Lucía chocó violentamente contra los airbags, que se dispararon en el último instante. Apenas mantenía la conciencia, sin poder apartar la mirada del hombre al que había enterrado una semana antes. ¿Era real? ¿O estaba muriendo y había cruzado a otro mundo donde volvían a estar juntos? Los recuerdos giraron en su mente—ese día en que le dieron la terrible noticia parecía repetirse, como si alguien la hubiera devuelto al dolor para desgarrarle el corazón de nuevo.
—¡No! —gritó con un alarido desgarrador que resonó por todo el piso—. ¡Mienten! ¡No puede ser! ¡Mi marido no me abandonaría! ¡Él jamás haría algo así! ¡No podía irse!
Cayó lentamente al suelo, al borde del desmayo. No podía aceptar la realidad: ¿cómo le había pasado esto a ellos, a Alejandro? Él era joven, lleno de vida. ¿Cómo había muerto? Su jefe la llamó para decirle que un coágulo se había desprendido de repente, que ni siquiera la ambulancia llegó a tiempo.
—No hubo nada que hacer —dijo la voz al otro lado—. Cuando llegaron los médicos, Alejandro ya estaba muerto. Sus palabras resonaban en su cabeza como frases de una película de terror que no podía borrar.
¿Qué haría ahora? ¿Cómo vivir sin él? Sin él, incluso respirar era imposible. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero Lucía no las sentía. El teléfono seguía pegado a su oreja, y ella miraba al frente, incapaz de articular palabra. Deseó que fuera una pesadilla, que pronto despertaría olvidando esta agonía.
No la dejaron verlo en la morgue. Solo en el funeral pudo comprobar con sus propios ojos que era realmente su marido. Incluso entonces, esperó hasta el último momento que Alejandro apareciera, riendo, diciendo que era una broma. ¿No era el Día de los Santos Inocentes? ¿Pero quién haría una broma así? Da igual, ella lo perdonaría… Lo perdonaría todo con tal de que volviera. Pero no regresó. Yacía en el ataúd como si estuviera dormido.
Lucía se abalanzó sobre él, gritando, suplicando que se levantara. Se desmayó, la reanimaron con amoníaco. La madre de Alejandro tampoco podía sostenerse en pie, intentando consolar a su nuera mientras ella misma se hundía en el dolor. Solo su padre la apartaba del ataúd, rogándole que se calmara, que aceptara lo sucedido. Pero ella forcejeaba, volvía a correr hacia él, llamándolo.
El funeral pasó como en una niebla. Vio cómo cerraban el ataúd, gritó cuando la apartaron, rogó que la enterraran con él. Porque sin Alejandro, no podía vivir. No soportaría. Tardó en dejar caer un puñado de tierra sobre el féretro—era como soltarlo para siempre, admitir que ya no estaba. Pero aceptarlo era imposible.
En casa, en el piso vacío, intentó ordenar sus ideas, pero solo aguantó unos minutos. Acurrucada contra la pared, recordó el día en que se conocieron.
—Señorita, ¿se le cayó esto? —sonó una voz amable—. ¡Señorita! —Alejandro sonrió, haciéndola girarse.
Ella paseaba cerca de la universidad, repasando apuntes, cuando él le tendió una rosa roja.
—No es mía —negó con la cabeza.
—Ahora lo es —sonrió—. Se ve tan pensativa… Quería alegrarle el día.
Lucía aceptó el gesto, ruborizada. No se dio cuenta de cuán fácil fue su encuentro, de cómo la acompañó a clase y luego la esperó para pasear. Fue amor a primera vista. Rubio, guapo, con una mirada dulce y voz suave—Alejandro la conquistó por completo. Hablaba de su familia, de sus sueños, de amor y niños. Parecía salido de un cuento romántico.
Pero todo eso se había acabado…
La sonrisa que le trajeron los recuerdos se esfumó, y Lucía rompió a llorar de nuevo. Era insoportable volver a una realidad que le había robado todo por lo que vivía.
Siete años juntos, tres de matrimonio. Una boda sencilla, sin lujos—no necesitaban regalos caros, porque eran el mayor regalo el uno para el otro. Y ahora Lucía se quedaba sola, sin su amor, sin parte de sí misma.
No recordaba cómo llegó a la cama ni cuándo se durmió. La despertó el teléfono al día siguiente. El trabajo. Su jefe le había dado tiempo, pero su suplente no manejaba los documentos—tenía que volver.
—Lucía, ¿hola? Soy Adrián. ¿Tienes un momento? Tengo una duda con lo del informe nuevo…
—Dime —respondió secamente, sin emoción.
—Es que no sé dónde registrar el código del material laminado…
Ni siquiera sintió irritación. Solo explicó mecánicamente qué hacer y colgó. Se dejó caer en las almohadas, mirando el espacio vacío a su lado. Ya no le quedaban lágrimas, pero los ojos le ardían como si tuviera arena. Recordaba esa sensación—de niña, un vecino le había lanzado un puñado de arena en la cara durante una pelea.
A duras penas se levantó y fue a la cocina. Debía comer—no había probado bocado en tres días. Pero el solo ver la comida le revolvió el estómago. Solo bebió un vaso de agua y regresó a la habitación.
No se atrevía a tocar los álbumes de fotos ni ver videos en el móvil. No soportaba oír su voz—aunque ya la escuchaba en su mente, como si él estuviera cerca, llamándola. Pero al girarse, solo encontraba el vacío.
Una semana después del funeral, decidió volver al trabajo. Entre papeles y tareas, podía olvidar el dolor por un rato. Se convirtió en un autómata, sin emociones. Era más fácil. Prefería no sentir nada a soportar esa agonía.
El viernes, decidió visitar a sus padres en su casa fuera de Madrid. Llevaban días insistiendo, pero ella se negaba—no quería ver a nadie en «su» piso, ni las miradas compasivas de su madre. Pero quizá eso la ayudaría a seguir adelante.
Mientras conducía por la autopista, absorta en sus pensamientos, la angustia la ahogó de nuevo. Las lágrimas nublaron su vista. No vio que había invadido el carril contrario. Un camión apareció de pronto, pero su reacción fue lenta. El mundo enmudeció—solo había silencio. ¿Era el destino uniéndolos? ¿O Alejandro la llamaba?
Un grito la sacó del trance:
—¡Gira! —rugió una voz masculina, seguida del chirrido de frenos.
Alejandro agarró el volante y desvió el coche bruscamente. Lucía no podía creerlo—¡estaba ahí! Vivo, pero extraño, como una neblina. Le daba miedo, pero quería que se quedara.
Esquivaron el camión, pero el giro hizo que el auto derrapara y chocara contra la barrera. Milagrosamente, no volcó. Los airbags se activaron; el golpe fue brutal, le cortó la respiración. Una fina línea de sangre le recorría la frente. Miró a Alejandro, a su lado. Esos segundos fueron una eternidad que no quería perder.
—¿Estoy muerta? ¿Volvemos a estar juntos? —susurró.
—Aún no es tu hora —dijo él con ternura—. Hay quienes te necesitan. No estás sola. Prométeme que no volverás a arriesgarte así. Debes vivir. Ya no puedo estar aquí, pero te vigilaré desde arriba. Suéltame. Y promete ser feliz. No dejes que el dolor te robe la vida. Nos volveremos a ver.
YY así, con el corazón aliviado por la promesa de un nuevo amor en su vientre, Lucía cerró los ojos, sintiendo por primera vez desde su pérdida que la vida, aunque dura, aún guardaba esperanza.