**Diario Personal**
¡¿Pero qué es esto?! —exclamó Lucía, con la voz temblorosa por la indignación, plantada en medio del salón.
Todo su cuerpo vibraba de rabia. Miró a su alrededor, como si las paredes pudieran darle alguna respuesta.
—¿Otra vez?! ¡La tercera vez este mes! ¡¿Hasta cuándo?!
En el sofá, reclinado cómodamente, estaba Javier. El móvil en una mano, el mando de la tele en la otra. Alzó la mirada hacia ella, pero sus ojos permanecieron impasibles, como siempre que el tema era su madre.
—¿Otra vez qué? —preguntó, entrecerrando los ojos—. No empieces con dramatismos. Acabo de llegar, solo quiero descansar.
—¿Dramatismos? —Lucía dio un paso hacia él, subiendo el tono—. ¿A esto lo llamas dramatismos? ¡Quinientos euros! ¡Así, sin más! ¡Ni una explicación, ni preguntar para qué los necesitaba! ¡Solo transferidos!
Javier dejó el móvil a un lado y suspiró, casi imperceptible. Su expresión reflejaba más cansancio que indignación.
—¿Y qué? Es mi madre. Si necesita dinero, se lo doy. ¿Cuál es el problema?
Lucía se acercó más, las mejillas enrojecidas.
—¡El problema es que estamos ahorrando para la casa en el campo! ¡Lo hablamos! ¡Cada euro es para nuestro proyecto! ¡Y tú cada mes tiras el dinero en cosas que ni siquiera controlas! ¡Primero medicinas, luego la reforma del baño, ahora “gastos imprevistos”! ¿O es que necesitaba el último iPhone?
Javier volvió a suspirar, frotándose el entrecejo.
—Es mayor, Lucía. Le cuesta arreglárselas sola. A veces es mejor ayudar que dar explicaciones.
—¿Mayor? ¡Solo tiene sesenta y cinco! ¡Hace más ejercicio que tú! ¡Teatro, el club de campo, excursiones! ¿Y nosotros? ¿Tenemos que renunciar a nuestros planes por sus caprichos?
—¡Lucía! —La voz de Javier se endureció por primera vez—. No hables así de mi madre. Nos crió a mí y a mis hermanos.
—A ti, Javier, no a mí. Y sí, le estaré siempre agradecida. ¡Pero eso no significa que pueda exigir dinero constantemente! Vivimos con un solo sueldo. Mis trabajos freelance son inestables. ¡Lo sabes!
Y era cierto. Desde que la agencia de publicidad donde Lucía era directora creativa cerró, tuvo que buscarse la vida por su cuenta. Había trabajo, pero los ingresos fluctuaban. Su economía era frágil como el cristal. Cada gasto innecesario, un golpe más.
Soñaban con una casita en la sierra. Un lugar con rosales trepadores, barbacoas con amigos y tardes al calor de una chimenea. Pero siempre, cuando el ahorro rozaba la cifra deseada, surgía algo: la reforma de la cocina de su suegra, el tratamiento dental, nuevos muebles… Y volvían a empezar.
—Estoy harta —susurró Lucía, acercándose a la ventana—. Harta de ser segunda. De sentir que vivimos apretados mientras ella disfruta.
Javier se acercó, pero no la abrazó.
—Está enferma, Lucía. Necesita ayuda.
—¿Enferma de qué? ¿De ganas de viajar y comprar? ¿Alguna vez has comprobado en qué gasta ese dinero? Viaja, cena en restaurantes, y nosotros no hemos tenido vacaciones en diez años.
—Basta —dijo él, firme, aunque su tono volvió a ser indiferente—. No quiero discutir.
—¡Claro que no! —Lucía se giró bruscamente—. Nunca quieres hablar cuando se trata de tu madre. Para ti es sagrada, y yo soy la mala. Pero no le deseo mal. ¡Quiero justicia! ¡Y quiero nuestra casa!
