—¡Pero estás loca! ¿Dónde voy a meter vuestras maletas? —gritaba Carmen López por el teléfono, agitando la mano libre—. ¡Vivo en un piso de 50 metros, ¿me oyes? ¡Cincuenta! ¡Y vosotros sois cuatro!
—Mamá, no grites, por favor —respondió la voz de su hija al otro lado—. Solo somos tres, Pablo se quedó en Sevilla por los exámenes. Nosotros, con Jaime y Lucía, solo será una semanita, hasta que encontremos algo para alquilar.
—¿Una semanita? —Carmen casi suelta el teléfono—. Beatriz, cielo, ¿cómo te imaginas este piso? ¡Hasta el gato Manolo va justo de espacio! ¿Y el niño? ¿Dónde va a dormir? ¿En mi sofá?
—Mamá, echaremos algo, no te preocupes. Lo importante es tener un techo. Y Lucía es pequeña, no ocupa tanto.
Carmen miró a su estrecho piso con ojos críticos. El sofá-cama donde dormía, el sillón heredado de su suegra, la cocina minúscula con un frigorífico que funcionaba cuando le apetecía. En el alféizar, sus macetas de geranios, su única alegría en aquel espacio reducido.
—Beatriz, ¿no podríais buscar un hostal? Yo soy pensionista, apenas llego a fin de mes…
—¡Mamá, qué dices! Con lo que nos costaron los billetes… Escucha, ya estamos en el AVE, mañana llegamos. Solo haz un poco de sitio, ¿vale?
Silencio. Su hija colgó.
Carmen se dejó caer en el sillón, mirando fijamente el teléfono. Beatriz y su familia venían de Sevilla a Madrid, buscando oportunidades. Su yerno, Jaime, prometió un buen empleo. Mientras, vivirían con ella. En su minúsculo piso de las afueras, donde apenas cabía ella.
El gato Manolo, atigrado con pecho blanco, se frotó contra sus piernas, ronroneando.
—Bueno, Manolo —lo acarició Carmen—, prepárate para los invitados. Esto va a estar que no cabrá un alfiler.
Con un suspiro, se levantó y recorrió el piso con mirada crítica. El armario ocupaba media habitación, las estanterías cargadas de recuerdos: fotos, libros leídos mil veces, figuritas regaladas por su hija.
—A ver qué quitamos —murmuró.
Su vecina, Adela Martínez, salía con la basura.
—Pero, Carmen, ¿a estas horas limpiando? —preguntó, curiosa.
—Es que viene mi hija con la familia. A vivir un tiempo.
—¡Qué bien! ¿De visita?
—No. A quedarse. Hasta que encuentren algo.
Adela arqueó una ceja.
—En este piso tan pequeño…
—Tengo prisa —cortó Carmen, evitando el sermón.
Esa noche, mientras tomaba té en la cocina, reflexionaba. Beatriz era su única hija, se casó con Jaime tras el divorcio, tuvieron a Lucía. La niña ya tenía cuatro años, y apenas la había visto un par de veces. Los viajes eran caros, su pensión escasa.
Jaime trabajaba en una fábrica, pero hubo recortes. Beatriz daba clases particulares. Vivían alquilados y, cuando la situación empeoró, decidieron probar suerte en Madrid.
Manolo se enroscó en su regazo.
—¿Dónde vamos a caber, Manolo? —susurró—. Y lo peor, ¿con qué vamos a comer?
A la mañana siguiente, el timbre la despertó. Eran las seis y media. Se abrochó la bata y corrió a abrir.
En el umbral, Beatriz con una maleta enorme, Jaime con dos bolsas y, entre ellos, Lucía, rubia y de rizos despeinados, frotándose los ojos.
—¡Mamá! —Beatriz la abrazó—. ¡Cuánto me he acordado de ti!
—Hola, Jaime —Carmen tendió la mano.
—Gracias por acogernos.
Lucía se escondió tras su padre, mirando con curiosidad a aquella abuela que casi no conocía.
—¿Tenéis hambre? —Carmen los guió adentro—. Pasad, os haré algo.
Entraron, y vio cómo intercambiaban miradas. Sí, el espacio era mínimo.
—Mamá, ¿dónde ponemos las cosas? —preguntó Beatriz.
—He hecho hueco —se apresuró Carmen—. Podéis guardar bajo la cama.
Jaime miró el sofá.
—Y… ¿dónde dormimos?
—El sofá se abre, cabéis los dos. Y Lucía… —dudó— puede usar el sillón.
Manolo apareció, evaluando a los recién llegados.
—¡Michi! —gritó Lucía, estirando la mano.
—No lo toques —dijo Beatriz.
—Es manso —defendió Carmen—. Manolo, saluda.
El gato olfateó a la niña y permitió que lo acariciaran.
—¿Tiene arenero? —preguntó Beatriz—. Por si Lucía es alérgica.
Carmen notó un pellizco en el pecho.
—Claro que sí. ¿Molesta?
—No, solo pregunto.
El desayuno fue incómodo. Carmen sirvió lo que tenía: jamón del día anterior, pan, mermelada. Café fuerte.
—Mamá, ¿hay leche? —preguntó Beatriz—. Lucía solo desayuna con leche.
—Se acabó. Voy al super.
—Yo iré —ofreció Jaime—. ¿Dónde está el más cercano?
—En la esquina, pero abre a las ocho.
—Mamá, ¿tienes wifi? —Beatriz sacó el móvil.
—¿Para qué quiero yo eso?
—Para buscar trabajo.
—Pues no tengo.
Jaime y Beatriz se miraron.
—Iré a un cibercafé —dijo él.
—¿Puedo ver dibujos? —pidió Lucía, señalando la vieja tele.
—Claro, cariño —Carmen la encendió, ajustando las antenas—. Ahora salen.
Por la tarde, tras un día agotador de acomodos y reproches, Carmen sirvió la cena. Lucía, ya más confiada, le contaba historias de su gato en Sevilla.
—Bueno, Manolo —dijo Carmen esa noche, mientras el gato se enroscaba a sus pies—, parece que esto será largo.
Poco a poco, la rutina se instaló. Jaime encontró trabajo, pero cobraría al mes. Beatriz limpiaba oficinas. Lucía pasaba los días con Carmen, viendo dibujos o jugando.
—Mamá —dijo Beatriz una noche—, hemos decidido quedarnos en Madrid. Jaime tiene futuro aquí, y Lucía empezará el cole.
—Me alegro. ¿Y el piso?
—¿Para qué más gastos? Aquí estamos bien. Tú disfrutas de tu nieta, nosotros te ayudamos…
—¿Ayudáis? —repitió Carmen.
Compran algo de comida, sí, pero apenas suficiente. Ella cocinaba, limpiaba, cuidaba de Lucía.
Una tarde, Adela la abordó en el rellano:
—Carmen, te están comiendo viva.
—Es mi familia.
—Familia que te usa.
Esa noche, tras oír a Beatriz y Jaime hablar de lo “cómodo” que era vivir ahí, Carmen decidió actuar.
Al día siguiente, con Lucía enferma, Beatriz salió corriendo al trabajo.
—No puedo faltar —dijo—. Ya la cuidarás tú.
Al caer la noche, Carmen los reunió.
—Os quiero, pero no puedo más. Necesito mi espacio. Sois adultos. Buscad algo. Cualquier cosa.
Beatriz lloró. Jaime bajó la cabeza.
—Lo haremos —prometieron.
Una semana después, alquilaron una habitación en unY mientras el ascensor bajaba con sus maletas, Carmen cerró la puerta, respiró hondo, y por primera vez en meses, sintió que su hogar era verdaderamente suyo.