La familia ajena resultó ser la mía
Isabel Martínez siempre decía que el destino ama sorprender a la gente justo cuando menos lo esperan. Pero nunca, ni en sus sueños más locos, imaginó un giro así en su vida.
Todo comenzó cuando una joven familia se mudó al piso de al lado. Las paredes del viejo edificio eran delgadas, e Isabel, sin querer, escuchaba sus conversaciones, discusiones y el llanto del bebé. Al principio le molestaba—a sus sesenta y tres años, estaba acostumbrada al silencio y la tranquilidad. Pero poco a poco, aquellas voces se volvieron familiares, casi como de la familia.
El primer encuentro fue junto a los buzones. La joven mujer, con un carrito de bebé, intentaba sacar el correo mientras calmaba al pequeño. Isabel, sin pensarlo, se acercó.
—Déjeme ayudarle—dijo, extendiendo los brazos hacia el niño—. Usted revise las cartas, y yo lo sostendré.
—Muchísimas gracias—sonrió agradecida la mujer—. Soy Lucía. Y este es nuestro Pablo, tiene solo cuatro meses.
—Isabel Martínez—se presentó, sosteniendo al bebé con cuidado—. ¡Ay, qué hermoso es! Parece una muñeca.
Pablo se calmó al instante, como si hubiera reconocido sus manos bondadosas. Lucía la miró asombrada.
—¡Tiene usted manos mágicas! En casa llora todo el día, pero con usted se calla de inmediato.
—Es la experiencia, cariño—suspiró Isabel—. Cuidé de mis dos hijos y de mis nietos. Aunque ahora mis nietos son mayores, y mis hijos viven lejos.
Desde ese día, Lucía comenzó a visitarla a menudo para pedir consejo. A veces era por la papilla, otras porque el niño no dormía, o simplemente para charlar. Isabel siempre la recibía con gusto.
—Isabel, ¿podría cuidar a Pablo un par de horas?—pidió Lucía un día—. Tengo cita con el médico, y es difícil esperar en la sala con él.
—Claro, cariño, déjalo conmigo. Pablo y yo ya somos amigos, ¿verdad, cariño?
Poco a poco, esas peticiones se volvieron frecuentes. Sin darse cuenta, Isabel se encariñó con el niño. Él la reconocía, le estiraba los brazos, y cuando empezó a hablar, una de sus primeras palabras fue «abuela». Lucía se reía, diciendo que Pablo había confundido a las abuelas.
El marido de Lucía, Javier, al principio desconfiaba de Isabel. Era un hombre reservado, de pocas palabras. Trabajaba como conductor, llegaba tarde y cansado.
—¿Por qué vas siempre a casa de esa señora?—refunfuñaba—. ¿Acaso no puedes pensar por ti misma?
—Javier, ella es muy buena. Y me ayuda con Pablo. ¿Te imaginas cómo sería sin ella?
—Nos las arreglaríamos. No me gusta que extraños se metan en nuestra familia.
Pero el destino tenía otros planes. Javier tuvo un accidente. Nada grave—solo una pierna fracturada—, pero estuvo dos meses sin trabajar. El dinero escaseó.
Lucía corría de un lado a otro, entre su marido, el niño y su búsqueda desesperada de trabajo. Pablo, sintiendo la tensión, se volvió irritable. El ambiente en casa era agobiante.
—No puedo más—lloró Lucía, llegando a casa de Isabel—. Javier está enfadado, Pablo no para de llorar, no hay dinero… No sé qué hacer.
—Tranquila, hija—la abrazó Isabel—. Todo se solucionará. Tráeme a Pablo, que se quede conmigo. Tú busca trabajo con calma.
—Pero no puedo pagarle…
—¿Quién te pidió dinero? Para mí es un gusto. Estar sola es aburrido.
Lucía consiguió trabajo en una tienda. Los horarios eran inestables, pero al menos llegaba algo de dinero. Pablo pasaba los días con Isabel, quien lo alimentaba, lo llevaba al parque, le leía cuentos.
