La Prima Intrépida

**MARTA-LA PRIMA**

Mi prima Marta siempre fue mi ejemplo a seguir de niña. Ella vivía en Madrid, yo en Toledo. Cada verano, nuestros padres nos enviaban al pueblo con los abuelos. Allí, Marta y yo pasábamos días y noches inseparables. Éramos felices.

Todo en ella me encantaba: su figura, sus rizos exuberantes, sus vestidos de la capital. Aunque ahora, con la perspectiva de los años, sé que no era precisamente una belleza. Cuando miro sus fotos de infancia, veo una niña bajita, regordeta, con rasgos irregulares. Además, arrastraba las palabras al hablar. Pero su carisma y optimismo compensaban todo. Los chicos la rodeaban como abejas a la miel.

Marta podría haber sido la líder de cualquier pandilla. Los niños la obedecían sin rechistar. Era una chica audaz y rebelde, de carácter inquieto. A veces, su comportamiento me inquietaba. Yo, en cambio, era callada y tranquila…

Un día, Marta se apropió de un libro nuevo de *Winnie-the-Pooh* que había tomado prestado de la biblioteca del pueblo. Al final del verano, se lo llevó a Madrid. Yo temblaba como una hoja. ¿Y si se descubría? Teníamos ocho años. No entendía su acto. ¡Éramos buenas niñas! Pero, en secreto, admiraba su audacia. Con el tiempo, tuvimos que devolver el libro. Nuestro abuelo insistió y, de paso, nos dio un sermón interminable. Y la abuela, con su varita de fresno, “reforzó” sus palabras. Aquel día, nos castigaron sin postre. Yo sufrí por guardar el secreto de lo que la abuela llamó un “crimen inaudito”:

—¿Es que no sabéis, mocosas, que en el pueblo todo se sabe? ¡Las comadres lo chismorrean todo! ¡Nietas de maestro, siendo ladronas! ¿Dónde se ha visto?

Vamos, fue un escándalo familiar. Por eso aún lo recuerdo.

Marta nadaba como un pez, saltaba en paracaídas (iba a un club de jóvenes paracaidistas) y peleaba como los chicos. Tres meses de verano con ella daban para todo el año. Éramos uña y carne, aunque opuestas en carácter. Ella, un torbellino; yo, de aguas tranquilas…

Nuestro abuelo era maestro. Cada verano nos “torturaba” con dictados y redacciones. Yo, la empollona, sin faltas y con letra bonita; Marta, un desastre de errores y garabatos. Pero a ella le traía sin cuidado. El abuelo se indignaba:

—¡Cómo puede la nieta de un maestro escribir así!

Marta se encogía de hombros. La abuela la amenazaba:

—Verás cuando Vero sea directora y tú, Marta, acabes barriendo calles.

…Pasaron los años. No veíamos el momento de reunirnos en verano. En invierno, nos escribíamos cartas llenas de secretos, primero infantiles, luego de adolescentes. Como dice el refrán, *entre hermanas, ni roce ni despecho*.

Llegó la edad de casarse. Yo lo hice a los diecisiete, sin arrepentirme jamás. Tuve una hija a los dieciocho y acabé la universidad. Marta apenas pasó el instituto con justas, entró en la escuela de magisterio. Nunca entendí su elección, con su dicción torpe y sus notas mediocres. Su madre, tía Carmen, tuvo que hacer *regalos estratégicos* para que lograra el título.

Años después, Marta intentó una tesis doctoral, pero su salud la traicionó. No me extrañaría que, al jubilarse, la retomara. ¡Ahí es nada!

A los veinte, fui un día a Madrid. Quería ver a Marta después de años y conocer a su marido, Benito. No pude ir a su boda, pero jamás imaginé cómo acabaría ese encuentro…

Primero visité a tía Carmen. Entre lágrimas, me habló de su yerno:

—Vero, todos estábamos en contra de este matrimonio apresurado. Yo tenía un buen partido para Marta. ¡Y de pronto apareció este Benito! ¡Tirano, celoso y mujeriego! *Más vale solo que mal acompañado*… Pero ella, como una hipnotizada, se fue con él. ¡Ya verás cómo sufre! Estoy segura de que hasta la maltrata. *A quien le dan pan que llore*… Pero ahora esperan un hijo. ¿Qué le vamos a hacer?

Con esa advertencia, fui a casa de Marta. Estaba embarazada, más guapa, pero con tristeza en la mirada. Hay mujeres que disfrutan del papel de víctima…

Al conocer a Benito, entendí a tía Carmen. Pero Marta, mi prima orgullosa e indomable, ¡estaba rendida a sus pies! Lo miraba con devoción, colgada de sus palabras (que, por cierto, no eran precisamente poéticas). Me sorprendió su cambio. Pero, *casado me quiere mi marido, aunque me azote con el zapato*. Benito se creía un rey frente a una esposa sumisa. Nadaba en su amor.

¿Lo amaba él? Lo dudo. Aunque, para ser justos, Benito era alto, apuesto y bien plantado. *Buen mozo, pero de genio endiablado*. Solo me habló a órdenes. Hasta sentí pena por Marta, pero ella cortó en seco:

—Vero, no te conviertas en mi madre. No necesito lástima. ¡Soy feliz con mi marido!

Bueno, *cada uno es muy dueño de su voluntad*.

Aquel invierno, brindamos con champán por mi visita. Charlamos, recordamos travesuras y salimos a pasear por Madrid. Al regresar, Benito ordenó:

—Marta, descansa. Vero y yo daremos otra vuelta.

Protesté, pero me apretó la mano con fuerza. Marta se quedó sin rechistar. En la calle, Benito intentó besarme de repente. ¡Qué atrevido! *Cuando el vino entra, el seso sale*. Me reí. ¡Vaya personaje! Y traicionar a Marta ni pensarlo. Esquivé el beso.

—Volvamos, Benito. Marta se aburrirá.

Mi rechazo no le gustó. Se oscureció la cara y se alejó hacia la oscuridad. Yo, perdida en un parque desconocido, sola y con frío. Menuda noche… Por suerte, recordé que Marta tenía un ficus enorme en la ventana. Así encontré su casa.

Ella me abrió, somnolienta:

—Te he preparado la cama en la cocina. ¿Dónde te habíais metido? Buenas noches.

Benito ya roncaba. Por la mañana, Marta me ignoró. ¿Qué le habría contado él? Con mi billete en mano, tuve que irme sin explicaciones. *Calumnia que algo queda*.

Su rencor duró veinte años. Durante ese tiempo, supe por tía Carmen que Marta tuvo un hijo, luego quiso divorciarse, pero al final salvó el matrimonio. A los treinta, nació su segundo hijo. Hubo una época en que prohibió a tía Carmen ver a los nietos porque no quiso regalarle un coche a Benito.

La reconciliación llegó cuando tía Carmen le dio las llaves de un Seat.

—Para vuestra felicidad. No la hagas sufrir, Benito.

El verano pasado, fui a Madrid con mi hija y mi nieta. Marta, entrada en carnes, con gafas y dientes de oro, seguía luciendo su melena espléndida, su último tesoro de juventud. Nos abrazamos. Sus hijos, unos zagales bien plantados, la respetaban. Benito, tan gallardo como siempre, aunque con canas, seguía dando órdenes, pero ahora con cariño. Una familia envidiablAl final, comprendí que cada vida tiene su propio camino, y que el amor, aunque a veces sea difícil de entender, siempre encuentra su manera de florecer.

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La Prima Intrépida