—¡Mamá, no me digas que se te ha olvidado! —chilló Lucía, entrando como un huracán en el recibidor y dejando caer su bolso caro de diseño—. ¡Vamos, mamá! ¡Te lo dije hace un mes!
María Dolores se giró lentamente desde el espejo, donde se arreglaba sus canas. Sus manos temblaban un poco, pero su mirada seguía serena.
—¿De qué hablas, cariño? —preguntó en voz baja.
—¡¿De qué va a ser?! —Lucía lanzó el bolso al sofá—. ¡Del cumpleaños de Alejandro! ¡Mañana cumple quince años! ¿O es que otra vez estás en tu mundo?
—No, lo recuerdo… —María Dolores se sentó en su sillón, cruzando las manos—. Solo pensaba que quizá no hacía falta tanto ruido…
—¿Que no hace falta? —Lucía se quedó petrificada, mirando a su madre—. ¡Es mi hijo! ¡Tu nieto! ¡Quince años! ¿Y dices que no hace falta?
María Dolores suspiró. Sabía lo que venía. Como siempre que Lucía venía los fines de semana con su hijo. Su hija siempre había sido así, temperamental, exigente. Y ahora, tras el divorcio, aún peor.
—Lucía, cálmate. Lo recuerdo todo. Tengo el regalo y he encargado la tarta en la pastelería —dijo, cansada—. Solo pienso que igual no le apetece una gran fiesta. Últimamente está tan callado…
—¿Callado? —resopló Lucía—. ¡Es un adolescente! Todos están callados con los adultos. Eso no significa que no haya que celebrarlo. ¡Al contrario, hay que demostrarle que le queremos!
Del pasillo llegó el crujido de una tabla del suelo. Apareció Alejandro, alto, delgado, con el pelo oscuro rebelde y los ojos serios de su padre.
—Hola, yaya —murmuró, mirando de reojo a su madre—. ¿Por qué gritáis?
—No gritamos, hablamos de tu fiesta —Lucía cambió al instante el tono, endulzándolo—. ¡Mañana es tu cumple, mi vida! La abuela ha pedido una tarta, yo traigo regalos…
—No hace falta nada —masculló Alejandro, sentándose al borde del sofá—. Pasaremos.
—¿Cómo que pasaremos? —se indignó Lucía—. ¡Quince años! ¡Es una fecha importante!
Alejandro se encogió de hombros y se hundió en el móvil. María Dolores lo miró con preocupación. Algo le pasaba. Llevaba meses viniendo cada vez más reservado, apenas hablaba con ella y con su madre solo contestaba con monosílabos.
—Alejandrito, ¿qué quieres de regalo? —preguntó suavemente.
—Nada —respondió el chico, sin levantar la vista.
—¿Cómo que nada? —Lucía se sentó a su lado—. ¿Un móvil nuevo? ¿O actualizamos el ordenador?
—Mamá, déjame en paz —refunfuñó Alejandro, levantándose—. Voy a mi cuarto.
—¿A qué cuarto? —Lucía se puso en pie—. ¡Acabamos de llegar! Mejor organicemos, a quién invitamos…
—¡Que no quiero a nadie! —Alejandro se giró bruscamente—. ¿Entendido? ¡Nadie! Quiero estar solo.
—¿Pero por qué? —preguntó Lucía, desconcertada—. Antes te gustaban las fiestas…
—Antes… —Alejandro torció la boca en una mueca—. Antes todo era distinto. Ahora no hace falta fingir que nos emocionan vuestros cumples.
Salió dando un portazo. Lucía se quedó boquiabierta en medio del salón.
—¿Qué le pasa? —se volvió hacia su madre—. ¡Si antes era tan alegre!
María Dolores suspiró hondo. Había visto cómo cambiaba su nieto. Cómo sufría por el divorcio, cómo iba de un lado a otro entre sus padres, cansado de sus reproches.
—Lucía, siéntate —rogó—. Hablemos.
—¿De qué? —Lucía paseaba nerviosa—. ¡Está claro! ¡Sergio lo está poniendo en mi contra! ¡Ya sé cómo es!
—Esto no va de Sergio —dijo María Dolores con tacto—. Alejandro está cansado. De vuestras peleas, de ir de una casa a otra…
—¿Qué peleas? —se indignó Lucía—. ¡No nos peleamos! Nos divorciamos civilizadamente.
—¿Civilizadamente? —María Dolores negó con la cabeza—. Lucía, oigo cómo hablas con su padre por teléfono. Cómo os echáis cosas en cara, cómo repartís el tiempo con él…
—¡Lucho por mi hijo! —estalló Lucía—. ¡Es mi niño!
—Y también suyo. Y él lo sabe. Se parte entre los dos —María Dolores se acercó—. Cariño, quizá debas pensar en él, no en ti.
—¡Si solo pienso en él! —Lucía se apartó—. ¡Por eso quiero festejar su cumple! ¡Que sepa que le queremos!
—¿Y si mejor le mostramos que puede estar tranquilo? Que en casa hay paz.
Lucía resopló y miró por la ventana. Afuera, la llovizna pintaba el patio gris y triste.
—¿Estás en mi contra también? —susurró—. Como todos.
—No estoy en tu contra. Estoy con Alejandro. Y contigo. Pero a veces lo que creemos correcto no es lo que necesitan.
—¿Qué quieres decir?
María Dolores volvió a sentarse. Calló, eligiendo sus palabras.
—Cuando eras pequeña, yo también creía saber qué era mejor. Te obligué a música aunque preferías pintar. A bailar cuando querías deporte. Pensaba que así te preparaba para la vida.
—¿Y? —Lucía se tensó.
—Que creciste haciendo lo contrario. A veces por despecho. Porque no te escuchaba. No preguntaba qué querías.
—¿Y esto qué tiene que ver? —Lucía la miró—. ¡Hablamos de Alejandro!
—De él hablamos. No quiere fiesta. Lo ha dicho. Y tú no escuchas.
—¡Es un niño! ¡No siempre sabe qué le conviene!
—¿Y los adultos sí? —María Dolores sonrió triste—. Tengo setenta y dos años. Y sé que los niños suelen saber lo que necesitan. Solo que no queremos oírlos.
Lucía se acercó, sentándose en el brazo del sillón.
—Mamá, tengo miedo de perderlo —murmuró—. Tras el divorcio se volvió distante. Como si hubiera un muro. Pensé que una fiesta le demostraría que le quiero.
—Y él lo sabe —María Dolores le acarició la mano—. Pero ahora necesita calma. Estabilidad. Un día sin fingir.
—¿Y qué hacemos? ¿No celebramos nada?
—Preguntémosle. Qué quiere, cómo lo imagina. Y hagámoslo así.
Lucía reflexionó. La lluvia arreciaba, golpeando el cristal.
—Vale —aceptó al fin—. ¿Y si no quiere nada?
—Estaremos ahí. A veces es suficiente.
En el pasillo crujió otra tabla. Alejandro apareció en el marco, dudando.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—Claro, cariño —sonrió María Dolores—. Adelante.
Alejandro se sentó frente a ellos. Jugueteó con un cojín, callado.
—Perdonad por gritar —dijo al fin—. Es que estoy harto.
—¿HartAlejandro miró a su madre y a su abuela, con los ojos llenos de esperanza, y susurró: “Solo quiero que mañana, por una vez, seamos una familia de verdad, aunque todo lo demás siga igual”.