En una fría y oscura noche de otoño, me di cuenta de que en mi vientre se había instalado un hijo.
Supe desde el principio que era un hijo y no, digamos, una lombriz. Y así, me dediqué en cuerpo y alma a criarlo. Lo alimenté con vitaminas, lo atiborré de calcio y tragué valientemente el aceite de hígado de bacalao. Pero mi hijo no valoraba mis esfuerzos: a los cinco meses ya había inflado mi barriga como un balón de playa y no dejaba de moverse ni de tener hipo.
Llevaba mi vientre con solemnidad, como si fuera un tesoro, y aceptaba felicitaciones y mandarinas. Las comía con cáscara y una sonrisa afectada. Por las noches, mi hijo y yo escuchábamos a Vivaldi, y en medio de un ataque de hipo, sincronizábamos nuestros sollozos con *Las Cuatro Estaciones*…
A los seis meses, me descubrí lamiendo una piedra cubierta de algas que había sacado del acuario. No era mi intención. Solo cumplía las órdenes de mi hijo.
A los siete meses, devoraba kilos de trigo sarraceno crudo. Mi hijo se burlaba de mí.
A los ocho meses, solo me entraba la bata de mi abuela y un mono a cuadros que me hacía parecer la esposa de Carlsson. Mi hijo había crecido y no me dejó opción.
A los nueve meses, ya no veía mis propios pies, distinguía el día de la noche por la intensidad del hipo de mi hijo y seguía comiendo algas, trigo sarraceno crudo, mandarinas con cáscara, carbón activado, arcilla seca para mascarillas, filtros de cigarrillos y piel de plátano.
No me cortaba el pelo porque Doña Rosario, la vecina del primer piso, me advirtió que, si lo hacía, le acortaría la vida a mi hijo.
No alzaba los brazos por encima de la cabeza para que no se enredara con el cordón umbilical.
No dejaba que nadie bebiera de mi vaso.
Me esforzaba por tragarme las velas de papaverina para que no naciera antes de tiempo. Aunque, bueno, no siempre las metía por donde debía. ¿Qué importaban un par de centímetros de error?
Me rascaba la barriga hasta sangrar y temía seriamente que fuera a reventar.
Le compré a mi hijo un carrito, una cuna, veintidós paquetes de pañales, una bañera, un soporte para la bañera, mercromina, algodón, toallitas estériles, diez biberones, una docena de chupetes, veinte pañales de tela, tres mantas, dos colchones, un parque, un triciclo, ocho gorritos, montones de conjuntos, cinco toallas, veinte peleles de distintos tamaños, camisitas sin fin, champú, aceite para el culito, un tubo para los gases, un aspirador de mocos, una pera de goma, dos bolsas de agua caliente, un cepillo de dientes, un móvil musical, dos bolsas de sonajeros y un orinal amarillo.
Paseaba el orinal por la casa en el carrito, lavaba y planchaba por ambos lados los veinte pañales de tela, los quince conjuntos y todo lo demás, mientras mi madre llamaba al psiquiatra a escondidas.
Mi hijo debía nacer entre el 12 de julio y el 3 de agosto.
El 12 de julio preparé dos bolsas. En la primera metí: zapatillas, gel de ducha, champú, cepillo de dientes, papel, bolígrafo, pañuelos, peine, calcetines, una goma para el pelo y fichas para el teléfono público.
En la segunda bolsa guardé dos pañales de tela, un pañal para tres kilos, una camisita, un gorrito azul, un «saquito» azul con orejitas de conejo, una esquela bordada y un chupete con forma de elefante.
El 13 de julio trasladé las bolsas a mi habitación y las dejé junto a la cama.
El 14 de julio compré un cochecito de paseo y trasladé el orinal amarillo a él.
El 15 de julio, mi marido se mudó a otra habitación.
El 16 de julio me tomé una dosis masiva de aceite de hígado de bacalao y me instalé en el baño durante dos días.
El 19 de julio me desperté con ganas de llorar. Me fui al salón, me senté en el sillón bajo la lámpara, saqué el *Tetris* del bolsillo de mi bata enorme y empecé a perder, sollozando suavemente.
Una hora después, me encontró mi padre. Me miró, reflexionó, se tiró de la barba y salió en silencio.
Y una hora más tarde, llegó la ambulancia.
Me aferré a mi marido y rompí a llorar a gritos.
Mi marido se puso morado y se sentó al lado de la silla.
Mi hijo había decidido nacer.
Me llevaron al hospital, me pesaron, me palparon, me miraron por prácticamente todos los agujeros de mi cuerpo y me dijeron que mi hijo nacería antes de medianoche.
Eran las siete de la tarde.
En el ascensor que me subía a la planta de maternidad, me eché a llorar.
La enfermera mayor que me acompañaba me prometió solemnemente no dormirse hasta medianoche y llevarnos a mi hijo y a mí personalmente a la habitación.
Me tranquilicé.
Me tumbaron en una camilla dura y me dejaron sola. Empecé a aburrirme.
Mi hijo, dentro de mí, guardaba silencio y no daba señales de querer nacer.
El reloj del hospital marcaba las ocho de la noche.
Llegaron los médicos. Revisaron mi historial largo rato. Me palpaban la barriga. Hablaban entre ellos:
—¿Contracciones?
—Débiles.
—¿Ha roto aguas?
—Todavía no.
—¿Inducimos?
—Esperemos. Que lo haga sola.
—¿Cérvix?
—Cinco centímetros.
—¿Y por qué no está pariendo?
Y todos me miraron.
Hice un hipo y me dio vergüenza. Sí, había venido a parir. ¡Pero no tenía ni idea de por qué no lo estaba haciendo! ¡Y dejen de mirarme así!
Volví a tener hipo y entonces sentí un charco caliente desparramarse bajo mí.
Me asusté y grité:
—¡Estoy de parto!
Se acercaron, me tocaron la barriga, me felicitaron y se fueron.
Un minuto después, llegó la matrona, me cambió la sábana y se sentó a mi lado:
—¿Tienes miedo?
Me lo preguntaba mientras me sonreía. Qué graciosa. Como si a ella no se le escapara el agua…
—Sí, tengo miedo.
Lo admití con sinceridad. Y en ese mismo instante, empecé a temblar como si tuviera fiebre.
—Mañana estarás corriendo por el pasillo como una gacela.
Sonreía.
Abrí la boca para contestar algo, pero el aire se me cortó: un dolor intenso recorrió toda mi espalda, llegó hasta las rodillas y empezó a ceder.
Mi hijo había tomado la firme decisión de nacer antes de medianoche.
…Tres horas más tarde, yacía sobre la camilla empapada de mi sudor frío. A través de un velo rojizo de dolor, solo veía mis manos mordidas. Unos dedos helados apartaban los mechones de pelo pegados a mi cara, y con cada nueva contracción, mi cuerpo se arqueaba como un puente.
Alguien me dio la vuelta y me puso una inyección.
Me alivió.
Entre mis piernas vi a tres estudiantes de enfermería que miraban sin interés hacia mis partes y cuchicheaban:
—Se va a desgarrar…
—No.
—¿Apuestas?
——No apuesto, pero ya asoma la cabecita… y en ese momento, entre gritos y lágrimas, sentí por fin el calor de mi pequeño Andrés en mis brazos.