El aire helado cortaba la cara como agujas, pero Javier no sentía el frío. Dentro de él, todo se había congelado —su corazón se convertía en un bloque de hielo, más gélido que cualquier ventisca. Estaba en medio del parque nevado, envuelto en la penumbra del atardecer, escudriñando febrilmente a los transeúntes buscando aquella pequeña figura con un mono rojo brillante. Mateo. Su nieto.
Para Javier, ese niño era su mundo entero. Apretando el teléfono en su mano, maldecía mentalmente el momento en que se distrajo con una llamada de negocios. Solo un minuto de descuido —y ahora su corazón se encogía de miedo y culpa. Se reprochaba sin piedad, con cada fibra de su cuerpo fuerte.
En su mente resonaba una única melodía de terror: «Lo voy a perder». El último año había sido una sucesión de pérdidas irreparables. Primero se fue su esposa —en silencio, casi sin hacer ruido, como si se apagara bajo el peso de la enfermedad. Luego, llegó la terrible noticia desde los Himalayas: allí habían muerto su hija y su yerno. Los padres de Mateo.
Ese niño, con su mirada seria y sonrisa tierna, era el único lazo que unía a Javier con su pasado. Su único sostén. La idea de perderlo le provocaba un ahogo físico. Se aferraba a Mateo como un náufrago a una rama. No podía imaginar su vida sin él.
La pánico crecía. Gritó, destrozando su voz:
—¡Mateo! ¡Mateito! ¿Dónde estás?
Solo el silencio respondió, junto al silbido del viento que arrastraba la nieve. Los transeúntes lo miraban con reproche —para ellos, solo era un abuelo descuidado que había perdido a su nieto. Nadie sabía el dolor que escondía aquel grito.
Cuando la esperanza casi se extinguía, un grito agudo y asustado llegó desde el río. Javier se paralizó. Era la voz de Mateo. Un grito que helaba la sangre.
Sin pensarlo, corrió hacia la orilla. Conocía la traición de ese río. El hielo parecía firme, pero bajo la nieve esponjosa aguardaban grietas peligrosas. Y allí, en el agua negra, luchaba una pequeña figura con un mono rojo. Mateo.
El corazón de Javier se desplomó. Corrió, hundiéndose en la nieve, tropezando, sin aliento. La distancia parecía imposible. Veía cómo su nieto luchaba contra el agua helada, cómo la ropa lo arrastraba hacia abajo. Sabía que no llegaría a tiempo. Pero en ese instante, cuando la desesperación estaba a punto de tragárselo, una figura oscura emergió de las sombras. Una mujer.
Se movía con rapidez, casi de forma animal —deslizándose sobre el hielo, reptando hacia la grieta. Con un movimiento firme, sacó a Mateo y lo arrastró hasta la orilla.
Javier corrió, arrebató a su nieto de la nieve y lo abrazó con todas sus fuerzas. El niño lloraba, temblando. Sin mediar palabra, Javier ordenó a la mujer:
—Sígueme. A casa. A calentarse.
Ella obedeció.
En el coche, envuelto en la chaqueta de su abuelo, Mateo se tranquilizó. El médico lo revisó y confirmó que estaría bien. En casa, Javier lo acostó y entró lentamente en la cocina, donde la mujer esperaba con una vieja bata suya. Parecía frágil, consumida, con una profunda tristeza en los ojos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, ofreciéndole una taza de té.
—Ana.
—Gracias. Salvaste a mi nieto. Mi único tesoro. No tienes idea de lo que significa para mí.
Quiso poner dinero en sus manos, pero ella las retiró.
—No hice nada especial. Solo estaba allí. Cualquiera lo habría hecho.
Javier vio que decía la verdad. Ni avaricia, ni interés —solo cansancio y dolor.
—¿Necesitas trabajo? —preguntó suavemente—. Tengo un restaurante. Hay un puesto de ayudante de cocina. El sueldo no es alto, pero es estable. Si aceptas, me harías feliz.
Ana levantó la vista, con los ojos llorosos.
—Gracias… Sí, acepto.
Las semanas pasaron rápido. Javier estaba ocupado con Mateo y el trabajo. Pero cada vez más, se sorprendía observando a Ana. Trabajaba con dedicación, precisión y un instinto sorprendente. A veces ayudaba a los cocineros con consejos que parecían surgir de años de experiencia.
Un día, llegó la crisis: un político importante encargó un banquete con condiciones especiales y un plazo imposible. Para el restaurante, era una oportunidad única. Para Javier, un enorme riesgo.
Fue entonces cuando notó la profundidad del talento de Ana. Tomó el control, organizó el trabajo y propuso soluciones. El banquete fue un éxito rotundo.
Javier entendió: no era solo una ayudante. Era alguien en quien podía confiar. Alguien que también buscaba una segunda oportunidad —y la encontró en el trabajo, en la familia que le había llegado sin esperarla.
Javier se preparaba para una noche sin dormir, supervisando los preparativos del banquete. Repasaba cada detalle, anticipando problemas. En ese momento, sonó el teléfono.
Era Vicente, su chef, indispensable y leal. Su voz temblaba de angustia.
—Javier, desgracia… —gruñó—. Me caí de una escalera. Me rompí la pierna. No puedo trabajar.
El corazón de Javier se detuvo.
—Vicente, ¿y el menú? ¿Al menos empezaste? ¿Qué hacemos con el pedido de los De la Torre?
—No —respondió el chef, avergonzado—. Iba a empezar hoy… Lo siento, te he fallado.
Javier colgó. Una oscuridad vacía lo invadió. Fallar ese pedido significaba perder la reputación ganada con años de esfuerzo. La desesperación lo ahogaba.
Reunió al personal en la cocina. Su rostro estaba sombrío, su mirada cansada.
—Tenemos una emergencia —dijo con voz grave—. Vicente no puede trabajar. Mañana es el banquete de los De la Torre, y no hay ni un plato planeado.
Un murmullo de pánico recorrió la cocina. Los empleados se miraban, perdidos. Sergio, el joven ayudante, levantó las manos en señal de derrota:
—Javier, ¿cómo lo haremos? Sin el chef, sin menú… ¡Es imposible! ¡Es un pedido demasiado complejo!
Entonces, desde el rincón donde Ana solía esconderse entre cacerolas, surgió su voz tranquila pero firme:
—¿Puedo ver el pedido?
Javier, sin nada que perder, le pasó la lista. Ella la tomó, y de pronto, toda su timidez desapareció. Sus movimientos fueron precisos, seguros. Escribía con determinación, creando un menú completo, equilibrando ingredientes costosos con alternativas elegantes pero asequibles.
Sergio la observó, y sus ojos se abrieron de asombro. Aquello no era improvisación. Era arte.
Cuando terminó, Ana le devolvió el papel a Javier. Lo leyó, y supo que era su salvación. Sergio aplaudió. Los demás lo siguieron. La cocina estalló en vítores. Javier la miró, impresionado. Esa mujer, a la que había contratado por lástima, resultó ser una genio culinaria.
Más tarde, en su oficina, Javier la miró con respeto.
—Ana, ¿por qué ocultabas tu talento? ¿Por qué aceptaste ser ayudante teniendo este don?
Ella bajó la mirada, retorciendo el borde de su bata. Finalmente, habló:
—Tuve mi propio restaurante. Lo creé antes de casarme. Era mi vida, mi felicidad.
LJavier la abrazó en silencio, sabiendo que, al igual que su restaurante, el amor y la justicia también podían renacer de las cenizas.