Cuarenta años: Reflexiones de una vida a través de fotografías

Lucía Fernández se sentaba a la mesa de la cocina, hojeando fotos en su móvil. Cuarenta años —una cifra importante. Quería celebrarlo por todo lo alto: invitar a amigos, compañeros del trabajo, quizás hasta encargar un pastel en la pastelería del barrio. Por primera vez en mucho tiempo, le apetecía festejar su cumpleaños con alegría.

—Lucía, ¿te has vuelto loca? —La voz de Carmen Martínez cortó el silencio del piso como un cuchillo. La suegra apareció en el marco de la puerta con su ramo habitual de flores del jardín.

—Buenas tardes, Carmen. Pase, el té está en la cafetera.

—¡Qué té ni qué té! ¿Qué tontería le has contado a Javier sobre tu cumpleaños? ¡Celebrar los cuarenta trae mala suerte!

Lucía dejó el móvil y miró a su suegra. Carmen llevaba su jersey gris de siempre —el mismo desde hacía una década— y la observaba como si acabara de proponer bailar desnuda en la Puerta del Sol.

—Es mi cumpleaños, y yo decido cómo celebrarlo —respondió tranquila.

—¡Tú decides! —Carmen alzó las manos—. ¡Los cuarenta no se celebran! Es de mala suerte, todo el mundo lo sabe. Mi abuela decía: si festejas los cuarenta, la vida se te va cuesta abajo.

Lucía sonrió con ironía:

—Tu abuela decía muchas cosas. Los tiempos han cambiado.

—¡Los tiempos, los tiempos! —Carmen se sirvió té en su taza favorita —esa que Lucía odiaba porque apareció un día en el armario sin permiso—. ¿Sabes que la vecina Marisa celebró los cuarenta el año pasado? Al mes, su marido se fue con otra.

—Carmen —Lucía se levantó y se acercó a la ventana—, Marisa perdió a su marido porque llevaba veinte años bebiendo como un cosaco. No por el cumpleaños.

—¡Siempre dando lecciones! —la voz de la suegra subió de tono—. No crié a mi hijo para que acabara con una… con una *moderna* como tú.

Pronunció “moderna” como si fuera un insulto.

—¿Y qué tiene de malo ser moderna? Trabajo, gano mi dinero, llevo la casa…

—¡Llevar la casa! —bufó Carmen—. Ayer pasé y había polvo en los muebles, la camisa de Javier sin planchar… y tú ahí, tecleando en el ordenador.

—Estaba trabajando. En remoto. Se llama tener carrera profesional.

—¡Carrera profesional! —Carmen bebió un sorbo—. ¿Y la familia? ¿Y los nietos?

La pregunta de los nietos era inevitable en cada visita. Y visitas no faltaban: Carmen aparecía casi a diario. Tenía llave del piso —”por si acaso”, según Javier, desde el primer año de casados. Y el “por si acaso” se convirtió en rutina.

—Carmen, lo intentamos —Lucía volvió a sentarse—. Pero por ahora estamos bien así.

—¡Bien! A tu edad ya es hora de pensar en el futuro. Con cuarenta años a la vuelta de la esquina, y tú como si nada.

—Por eso quiero celebrarlo. Con amigos, buena comida, alegría.

Carmen golpeó la taza con tanta fuerza que el té salpicó el mantel:

—¡No lo permitiré! Hablaré con Javier. Él sabrá pararte los pies.

—Javier me apoya —mintió Lucía, porque en realidad su marido aún no sabía de sus planes.

—Ya veremos —amenazó la suegra, y se encaminó hacia la puerta—. Ya veremos qué dice él.

Al quedarse sola, Lucía apoyó la cabeza en las manos. Ocho años. Ocho años aguantando visitas, consejos no pedidos, críticas sobre cómo cocinar (“El gazpacho lleva más pan, a Javier no le gusta líquido”), cómo planchar (“Empieza por los puños”) o cómo recibir a su marido (“Un hombre debe sentir que en casa le esperan”).

Primero intentó negociar, luego discutir, luego callar. Pero últimamente el silencio le pesaba más. Sobre todo cuando Carmen reorganizaba los cajones, cambiaba la vajilla de sitio o, como el mes pasado, tiraba unas flores que, según ella, “ya estaban mustias” (aunque estaban espléndidas).

Esa noche, cuando Javier llegó del trabajo, Lucía supo que la conversación sería difícil. Él venía cansado, irritable, y lo primero que dijo fue:

—Mamá ha llamado. Dice que has tenido una idea absurda con lo del cumpleaños.

—¿Absurda? —Lucía removía la cena sin mirarlo.

—Lo de celebrar los cuarenta. Según ella, es mala suerte.

—Javier —Lucía se giró—, ¿de verdad crees en esas supersticiones?

Él encogió los hombros:

—No sé. Pero mamá no habla sin razón. Tiene experiencia.

—Experiencia —repitió Lucía—. ¿Y yo no? Voy a cumplir cuarenta, quiero celebrarlo a lo grande. Amigos, buena comida… ¿qué tiene de malo?

—Nada. Pero… ¿para qué disgustar a mamá? Podemos hacer algo tranquilo, en familia.

—Eso hacemos todos los años. Esta vez quiero algo distinto.

—Lucía —la voz de Javier se volvió conciliadora—, ¿para qué complicarse? Invitados, preparativos…

—Yo me encargo de todo.

—¿Y mamá?

—¿Qué pasa con ella?

—Se sentirá herida si no la escuchamos.

Lucía dejó la cuchara con más fuerza de lo previsto:

—Javier, es MI cumpleaños. No el de tu madre. Y yo elijo cómo lo celebro.

Él la miró como si la viera por primera vez:

—¿Estás enfadada con mamá?

—No estoy enfadada. Estoy harta.

—¿De qué?

—De que en mi propia casa no puedo decidir nada. De que tu madre actúe como si mandara aquí. De que cada paso mío sea juzgado.

Javier jugueteó con su plato en silencio.

—Javi —Lucía se sentó frente a él—, no te pido que elijas entre tu madre y yo. Solo que me apoyes en esto. ¿Es mucho pedir?

—Vale —dijo al fin—. Haz lo que quieras. Pero ya te aviso.

Las dos semanas siguientes fueron una prueba. Carmen aparecía a diario con nuevos argumentos: recortes de periódico sobre tradiciones, historias de gente que celebró los cuarenta y sufrió tragedias…

—Lucía —decía mientras se servía su té—, hazme caso, como una madre. Cancela la fiesta. Mejor ve a la iglesia, enciende una vela.

—Carmen, no soy creyente.

—¡Ahí está el problema! ¡Sin fe y encima celebrando!

Lucía siguió con los preparativos: pastel, menú, invitaciones. Treinta personas confirmaron. Compañeros de trabajo, amigos de toda la vida, vecinos. Hasta su hermana vendría desde Barcelona.

Tres días antes, Carmen hizo su último intento:

—Javier —le dijo a su hijo cuando pasó a verla—, tienes que prohibirle esa locura a tu mujer. ¿Eres un hombre o qué?

—Mamá, ella es adulta.

—¡AdultAl año siguiente, Lucía celebró sus cuarenta y uno con una fiesta aún más grande, sin supersticiones ni interferencias, y Carmen —a regañadientes— aprendió a respetar los límites de su nuera.

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