**Extraño, pero el más cercano**
—¡Doña Carmen, no puede ser! ¡No puede hacer eso! —La voz de Manuel Fernández temblaba de indignación—. ¡Yo no soy familia suya!
—¿Y quién lo es? —La mujer se irguió bruscamente, apretando entre sus manos un papel arrugado del hospital—. ¿Mi hijo, que solo llama cada seis meses desde Barcelona? ¿O mi nieta, que ni se acuerda de su abuela? ¡Tú llevas tres años viniendo cada día, preguntando cómo estoy, comprando mis medicinas cuando no tengo dinero!
Manuel se removió incómodo en el recibidor. Alto, encorvado, con sesenta y cinco años a cuestas, barba canosa y ojos cansados pero amables. Había venido por la mañana, como siempre, a ver si necesitaba algo del supermercado, y ahora esto…
—Pero ¿cómo va a poner la casa a mi nombre? ¡Qué dirá la gente! ¡Los vecinos pensarán mal! —Retorcía nervioso su vieja gorra entre las manos.
—¡Me importa un bledo lo que piensen! —Carmen entró en la sala y se sentó en su sillón favorito junto a la ventana—. Siéntate, hombre, no estés ahí plantado como un poste.
Manuel se acomodó tímidamente al borde del sofá. Fuera, una llovizna de octubre resbalaba por los cristales, haciendo que la habitación pareciera aún más acogedora. En el alféizar florecían violetas—las había traído él en primavera, diciendo que en su casa no sobrevivían, pero que quizás allí alegrarían a la dueña.
—Escúchame bien —Carmen cruzó las manos sobre las rodillas—. Ayer estuve con el médico. El corazón no va bien, la presión sube y baja. Dice que en cualquier momento podría… Bueno, ya me entiendes.
—¡No diga eso! —Manuel se alarmó—. Todavía tiene mucha vida por delante. Le ayudaré como siempre. Hay medicinas nuevas, mejores…
—Manuel —lo llamó ella en voz baja, y él se sobresaltó. Rara vez usaba su nombre, siempre lo trataba con formalidad—. ¿Entiendes lo que te digo? Tengo miedo de morir sola. Mucho miedo. Contigo al lado, da menos temor.
Se conocieron hacía tres años, en la cola del ambulatorio. Ella, con un volante para el cardiólogo, se agarraba al pecho, respirando con dificultad. Él esperaba turno para el urólogo. Al verla mal, se acercó y le ofreció agua de su botella.
—Gracias, cariño —susurró entonces Carmen—. Eres un buen hombre.
Resultó que vivían en casas vecinas. Manuel comenzó a visitarla, a preguntar por su salud. Primero una vez por semana, luego más seguido. Ella le preparaba la comida; él arreglaba lo que se estropeaba en la casa. Así, sin darse cuenta, se hicieron compañía.
Manuel tenía su propia historia. Su esposa murió hacía cinco años de cáncer, no tuvieron hijos. Se quedó solo en un piso vacío, donde cada objeto le recordaba el pasado. Trabajó toda su vida como mecánico en una fábrica, con una pensión modesta, viviendo callado y sin llamar la atención.
El hijo de Carmen, Javier, se fue a Barcelona tras la universidad. Consiguió trabajo como informático, se casó, tuvo hijos. Al principio visitaba en fiestas, luego cada vez menos. Llamaba por cumpleaños y Navidad, preguntaba por su salud por compromiso, prometía visitarla… y no lo hacía.
—Está muy ocupado —justificaba Carmen ante las vecinas—. Su trabajo es importante. Y los niños son pequeños, su mujer enferma a menudo…
En realidad, su hijo simplemente la había olvidado. No por maldad, sino porque la vida lo arrastró, y su madre quedó al margen. Allá en su pueblo, cobrando la pensión, viviendo… Pues bien.
La nieta, Lucía, a veces mandaba fotos por el móvil. Una niña guapa, ojos inteligentes, pero completamente ajena. Apenas recordaba a su abuela, casi no se veían.
