Amor no correspondido

Él la amaba, pero no a ella

Lucía miraba por la ventana del piso en el barrio de Chamberí, observando cómo su marido, Álvaro, charlaba con su vecina, Marina. Otra vez. Era la tercera tarde seguida. Ambos estaban junto al coche de ella, y Marina gesticulaba con entusiasmo mientras hablaba. Álvaro escuchaba atento, asintiendo, incluso soltaba alguna carcajada.

Lucía se apartó para no ser vista. En su pecho, una sensación conocida: no era celos, sino algo más pesado. La certeza.

—Mamá, ¿dónde está papá? —preguntó su hija Sofía desde la puerta de la cocina—. Me dijo que me ayudaría con matemáticas.

—Ahí abajo —respondió Lucía, intentando que su voz sonara normal—. Volverá pronto.

Sofía asintió y desapareció por el pasillo. Lucía encendió la tetera y sacó unas galletas del armario. Sus manos actuaban por inercia mientras su mente divagaba.

Cuando Álvaro entró, lucía esa sonrisa especial, satisfecha y distraída. La que solo aparecía después de hablar con Marina.

—Hola —dijo al pasar por la cocina—. ¿Hay algo de café?

—Acabo de prepararlo —puso una taza frente a él—. ¿Habéis estado mucho rato con Marina?

—No demasiado. Me contaba lo del nuevo trabajo. ¿Te imaginas? La han contratado en una agencia de publicidad. A su edad, conseguir algo así…

Había orgullo en su voz, como si el logro fuera suyo. Lucía removió el azúcar en su taza en silencio.

—¿Y qué hará allí? —preguntó.

—Ejecutiva de cuentas. Tiene la formación y la experiencia. Es una mujer increíble, reponerse así después del divorcio…

Siempre Marina. La vecina del edificio de enfrente, que llegó hacía seis meses. Una mujer atractiva de cuarenta y dos años, recién divorciada, sin hijos. Exitosa, independiente, interesante.

Todo lo que Lucía había sido antes de ser esposa y madre. No es que se arrepintiera, pero a veces…

—Sofía te espera con las matemáticas —recordó.

—Ah, sí. Ahora voy.

Álvaro terminó el café y se fue. Lucía se quedó sola en la cocina. Cogió su taza y vio los posos en el fondo. Su abuela le enseñó a leerlos de niña, pero ahora prefería ignorar el futuro. El presente ya era demasiado claro.

Álvaro estaba enamorado. No de ella, su mujer de diecisiete años, sino de Marina. Quizá él aún no lo sabía o no quería admitirlo, pero Lucía veía las señales: cómo se arreglaba más, la camisa nueva, el afeitado frecuente. Cómo buscaba excusas para bajar cuando Marina volvía del trabajo. Cómo le brillaban los ojos al hablar de ella.

Antes, así le brillaban cuando miraba a Lucía.

—Mamá, papá dice que tú también tienes carrera universitaria —Sofía entró con un libro en la mano—. ¿Por qué no trabajas?

La pregunta la tomó por sorpresa. Su hija la miraba con esa curiosidad franca de los catorce años.

—Trabajé cuando eras pequeña —respondió—. Luego me centré en la casa y la familia.

—¿No te aburres?

¿Aburrirse? Nunca se lo había preguntado. Después de nacer Sofía, dejó el trabajo. Álvaro ganaba bien, no faltaba nada. Le parecía lo correcto: estar en casa, cuidar de ellos.

—No, tengo muchas cosas —mintió.

—Ah. Pues la señora Marina dice que una mujer debe ser independiente. Que no hay que desaparecer dentro de la familia.

Lucía parpadeó. ¿Cuándo había hablado Sofía con Marina de eso?

—¿Cuándo te dijo eso?

—Ayer, en el portal. Hablamos de mis estudios. Es muy interesante, ¿verdad? Sabe un montón.

—Sí —asintió Lucía—. Muy interesante.

