuto de descuido, y ahora el miedo y la culpa le oprimían el pecho. Se reprochaba sin piedad, con cada fibra de su ser.
En su mente resonaba una sola frase: “Voy a perderlo”. El último año había sido una sucesión de pérdidas irreparables. Primero su esposa, que se fue en silencio, consumida por la enfermedad. Luego llegó la noticia de los Pirineos: su hija y su yerno, padres de Pablo, habían muerto.
Aquél niño, con su mirada seria y sonrisa tierna, era su único vínculo con el pasado, su única razón para seguir adelante. La idea de perderlo le ahogaba. Se aferraba a Pablo como un náufrago a un salvavidas. No concebía la vida sin él.
La pánico crecía. Gritó, desgarrando su voz:
—¡Pablo! ¡Pablito! ¿Dónde estás?
Solo el silencio y el silbido del viento que arrastraba la nieve respondieron. Los transeúntes lo miraban con reproche: solo veían a un abuelo descuidado. Nadie sabía el dolor tras ese grito.
Cuando la esperanza casi se extinguía, un grito agudo y asustado llegó desde el río. Diego se paralizó. Era la voz de Pablo. Un chillido que helaba la sangre.
Sin pensarlo, corrió hacia la orilla. Sabía lo traicionero que era ese río. El hielo parecía firme, pero bajo la nieve blanda se ocultaban grietas mortales. Y allí, en el agua negra, forcejeaba un pequeño cuerpo con mono fucsia. Pablo.
El corazón de Diego se hundió. Corrió, tropezando en la nieve, resbalando, jadeando. La distancia parecía insalvable. Vio cómo su nieto luchaba, cómo la ropa lo arrastraba hacia el fondo. Sabía que no llegaría a tiempo. Pero en ese instante, cuando la desesperación lo inundaba, una figura oscura emergió de las sombras. Una mujer.
Se movía con agilidad felina, deslizándose sobre el hielo hasta la grieta. Con un movimiento certero, sacó a Pablo y lo arrastró hacia la orilla.
Diego se abalanzó, arrebató al niño de la nieve y lo apretó con fuerza. El pequeño lloraba y temblaba. Sin mediar palabra, Diego ordenó:
—Ven. A casa. A calentarnos.
Ella lo siguió obedientemente.
En el coche, envuelto en la chaqueta de su abuelo, Pablo se calmó poco a poco. El médico lo revisó y confirmó que estaría bien. En casa, Diego lo acostó y entró en la cocina, donde la mujer esperaba, envuelta en una bata vieja. Frágil, demacrada, con dolor en la mirada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él, ofreciéndole una taza de té.
—Lucía.
—Gracias. Salvaste a mi nieto. Mi único tesoro. No sabes lo que esto significa para mí.
Intentó darle dinero, pero ella retiró las manos.
—No hice nada especial. Cualquiera lo haría.
Diego supo que era sincera. No había codicia ni interés, solo cansancio y tristeza.
—¿Necesitas trabajo? —preguntó suavemente—. Tengo un restaurante. Hay un puesto en la cocina. El sueldo no es alto, pero es seguro. Si aceptas, me harías un favor.
Lucía levantó la vista, los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias… Sí, acepto.
Pasaron semanas. Diego cuidaba de Pablo y trabajaba, pero cada vez observaba más a Lucía. Trabajaba con dedicación, con una precisión innata. A veces aconsejaba a los cocineros como si llevara toda la vida en una cocina.
Un día llegó la crisis: un político importante pidió un banquete con condiciones imposibles. Era una oportunidad única… o una ruina segura.
Fue entonces cuando Lucía tomó el mando. Organizó el trabajo, propuso soluciones. El banquete fue un éxito rotundo.
Diego entendió: no era una simple ayudante. Era alguien en quien confiar. Alguien que también buscaba una segunda oportunidad.
Una noche, mientras revisaban el menú, sonó el teléfono. Era Javier, su chef, con la voz quebrada:
—Diego, me caí… Tengo una pierna rota. No puedo trabajar.
El corazón de Diego se detuvo.
—¿Y el menú? ¿Al menos lo empezaste?
—No —respondió Javier, avergonzado—. Lo siento, te he fallado.
Reunió al personal. Todos lo miraron con pánico.
—Javier no vendrá. Tenemos un banquete mañana y ni siquiera tenemos un menú.
El joven ayudante, Carlos, se quejó:
—Sin chef, sin ideas… ¡Es imposible!
Entonces, desde un rincón, Lucía habló:
—¿Puedo ver el pedido?
Tomó el papel y, de pronto, su timidez desapareció. Sus manos trazaron platos con maestría, reemplazando ingredientes caros por alternativas ingeniosas. Su menú era una obra de arte.
Carlos miró por encima de su hombro y se quedó boquiabierto. Cuando terminó, todos aplaudieron.
Diego la llevó a su oficina.
—Lucía, ¿por qué ocultabas este talento?
Ella bajó la mirada.
—Tuve mi propio restaurante. Antes de casarme. Lo amé con toda mi alma.
Su voz tembló:
—Mi marido era cocinero también. Jugador, ladrón… Cuando lo descubrí, secuestró a nuestro hijo, Adrián. Tenía el corazón débil.
Apretó los puños.
—Lo encerró, exigiendo el restaurante. Adrián murió de miedo, sin sus medicinas…
Compró una pistola. Le disparó. Él sobrevivió y la convenció al mundo de que ella era la loca. Fue a prisión. Perdió todo.
Diego recordaba vagamente aquellos titulares. Ahora veía a una mujer fuerte, rota pero no derrotada.
—Mañana serás la chef —dijo firmemente.
El banquete fue un triunfo. El político felicitó personalmente a Diego. Y al frente de la cocina, con gorro blanco y seguridad en cada gesto, estaba Lucía.
Diego supo entonces que se había enamorado.
Cuando los últimos invitados se fueron, se acercó a ella.
—Lucía… Cásate conmigo. Te amo.
Ella lloró.
—Yo también te amo… Pero no puedo. Tengo un pasado oscuro. No merezco arruinar tu vida.
Días después, Diego llevó a Lucía a las afueras de la ciudad. Un edificio renovado brillaba bajo la luna.
Sobre la puerta, un letrero decía:
*Restaurante Adrián*
—¿Qué es esto? —susurró ella, llorando.
Él sonrió.
—No puedo casarme con una mujer sin dote. Sería indigno. Así que te lo devuelvo.
Sacó un anillo de diamantes.
—Ahora, señora restauradora —dijo con solemnidad—, te pido que seas mi esposa. Como iguales.
Lucía le tendió su mano, sonriendo entre lágrimas. Su vida, como su restaurante, renacía de las cenizas.