—Manuel, ¿nunca quisiste tener hijos? —preguntó Carmen una tarde, mientras tomaban té y un bizcocho recién horneado.
—Los quise. Mucho —revolvió lentamente el azúcar en la taza—. Pero no pudo ser. Mi esposa, que no gloria, estuvo años yendo a médicos. Luego ya fue tarde… Me decía: «Cásate con una joven, ten hijos». ¿Cómo iba a amar a otra? Ella fue… la única.
Carmen extendió la mano y cubrió la suya.
—Eres un buen hombre, Manuel. De los que ya casi no quedan.
Él enrojeció, apartó la mirada.
—Qué voy a ser… Un tipo normal.
—No, no normal. La gente normal pasa de todo. Tú te desvives por cualquiera.
Era verdad. Manuel no sabía ignorar el sufrimiento ajeno. En el vecindario todos lo sabían: si había un problema, se llamaba a Manuel. La tubería rota de la señora Antonia en el primero, el carrito destrozado de la joven madre del cuarto, el gato de la anciana del segundo cuando ella ingresó en el hospital…
—Te sientes responsable de todos —le decía Carmen—. Así te agotarás.
—¿Y cómo no? —se sorprendía él—. Si la gente lo pasa mal.
Los vecinos lo respetaban, pero a sus espaldas se reían: demasiado bueno, casi como un beato. Carmen, en cambio, lo entendía—gente así escaseaba, había que protegerla.
Ella tampoco era sencilla. Trabajó toda la vida en la biblioteca, leía mucho, reflexionaba. Su marido murió joven, crió sola a su hijo, entregándole el alma. Y él creció y se fue, como un pájaro del nido. Historia común, pero no por eso menos dolorosa.
—¿Sabes lo que más me duele? —confesó una noche a Manuel—. No que se fuera. Los hijos han de labrar su vida. Sino que se volvió un extraño. Cuando llama, su voz es cortés, fría. Como si hablara con una conocida lejana.
—Quizá no sabe expresarse mejor —aventuró Manuel—. Los hombres somos torpes para estas cosas.
—No, Manuel. Sabe. Simplemente no quiere que forme parte de su vida. Le avergüenzo, supongo. Una madre de pueblo, bibliotecaria. Su mujer es barcelonesa, sus suegros catedráticos…
—Entonces es un necio —dijo él con inusual firmeza—. Perdone la franqueza, pero lo sé. Avergonzarse de una madre así…
Carmen lo miró sorprendida. Manuel casi nunca juzgaba a nadie, siempre encontraba explicaciones. Pero esta vez…
—No te enfades por mis palabras —se disculpó—. Es que no lo entiendo. Una madre solo hay una. ¿Cómo pueden apartarse de ella?
—Es que somos de otra época, Manuel. Para nosotros, la familia pesaba más.
Ahora, en la misma sala, Carmen retomaba el tema del testamento. Manuel giraba la gorra entre las manos, sin saber qué responder.
—Escucha —continuó ella—. Lo he pensado bien. A Javier no le hace falta el piso, tiene su vida hecha. Lo venderá, gastará el dinero, y se acabó. Tú podrías quedarte aquí, regar mis plantas, quizá ayudar a alguien más. Eres así, no puedes ver sufrir a la gente.
—Doña Carmen —suspiró él—. Sé que lo dice de buen corazón… Pero ¿qué pensarán? Dirán que vine por interés.
—¿Y vienes por interés?
—¡Por Dios! ¡Jamás! Es solo que… me sentía muy solo. Y con usted se está caliente.
—Pues yo contigo también. Y tengo miedo sin ti. ¿Lo pillas? Da miedo morir sabiendo que a nadie le importas.
Sonó el teléfono. Carmen se levantó y descolgó.
—¿Javier? —su rostro se iluminó de inmediato, suave, alegre—. Hijo, ¡qué bien que llames!