Esa noche, mientras Sofía hacía deberes, Lucía y Álvaro estaban en el salón. Él leía algo en la tableta; ella, una revista. Parecía una escena doméstica normal, de no ser por el silencio incómodo.

—Álvaro —rompió el hielo—, tenemos que hablar.

—¿De qué? —alzó la vista.

—De nosotros.

—¿Pasa algo?

Lucía buscó las palabras. ¿Cómo decirle que veía cómo se enamoraba de otra?

—Noto que nos estamos alejando —empezó con cuidado.

—No es cierto. Vivimos bien, sin problemas.

—¿Cuándo fue la última vez que hablamos de verdad, sin hablar de facturas o la compra?

—No sé. ¿Importa?

La indiferencia en su voz fue suficiente. Álvaro no veía el problema porque no quería verlo.

—Supongo que no —susurró, volviendo a su revista.

Al día siguiente, Lucía fue al gimnasio. Hacía tiempo que lo posponía, pero Sofía ya era mayor y las tareas disminuían.

En el vestuario, se topó con Marina.

—¡Lucía! —sonrió la vecina—. ¿Tú también por aquí?

—Sí, era hora de moverse —contestó, forzando una sonrisa.

Marina lucía espléndida con su ropa deportiva. Lucía no pudo evitar compararse y notó el peso de los años.

—Oye, ¿por qué no venimos juntas? —propuso Marina—. Así es más divertido.

—Vale —aceptó, aunque cada fibra de su ser se resistía.

Tras el entrenamiento, tomaron un café en una cafetería cercana.

—No sabes lo bien que me viene tener una amiga por aquí —confesó Marina—. Después del divorcio, todo fue muy solitario.

—¿Por qué os separasteis? —preguntó Lucía, a pesar de saberse entrometida.

—Me fue infiel —respondió sencillamente—. Ni siquiera lo escondió. Debía pensar que lo toleraría por la familia.

—Y no lo hiciste.

—No. No hay matrimonio sin respeto. Mejor sola que mal acompañada.

La frase resonó en Lucía. ¿Y si Álvaro tampoco la respetaba? ¿Era solo un mueble más en su vida?

—¿Y tú y Álvaro estáis bien? —preguntó Marina—. Sois una pareja sólida.

—Sí, todo bien —mintió, con la garganta cerrada.

—Es un hombre maravilloso —continuó Marina—. Inteligente, amable… Tienes suerte.

Había calidez en su voz, algo que iba más allá de la vecindad.

—Sí, suerte —repitió Lucía, cambiando de tema.

En casa, se miró largo rato en el espejo. Cuarenta años. Ni vieja ni joven. Kilos de más que llegaron con el embarazo y nunca se fueron. Ojos cansados, sin brillo.

En la cómoda, su foto de boda. Jóvenes, felices, enamorados. Álvaro la miraba como si fuera el centro de su mundo.

Ahora el centro era Marina.

—Mamá, ¿qué cenamos? —Sofía asomó por la puerta.

—Ahora lo preparo —dijo, apartándose del espejo.

En la cena, Álvaro hablaba de su trabajo. Lucía apenas escuchaba, comiendo en piloto automático. De pronto, él le preguntó:

—¿Y tú qué tal el día?

—Fui al gimnasio. Hablé más con Marina.

—¿En serio? —se animó él—. ¿Y qué tal?

—Bien. Contó lo del divorcio.

—Sí, pasó por una mala época —dijo Álvaro, compasivo—. Es fuerte, salió adelante.

Otra vez esa admiración. Sofía también lo notó:

—Papá, ¿por qué te preocupas tanto—¿Por qué te preocupas tanto por la señora Marina? —preguntó Sofía con la franqueza de los niños, y en ese instante, mientras Álvaro balbuceaba una excusa y Lucía escondía una lágrima en su café, entendió que el amor, cuando se convierte en costumbre, a veces necesita silencio para que vuelva a escucharse el latido propio.

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