Javier protestó al principio, pero con el tiempo cedió. Sobre todo cuando vio cómo su hijo sonreía al ver a Isabel, cómo se aferraba a ella.
—Es raro—murmuraba—. Una señora que no es familia, y el niño la quiere más que a su propia abuela.
Y es que la abuela de Pablo, madre de Javier, apenas se interesaba por él. Lo visitaba tres veces al año, con regalos impersonales, y se marchaba.
—Les dije que los niños son una carga—solía decir—. Ahora sufren las consecuencias.
Isabel, al oírla a través de la pared, movía la cabeza. ¿Cómo podía alguien hablar así de su nieto?
El tiempo pasó. Pablo creció, empezó a caminar y a hablar. A Isabel la llamaba «abuela», sin importar cuántas veces Lucía le explicara que era su vecina.
—Mi abuela—insistía el niño, abrazándole las piernas.
—Déjalo—decía Isabel, sonriendo—. A mí me encanta.
Javier se recuperó y volvió al trabajo. La situación económica mejoró, pero Pablo seguía pasando tiempo con Isabel. Se había convertido en una rutina, en parte de sus vidas.
Los problemas llegaron después. Lucía quedó embarazada de nuevo. El embarazo fue difícil, con náuseas y fatiga. Isabel asumió más responsabilidades con Pablo.
—¿Qué haríamos sin usted?—susurraba Lucía—. Es como una madre para nosotros.
—Y ustedes son mi familia—respondía Isabel.
Pero no todo fue fácil. Una tarde, llamaron a su puerta. Una mujer bien vestida, de unos cuarenta años, con una expresión fría, estaba allí.
—¿Usted es la vecina de mis hijos?—preguntó sin rodeos.
—Disculpe, ¿quién es?
—Soy la madre de Javier. Carmen Ruiz. Necesito hablar con usted.
La invitó a pasar y le ofreció té, pero Carmen lo rechazó. Se sentó al borde de la silla, como preparándose para pelear.
—No entiendo qué pasa aquí—dijo sin preámbulos—. Mi nieto la llama abuela, pasa más tiempo con usted que en casa. Esto no está bien.
—¿Y qué es lo que le molesta?—preguntó Isabel con calma.
—¡Todo! Usted es una extraña, metiéndose en nuestra familia. Él tiene una abuela de verdad: yo.
—Yo solo ayudo a su familia. Cuando no tenían dinero, cuando nadie podía cuidar al niño…
—¡Eso es problema suyo! Si decidieron tener hijos, que se ocupen. Usted ya crió a los suyos, dedíquese a ellos.
Isabel sintió la ira crecer dentro de ella, pero se contuvo.
—Mis hijos viven lejos. Aquí hay gente que necesita ayuda, y yo puedo dársela.
—¡Basta!—Carmen se levantó—. Prohíbo que interfiera en la crianza de mi nieto. Y les diré a mis hijos que no vengan más.
—Eso no lo decide usted—respondió Isabel con firmeza—. Lo deciden los padres.
Después de que Carmen se fuera, Isabel se quedó en la cocina, pensativa. ¿Había hecho mal en encariñarse con esa familia?
Al día siguiente, Lucía llegó afligida.
—Isabel, mi suegra le armó un escándalo a Javier. Dijo que nos aprovechamos de usted, que es malo dejar al niño con extraños.
—¿Y qué dijo Javier?
—Que… que ella tiene razón. Que debemos resolverlo solos.
Isabel asintió, ocultando su dolor.
—Entiendo. Es su familia.
—¡Pero yo no estoy de acuerdo!—exclamó Lucía—. ¡Usted es como de la familia! ¡Pablo la adora!
—No discutas por mí, hija. La familia es primero.
Pablo no fue a visitarla en varios días. A través de la pared, Isabel lo oía llorar, pidiendo por su «abuela». Le dolía el alma.
Entonces Lucía tuvo que ser hospitalizada.Pero al final, comprendieron que el amor y la familia no se miden por la sangre, sino por los lazos que el corazón elige formar.