La mujer en la casa hermosa y su jardín de colores deslumbrantes.

Era una mujer que vivía en una casa preciosa en las afueras de Sevilla. En el jardín, junto a la entrada, florecían hortensias y petunias en un estallido de púrpura que mareaba de tan vivo. Solía subirse al columpio de madera, descalza, con un libro entre las manos. En el horno, un pastel de albaricoque perfumaba el aire, mezclándose con el aroma fresco de la hierbabuena que crecía cerca. Olía a cielo, a algo imposiblemente dulce.

Siempre sabía cuándo iba a llegar. Ese día, amasaba temprano, inventando rellenos nuevos para sus pasteles. Las sopas, las patatas, todo eso le aburría. La magia estaba en la masa, en cómo obedecía bajo sus dedos ágiles, moldeándose como arcilla.

Qué risa. Antes eran las abuelas las que horneaban. Ahora era ella, y no, no era una abuela.

Él nunca planeaba sus visitas. Simplemente, pasaban semanas, meses, hasta que la necesidad de verla le arañaba por dentro. Entonces llamaba desde la carretera.

No tenía nada, ni a nadie. Solo una vida pasada: dos divorcios, un hijo lejos, una mudanza a Barcelona, maletas apiladas en el maletero, recuerdos que pesaban como losas… y ese lento arrastrarse fuera del pozo de rabia en el que había caído.

Se conocieron en una fiesta playera en Málaga. Un grupo de desconocidos. A él lo arrastró un amigo; a ella, su hermana. Ninguno quería estar allí, así que se refugiaron en una esquina, ajenos a la música y las risas. Hasta que él le tendió la mano para bailar. Después, le compró una rosa de esas cursis a una vendedora de flores. Y al final, la llevó en coche hasta su casa, atravesando media Andalucía.

Todo se enredó entonces. Y él dudó. ¿Para qué volver a sufrir?

Pero cada vez que la soledad le quemaba el pecho, encendía el motor y conducía hasta ella. Solo para enterrar la cara en su pelo y susurrarle: “Hola, alma mía”.

Hasta empezó a imaginar quedarse allí, vivir entre el rumor de los olivos. Una vez se lo dijo. Sus ojos brillaron un instante, pero luego se apagaron como un farol al amanecer: “Como quieras, cariño. Lo que decidas”.

Y cada despedida era como arrancarle carne viva. Cruzaba el portón, pero luego se daba la vuelta, volvía a besarla, intentaba marcharse de nuevo… y otra vez regresaba.

A veces maldecía haberla conocido tan tarde. Otras, bendecía el azar que la puso en su camino.

Ella servía té en tazones altos, cortaba el pastel y se sentaba frente a él. Nada extraordinario. En su vida hubo pasiones que quemaban, noches locas. Pero al final, lo que necesitaba era este amor quieto, que olía a menta y a mermelada de fresa. O de frambuesa. O de naranja amarga. Y las conversaciones hasta el alba. Y la curva de su cadera bajo el camisón. Y su sonrisa dormida. Y su respiración al otro lado del teléfono, atravesando kilómetros y satélites.

No esperó al fin de semana. Llamó desde la carretera, como siempre. Colgó, subió el volumen de la radio… y no oyó el choque.

Ella nunca supo que aquel día venía para quedarse.

Él nunca supo que su hija tenía los ojos azules, como el mar de Cádiz al mediodía.

*La vida duele cuando te das cuenta de que los finales felices no son para todos. A veces, el amor llega tarde… pero llega. Y eso basta.*

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La mujer en la casa hermosa y su jardín de colores deslumbrantes.