El derecho a forjar tu propio camino

Un rayo de sol deslumbrante se coló entre las cortinas, iluminando los rostros tensos alrededor de la mesa del comedor, pero ni siquiera su calor logró derretir el frío que impregnaba el aire en el amplio salón.

—Mamá, papá, Lucía y yo queremos vivir aquí un par de años —dijo Adrián con firmeza, conteniendo el temblor en su voz—. Así podremos ahorrar para nuestro propio piso.

Al lado, Lucía jugueteaba nerviosa con el borde del mantel. Enfrente, Isabel, la madre de Adrián, dejó el cuchillo sobre la mesa como si quisiera cortar no el pan, sino la idea misma. Vicente, su padre, sorbió el té en silencio, evitando las miradas.

—¿Vivir aquí? —preguntó Isabel, clavando los ojos en Adrián—. ¿Con… esa mujer?

—Sí, mamá. Con mi esposa —recalcó él—. Estamos cansados de alquilar. Será solo hasta reunir lo suficiente para la hipoteca.

—Tenemos espacio —intervino Vicente, apartando la taza—. Hay dos habitaciones libres. ¿Por qué no ayudarles?

Isabel lanzó una mirada cargada de reproche:
—¿Y a mí alguien me ha preguntado? ¿Debo aguantar a una extraña en mi casa?

—Lucía no es una extraña —casi gritó Adrián, sintiendo hervir la rabia—. Es mi familia.

—¡Familia! —bufó Isabel—. Esto es un capricho, Adrián. La veo venir desde lejos. ¿Crees que te quiere? Solo le interesa nuestro piso, tu dinero, tu parte.

Adrián apretó los puños. La discusión se repetía desde que Lucía apareció en su vida. Quizá porque, con ella, Adrián había roto el control que Isabel siempre ejerció sobre él.

—Mamá —dijo con calma forzada—, un tercio de este piso es mío por el testamento de la abuela. Tengo derecho a vivir aquí.

Isabel palideció:
—¿Me amenazas? ¿A tu madre? ¿Ella te ha puesto esto en la cabeza?

—Basta, Isabel —alzó la voz Vicente—. Adrián tiene razón. También es su hogar.

—¡Pues que viva en su tercio! —saltó Isabel—. ¡En el trastero o el balcón!

Adrián se levantó, agotado:
—Vale. Si no quieres un buen trato, venderé mi parte. Y encontraré vecinos que te harán añorar a Lucía. ¿Te imaginas compartiendo pared con aficionados al heavy metal o coleccionistas de serpientes?

—No te atreverás —le espetó.

—Tienes una semana para decidir —dijo Adrián, yéndose hacia la puerta—. Luego llamo al agente inmobiliario.

En el recibidor, respiró hondo. Nunca había desafiado así a su madre, pero por Lucía lo haría mil veces.

De vuelta en su piso de alquiler, la mirada ansiosa de Lucía lo recibió.
—¿Qué tal? —preguntó, aunque ya lo intuía.

—Como siempre —suspiró él—. Papá nos apoya, mamá no. Pero le dije: o acepta que vivamos allí, o vendo mi parte.

Lucía frunció el ceño:
—Adrián, quizá no vale la pena…

—No cederé —cortó él—. Tiene que aceptarte.

Pasó la semana sin respuesta. Al octavo día, Adrián llamó al agente:
—Quiero vender mi tercio del piso. Rápido y barato.

A los tres días, llegaron los primeros “compradores”: dos hombres tatuados con olor a alcohol. Vicente los recibió sonriente:
—¡Pasen, vean! ¡Una ganga en pleno centro!

—¿Y nuestro tercio dónde queda? —gruñó uno, mirando el salón—. ¿Dormimos en el baño?

—Eso lo arreglamos —respondió Vicente, guiñando un ojo.

Isabel salió de la habitación, furiosa:
—¿Quiénes son estos?

