La historia parece común, pero tiene su enseñanza: una pareja algo mayor de cincuenta años, que ya había celebrado sus bodas de plata. Tienen dos hijos, ya adultos e independientes. La vida matrimonial transcurría en calma, sin grandes emociones, pero también sin gritos ni peleas constantes. Lo que sí llamaba la atención era el carácter huraño del marido, Jorge, cuyo ceño fruncido le hacía aparentar más de los 56 años que figuraban en su DNI.
Todo cambió de forma rápida e inesperada cuando llegó una nueva compañera al trabajo. No era precisamente joven, pero le llevaba unos veinte años a Jorge. Sus gestos empezaron a mostrar emociones, esta vez positivas. Pronto, todo el departamento supo del romance entre Jorge y Lucía.
Con algunos colegas, Jorge comenzó a compartir sus alegrías y preocupaciones, incluso llegó a soltar que ella le insistía en divorciarse. Al final, los rumores se hicieron realidad. Jorge dejó a su familia y alquiló un piso para vivir con Lucía. Por el respeto que le quedaba tras décadas de matrimonio, dejó todas sus posesiones a su exmujer e hijos, empezando desde cero.
Con el tiempo, Lucía quiso tener hijos, y Jorge también deseaba ampliar la familia. Sin embargo, como ella no podía concebir, tuvieron que gastar una fortuna en una madre de alquiler. Pero mientras la sustituta estaba embarazada, Lucía decidió que la maternidad no era lo suyo.
La historia terminó con otra ruptura, dejando a Jorge viviendo en un piso alquilado, solo con dos niños pequeños. Por seguir emociones nuevas y promesas de felicidad, perdió su patrimonio y una familia sólida, algo que Lucía nunca valoró.