Javier calló. Sus hombros se tensaron, la mirada perdida en el suelo. Lucía reconoció esa expresión: no discutiría. Se quedaría en silencio, como siempre, y en unas horas actuaría como si nada hubiera pasado.
—Vale… —murmuró él—. Me voy a dormir.
Y se marchó, dejándola sola en medio de la habitación.
Lucía se quedó junto a la ventana, observando el cielo oscuro. Las estrellas brillaban, frías e indiferentes. Sabía que nada cambiaría hasta que Javier lo decidiera. Él estaba demasiado acostumbrado a ser hijo para ser marido. Y amaba demasiado a su madre para escuchar a su mujer.
***
La mañana llegó con café, un paseo rápido y una pesada niebla de cansancio. Lucía salió a correr, esperando que el ejercicio le aclarase la mente. A veces corría para olvidar; hoy, para entender.
Al regresar, Javier se preparaba para el trabajo. Su expresión era un poco más suave, pero no del todo.
—Mira, Lucía —comenzó, ajustándose la corbata—, hablaré con mi madre. Lo prometo.
Lucía se detuvo, observándolo.
—¿De qué le hablarás? ¿De que deje de gastar nuestro dinero? Sabes que es inútil. Sabe justificarse mejor que un político.
—Lo intentaré —evitó su mirada—. Quizá esta vez sea importante. No pregunté.
—Claro. Siempre lo es. Sobre todo si se trata de sus gustos. —Lucía suspiró, sintiendo crecer la misma fatiga de siempre.
—Bueno, me voy. Hablamos esta noche. —Le dio un rápido beso en la frente y salió.
El silencio que quedó en el piso era espeso, opresivo.
***
Se conocieron en una fiesta de amigos comunes. Todo era distinto entonces. Javier era atento, seguro, algo romántico. Lucía, llena de energía y sueños. Se complementaban como el día y la noche.
A Emilia, la madre de Javier, la conoció antes de la boda. Una mujer estricta, inteligente, con mirada penetrante y una voz que podía cortar el aire con un tono.
—Espero que hagas feliz a mi hijo —le dijo entonces, escudriñándola—. Es especial.
Lucía pensó que era solo el cariño de una madre. Ahora entendía que era una advertencia.
Después de casarse, se mudaron a su propio piso. Emilia se quedó sola. Y con los meses, sus llamadas se hicieron más frecuentes. Al principio, ayudar a la familia parecía normal. Pero la ayuda se convirtió en obligación.
Una vez, Lucía escuchó a su suegra presumirle a una vecina de la lavadora nueva que le había regalado Javier.
—La vieja hacía ruido —decía, orgullosa—. Mi niño enseguida me trajo una mejor.
Lucía sintió un nudo en el estómago. La vieja funcionaba perfectamente. Pero Emilia quería lo último. Y Javier, claro, lo pagó.
Entonces entendió: su suegra no pedía ayuda. Manipulaba a su hijo.
Decidieron actuar con astucia. Dejaron de contarle sus planes. En silencio, ahorraron para un piso. Cuando por fin pudieron pedir una hipoteca, lo hicieron rápido, sin aspavientos. Solo llaves, sonrisas, esperanza.
Pero en la fiesta de inauguración, Emilia apareció igual.
—Podrías haber avisado, Javier. Yo os habría ayudado.
—No hacía falta, mamá. Lo tenemos controlado —respondió él.
Emilia sonrió, pero algo oscuro cruzó su mirada. Algo entre resentimiento y la pérdida de control.
Su piso era acogedor, pero pequeño para el alma inquieta de Lucía. Necesitaba más: espacio, aire, tierra bajo los pies. Soñaba con una casa en el campo. Con el tiempo, la idea se volvió obsesión. Un lugar con jardín, libros al amanecer, amigos al atardecer. Esa ilusión la mantenía en pie cuando el dinero faltaba.
JavierFinalmente, Lucía comprendió que, aunque la casa en el campo era su sueño, la batalla más importante era aprender a poner límites, no solo con Emilia, sino también con Javier, porque el verdadero hogar no se construía con ladrillos, sino con respeto.