—Mamá, ¡otra vez con lo mismo! —María dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, irritada—. ¡Quedamos en que nos ayudarías con el préstamo!
—No quedamos en nada —respondió Lucía con calma, sin dejar de remover el té—. Tú decidiste por tu cuenta que os ayudaría.
—¿Cómo que no? —protestó su hija—. ¡Dijiste que lo pensarías!
—Lo pensé. Y decidí que no.
Un silencio incómodo llenó la cocina. María miraba a su madre con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que oía. Su yerno, Javier, se movía inquieto cerca de la nevera, claramente fuera de lugar.
—Mamá, pero estamos en una situación difícil —María bajó el tono, intentando ser más suave—. Javier perdió el trabajo, yo estoy de baja con la pequeña Lucía. No tenemos dinero y el banco no espera.
—¿Y antes no lo pensasteis? —Lucía dejó la taza sobre el platillo—. Cuando pedisteis ese préstamo para el coche, ya os avisé.
—¿Qué coche? —se encendió María—. ¡Si es una chatarra! ¡No teníamos con qué movernos!
—Podríais haber usado el autobús. Yo llevo cuarenta años usándolo y aquí estoy.
—¡Mamá! —María se levantó de la mesa y empezó a caminar de un lado a otro—. ¿En serio crees que tenemos que ir con la niña en transporte público?
—¿Por qué no? Yo te crié sola, trabajando de sol a sol, sin pedirle nada a nadie.
Javier, al fin, intervino.
—Lucía, sé que es incómodo pedir, pero estamos contra las cuerdas. El banco llama todos los días, amenaza con quitarnos el coche.
—Y hace bien —dijo ella, sin alterarse—. No debisteis endeudaros por algo que no podéis pagar.
—Pero somos familia. ¿No deberíamos ayudarnos?
—Ya he ayudado. Durante treinta y cinco años te crié, te di estudios, te regalé un piso cuando te casaste. Pensé que ahora me tocaría vivir tranquila.
Javier bajó la cabeza. María regresó con la niña en brazos.
—Mamá, ¿no te da pena tu nieta? —preguntó, acunando a la pequeña—. ¿Y si nos echan de casa?
—Nadie os va a echar —respondió Lucía, cansada—. Dejad el dramatismo.
—¡No es dramatismo! Si no pagamos, nos quitarán el coche.
—Pues eso, os lo quitarán. Y viviréis en el piso que os regalé.
—¿Y cómo iremos al trabajo sin coche?
—Como millones de personas: en metro, en autobús.
María se sentó y apretó a su hija contra el pecho.
—Mamá, ¿por qué te has vuelto tan dura? Antes siempre nos ayudabas.
—Antes trabajaba y podía permitírmelo. Ahora vivo de la pensión que me gané.
—Pero no estás en la miseria. ¡Tienes ahorros!
Lucía la miró fijamente.
—¿Y tú cómo sabes eso?
María enrojeció y apartó la vista.
—Pues… vi tu libreta en el cajón.
—¿”La viste”? —su voz se enfrió—. ¿Estabas registrando mis cosas?
—¡No! Estaba abierto cuando vine a visitarte.
—El cajón estaba cerrado. Así que sí, registraste.
—¡Mamá, qué más da! —María hizo un gesto de impaciencia—. ¡Lo importante es que tienes dinero y nosotros nos ahogamos en deudas!
—Y ¿qué? Es mi reserva, para cuando sea mayor, para medicinas, para emergencias.
—¿Qué emergencia? —estalló María—. ¡La nuestra ya está aquí!
—Vuestra emergencia es por vivir por encima de vuestras posibilidades —respondió firme Lucía—. Si empiezo a ayudar ahora, no pararé nunca.
—Nosotros te cuidaremos cuando lo necesites —prometió María.
—¿Con qué dinero? —sonrió Lucía con ironía—. ¿Con la pensión que me quitaréis?
—¡No es quitártela, es prestarnos un poco!
—Ya. Y luego os acostumbraréis a venir cada mes con la mano extendida.
Javier intentó calmar la situación.
—Lucía, podríamos firmar un pagaré. Ante notario.
—No necesito papeles —rechazó ella—. Las promesas se las lleva el viento.
La niña empezó a lloriquear. María se levantó para mecerla.
—Mamá, vale, cometimos un error con el préstamo —intentó otro enfoque—, pero somos jóvenes. Tú eres sabia. ¿No ayudarías a tu hija en un momento difícil?
—Te ayudaré —dijo Lucía, sorprendiéndolos—.
Sus rostros se iluminaron.
—¡Gracias! —María casi saltó de alegría—. ¿Mañana nos ingresas los seiscientos euros?
—No. Os ayudaré de otra forma.
—¿Cómo?
—Con un consejo: Pedid ayuda a los padres de Javier. O vended el coche y comprad uno más barato, sin deudas.
—¡Mamá! —María se indignó—. ¡Eso no es ayuda, es una burla!
—Es sentido común. Y dinero no daré.
—¿Por qué? —preguntó casi llorando.
Lucía miró por la ventana, donde caían suaves copos de nieve.
—Porque ya di todo lo que pude —dijo al fin—. Trabajé doce horas al día para que no te faltara nada. Pagué tu universidad, tu ropa, tu comida. Y os regalé un piso.
—¡Era tu obligación! ¡Eres mi madre!
—Mi obligación era criarte hasta los dieciocho. No manteneros de por vida. Ahora me toca vivir para mí.
—¿Para ti? —María no lo entendía—. ¿En qué gastas tanto?
—En sentirme persona, no una mendiga. En llamar a un médico si me enfermo. En tomar un taxi si me duelen las piernas. En comprarle regalos a mi nieta.
—¡No nos oponemos a eso! Solo te pedimos ayuda temporal.
—Temporal —repitió Lucía—. ¿Y luego? ¿Otro préstamo? ¿Una casa más grande? ¿Y otra vez a pedirme?
—¡No! —negó María.
—Claro que sí. Porque es más fácil venir a mamá que usar la cabeza.
Javier intentó razonar.
—Lucía, no somos extraños. Somos tu familia.
—Por eso mismo no quiero que el dinero arruine nuestro cariño —dijo ella—. Si empiezo a daros dinero, el amor se convertirá en obligación.
—Eso no es cierto.
—Pregúntate: si no tuvieras mi ayuda, ¿qué harías?
María reflexionó.
—No sé… Pediría prestado a amigas…
—O buscarías un trabajo aunque sea a media jornada. O Javier aceptaría algo aunque no fuera de su carrera. Pero ¿para qué esforzarse si mamá resuelve?
—¡Nos esforzamos! Javier manda currículums todos los días.
—Buscando sueldo alto y puesto ideal —aclaró Lucía—. ¿Ha probado de repartidor? ¿O en un almacén?
Javier enrojeció.
—Tengo una carrera…
—Y ¿qué? Mi padre fue barrendero después de la guerra y nunca se avergonzó. ¿Tú sí?
—No es eso… Es que el sueldo es mínimo…
—Mínimo, pero seguro. ¿Cuál es tu sueldo ahora?
—Ninguno —admitió.
—Pues ahí lo tienes.
María se levantó con la niña.
—Ya entiendo, mamá —dijo fría—. No podemos contar contigo.
—Contad con vosotros mismos —respondió LucíaMaría cerró la puerta con suavidad, sintiendo por primera vez que, tal vez, la independencia era el mejor regalo que su madre podía darle.