—Los nuevos vecinos, cariño —dijo él—. Interesados en la parte de Adrián.

—¡Fuera! —gritó ella—. ¡Nadie vive aquí!

Al día siguiente, una pareja habló de su colección de escarabajos tropicales. Isabel se puso lívida al oír “arañas inofensivas del tamaño de una mano”. La tercera visita fue peor: un hombre que meditaba de noche con tambores.

Al cuarto día, Isabel llamó a Adrián:
—¿En serio venderás a estos locos?

—Te lo advertí —respondió él frío—. Tuviste tu oportunidad.

—Está bien —musitó ella—. Que venga tu Lucía. ¡Pero habrá reglas!

Esa noche, Adrián fue solo a negociar. Lucía se quedó atrás, evitando más humillaciones.

—Dime tus condiciones —exigió él.

—Nada de sus cosas en el salón o cocina —empezó Isabel—. Si cocina, limpia. ¡Y nada de visitas!

—Ahora las mías —cruzó Adrián los brazos—. Usaremos toda la casa como tú. Y si la insultas una sola vez, vendo mi parte. Sin aviso.

Isabel asintió a regañadientes:
—Temporal.

La mudanza fue una semana después. Vicente ayudó con las cajas:
—Aquí está vuestra habitación.

—Gracias, papá —dijo Adrián, abrazándolo.

Isabel los observó desde lejos. Lucía intentó acercarse:
—Hola, Isabel. Gracias por recibirnos.

—No es nada —respondió ella, yéndose.

La guerra silenciosa comenzó. Isabel escondía platos, ponía la aspiradora al amanecer y revisaba cada rincón después de que Lucía cocinara.

Lucía aguantó limpiando, cocinando, lavando. Hasta que un día encontró su bloc de notas destrozado en la basura. Otra vez, su crema facial estaba vaciada en el lavabo.

—Me odia —confesó a Adrián tras dos meses—. Quizá deberíamos irnos.

—No —él negó—. Hablaré con ella.

La charla fue dura. Adrián recordó su amenaza. Isabel estalló:
—¡Te ha cambiado, Adrián! ¡Me chantajeas por esa chica!

—No es chantaje —dijo él—. Son límites. Deja de atormentar a Lucía, o cumplo mi palabra.

Tras eso, Isabel moderó sus actos, pero siguió hablando mal de Lucía con los vecinos. La calumnia llegaba a oídos de Lucía, rompiéndole el corazón.

Vicente, inesperadamente, la apoyó. Charlaban de viajes y películas.

—No te lo tomes a pecho —le dijo una noche—. Isabel teme que le quites a su hijo.

—No quiero quitárselo —susurró Lucía—. Solo estar con él.

—Lo entenderá —sonrió él—. Dale tiempo.

Pero el tiempo no sanó nada. Isabel seguía saboteando: comida estropeada, internet cortado cuando Lucía trabajaba.

Un año y medio después, Adrián llegó con noticias:
—¡Lo conseguimos! Piso nuevo, hipoteca aprobada. Nos mudamos en un mes.

Vicente brindó en la cena:
—¡Por vuestro hogar!

Isabel calló, pero su mirada habló por ella.

—Lo hemos pagado nosotros —aclaró Adrián—. Lucía trabajó tanto como yo.

—Nos usasteis —espetó Isabel—. Vivisteis aquí, ahorrasteis, y ahora os vais.

—Mamá —Adrián la miró fijo—, vivimos en mi parte. Lucía ha limpiado, cocinado y aguantado tus ataques. ¿Quién usó a quién?

—¡Ella nos separó! —gritó Isabel—. ¡Te puso en mi contra!

Lucía se levantó:
—NuncaPero al final, fue el silencio de Adrián al cerrar la puerta de su nuevo hogar lo que le enseñó a Isabel que el amor, cuando es verdadero, no se divide, sino que se multiplica.

Rate article
MagistrUm
El derecho a forjar tu propio camino