—¿Por qué estás tan callada y pensativa hoy? —preguntó Javier a su esposa, sentado a la mesa de la cocina, tarde en la noche.
Elena, su mujer, le sirvió la cena calentada sin decir palabra.
—¿Hoy también llegarás tarde? —murmuró ella, casi en un susurro.
—Tomé horas extra… habrá un bono al final del trimestre.
Javier, un empleado de banco de treinta y cinco años, apuesto y con aire juvenil, acababa de llegar a casa. Le esperaban su esposa y sus tres hijas: de seis, cuatro años y un bebé de apenas un año. Desde hacía dos años, quizá más, le costaba regresar. Se quedaba en la oficina después del trabajo, paseaba por Madrid… y solo al caer la noche volvía al piso. Estaba harto del bullicio infantil, de los llantos, de los pañales, de la ropita de bebé… y de Elena, siempre ocupada con las niñas, descuidada: con una bata vieja, el pelo recogido en una coleta, ojeras profundas y ese silencio que lo ahogaba.
Cuando se casó con aquella mujer alegre y radiante de su departamento, jamás imaginó que el matrimonio se convertiría en una carga tan pesada… en una decepción. Los primeros años fueron felices: nació su primera hija. Él ayudaba en casa, los fines de semana le daba tiempo para ir a la peluquería, arreglarse las uñas… Pero al año, Elena volvió a quedarse embarazada. Decidieron tener dos hijos seguidos, “quitarse el tema de encima” y punto. La segunda niña fue difícil: lloraba sin parar hasta los seis meses, y Javier llegaba al trabajo con los ojos rojos de cansancio. Cuando por fin se calmó, la vida mejoró. Las niñas entraron en la guardería, y Elena retomó su empleo… Hasta que llegó la sorpresa: otro embarazo.
Él no quería más hijos, pero ella lloró, hizo un escándalo. Se resistió: “¿Para qué otro niño? Son muy pequeños aún… Ahora hay métodos, podemos pagar una intervención”. Pero Elena no cedió. Al final, él aceptó… con la esperanza de que fuera un varón.
El embarazo fue complicado, pasó semanas en el hospital. Él se quedó con las niñas: guardería, paseos, lavar, limpiar… Sin ayuda: sus suegros vivían en Galicia, lejos. Solo tenía a su madre, mayor y enferma, que más bien necesitaba ayuda ella.
El tercer bebé tampoco dormía. Solo se calmaba en brazos de Elena, que no lo soltaba.
Poco a poco, Javier dejó de querer volver a casa.
“¿Qué he visto en estos siete años? Al principio íbamos al cine, a cafeterías, hasta viajamos a la costa… Y luego, ¿qué? Niños, llantos, pañales…”, rumiaba él.
Ya no la deseaba. Llegaba tarde, cuando las niñas dormían. No soportaba mirarla. Le daba lástima—¿en qué se había convertido aquella mujer que fue hermosa? Pero más lástima le daba a sí mismo. No podía seguir así.
En el trabajo, los compañeros presumían de viajes a las Canarias o a Ibiza. “¿Cuándo llevarás a tu familia a la playa?”, le preguntaban. Callaba. ¿A quién le diría que quería escapar, aunque fuera por unos días?
—Javier, estoy embarazada otra vez —dijo Elena, sentándose lentamente en la silla.
Él se quedó helado, la cuchara de sopa suspendida en el aire.
—¿Te has vuelto loca? ¡Ni siquiera recuerdo la última vez que estuvimos juntos! —gritó.
—Van doce semanas, ya no se puede hacer nada… —murmuró ella.
—¡Estás trastornada! ¡Basta ya! Esto no es vida, es un infierno. ¡Mírate! ¿Cuándo fuiste a la peluquería por última vez? ¡Me juraste que tomabas precauciones! Pareces un espectro… No te aguanto más. Me voy. Quédate tú sola con los niños. ¡Haz lo que quieras!
—¿A dónde vas? ¿Y nosotras? —Elena dejó caer una lágrima solitaria.
—Os dejo el piso y todo lo que hay dentro. Me llevo el coche y me voy a casa de mi madre. No quiero verte —vociferó, levantándose de un salto.
—Ni en mis peores pesadillas imaginé esto. No es vida, es una condena —rugió al salir, cerrando la puerta de golpe.